Eres

Eres

Por Mr. Saddy (Damián Damián)

Para Ana Jessica Ortiz Martínez                     

eres
       el cuerpo perfecto
el pensamiento más puro
el preciso momento
del pasado la sombra
el presente más tierno
el futuro más cierto

de la incertidumbre la calma
de lo turbio lo libre
como el café que más sabe
como la mirada que tiñe
la poesía de las cartas
los fulgores del alma

eres la risa sincera
felicidad placentera
sentimiento sin tiempo
por un sueño pendiente
que entre ambos viviendo
se reanima constantemente

eres mi te extraño amoroso
sin distancia coherente
la paciencia del cielo
que hace planear a la aves
entre la vida y la muerte
y no sólo por hambre

mujer compromiso
comprensión y respeto
realidad transformable
pausa postergable
espacio indefinido
amor
            interminable
                           inexplicable

La función no termina hasta que termina

La función no termina hasta que termina

Por Eduardo Omar Honey Escandón

Aún con el rostro destruido por el ácido que le arrojó un enamorado que rechazó, decidió no abandonar los escenarios.

       Rápidamente preparó una coreografía en tres actos.

      En el primero, danzó ataviada con una burka para señalar el ocultamiento al que se le quería obligar.

      Vistió como bailarina clásica en el segundo. Se mantuvo de espaldas al público para señalar lo omisa que es la autoridad.

      Para el último, apareció desnuda. Mientras las demás bailarinas vestían de negro y portaban grotescas máscaras, ella enseñaba su faz quemada y deforme como evidencia final de la justicia inexistente.

     En el telón de fondo se proyectaba la cara del perpetrador, quien se paseaba libre y absuelto por su ciudad natal años después del crimen.

     Las funciones siempre terminaban en un estruendoso aplauso de pie.

     Ella, en cada ciudad y foro que visitaba, extendía invitaciones a políticos, funcionarios, jueces y policías. Esos asientos rara vez se ocuparon.

     Tiempo después una activista ultra, en un acto individual, lanzó ácido al rostro del agresor. En menos de un mes se localizó y fincó larga sentencia a la culpable, además de mostrarla en cualquier medio como una loca.

    Entonces la bailarina y las muchedumbres sacaron la coreografía a las calles para danzar con el fuego encendido en pos de un “Basta ya”.

Mi ser multimediático

Mi ser multimediático

Por Jajo Crespo

Pude haber sido yo misma, pero sin que me sorprendiera,
lo que habría significado
ser alguien totalmente diferente.
Wislawa Szymborska

El ser multimediático

Hay en mis recuerdos una infinidad dispersa de acercamientos a los medios de comunicación. No se presentan como una disrupción agresiva a la discontinuidad narrativa de la memoria, tampoco son una pausa narrativa ni una secuencia con núcleos independientes. Los medios de comunicación aparecen como voces de fondo: incesante música ambiental que establece los periodos de la memoria. Así, mi secundaria está manchada por la violencia calderonista, mi bachillerato por el recuerdo de cuarenta y tres desaparecidos, y mi primaria por una epidemia de influenza.

El deseo también juega un papel en esa dialéctica del individuo pasivo frente a la cultura mediática y cibernética. Puedo determinar someramente los periodos de mi existencia por eventos individuales o familiares de la misma forma que lo puedo hacer por los deseos que me indujo la mercadotecnia. En sentido pragmático, mi familia entendería igual la frase “Me rompí el brazo cuando pasé a tercero de primaria” y “Me rompí el brazo cuando quería al Max Steel con el Elementor”.

Entonces, si la “realidad” mediática puede generar marcos temporales es indudable que existe una relación íntima entre sujeto y medios, sin embargo, no es suficiente para afirmar la existencia de un ser mediático. Desde la propuesta tripartita del ser freudiano, no es problemático pensar la existencia del individuo fragmentado; el verdadero enigma radica en que ser se entiende como una categoría ontológica inmanente. De modo que, afirmar la existencia del ser mediático implicaría que los sujetos tienen una dimensión inmutable inherente a los medios de la que no pueden escapar. No obstante, los medios cambian y la forma en que los sujetos se relacionan con ellos también. Pongamos, por ejemplo, a un individuo nacido a mediados de los setenta, este personaje habrá experimentado, para la actualidad, el fin de la posmodernidad y el comienzo de la posverdad; igualmente, el paso de la mediocracia a la infocracia como lo propone Byung-Chul Han, y el paso de la cultura analógica a la cibercultura. De esta suerte, su relación con los medios de comunicación habrá evolucionado y, por tanto, se habrá roto la característica inmanente del ser.

Ahora bien, la relación entre el sujeto y los medios cambia, en tanto que estos evolucionan y los intereses del primero también; sin embargo, la relación no se interrumpe. Y, como habrá quedado de manifiesto en el ejemplo anterior, quienes determinan el rumbo de este vínculo son los medios de comunicación. En este sentido, el sujeto es “arrojado” a un mundo donde los medios determinan el interés público y, en el caso de las redes sociodigitales, el privado. Desde la nunca arbitraria selección de primera plana en los periódicos hasta la elección psicométrica de las “notas” que aparecen en las redes sociodigitales, el discurso y el interés están regidos por los valores de la cultura multimediática. Además, la generalización pragmática de la cibercultura (desde la necesidad de un perfil en Facebook para enterarse de las noticias institucionales de, por ejemplo, la UNAM hasta seguir en Twitter las cuentas gubernamentales para mantenerse al tanto de programas sociales) ha provocado que el sujeto “arrojado” no pueda desprenderse de esta dialéctica.

Así, el sujeto es arrojado a una dinámica en la que no puede intervenir y de la que no puede escapar. Bajo esta perspectiva, se podría tomar prestado el dasein heideggeriano para hablar no de un ser mediático si no dasein mediático; es decir, un ser-en-el-tiempo-espacio mediático. Al agregar las dimensiones espaciotemporales del ser, estaríamos contemplando los cambios en la dialéctica mediática y compaginando las evoluciones de los intereses individuales con respecto de los medios. De este modo, tendríamos que el dasein mediático en tanto que categoría del ser (como el yo, el ello y el superyo freudianos) influye directamente en la formación del individuo.

La libertad del dasein multimediático

Ante esta imposibilidad de intervención y escapatoria, podríamos pensar que la pequeña dimensión libre del dasein mediático radicaría en las redes sociodigitales, pues, al contrario de los medios tradicionales, estas nos permiten elegir qué ver; es decir, determinar qué es relevante para nosotros y, aún más importante, cuándo lo es. Los cambios en los intereses individuales serían acompañados por el tipo de contenido digital que los sujetos consumen.

En un principio esto sería verdad, el primer contacto de un sujeto con las redes sociodigitales estaría determinado por los prejuicios anteriores a la cultura digital. Sin embargo, la libertad del clic termina después de ese acercamiento, como lo menciona Byung-Chul Han, los algoritmos de estas redes tribalizan a los individuos. Esto es, una vez que las redes perfilan al individuo, las relaciones que éste tenga con el medio digital estarán determinadas por un algoritmo diseñado para mantenerlo “conectado”. La psicometría le habría permitido libremente seleccionar su sesgo de confirmación, siempre bajo los límites de las narrativas de estos espacios sociodigitales. Después del contacto inicial, la interacción del sujeto con el medio estará determinada por la direccionalidad que este último le quiera dar al pensamiento del primero.

Un ejemplo clarificador es el caso de RT noticias en YouTube. Una vez que estalló la guerra de Rusia contra Ucrania, los canales de comunicación internacional rusos fueron eliminados de dicha plataforma y los espacios digitales se llenaron de la óptica occidental del enfrentamiento. Además, aun desde antes de comenzar el conflicto, quienes seguíamos los canales de comunicación rusos notamos que habían sufrido una invisibilización sistemática en diferentes espacios presuntamente imparciales. Entonces, existe disidencia en los medios sociodigitales siempre y cuando esté contemplada en el marco de sus intereses políticos.

Mi dasein multimediático

Recuerdo mi primer acercamiento a Facebook, los primeros me gusta otorgados a páginas y grupos contraculturales. Las primeras escuchas en YouTube de los Rude Boys, Ska-p y Los Rastrillos. Recuerdo cómo poco a poco fui descubriendo música, libros y grupos “disidentes” en el espacio digital y ahora, después de este breve ejercicio reflexivo sólo puedo preguntarme ¿qué es la disidencia? ¿Aún existe y, si existe, la sigue siendo disidente?

¿Será que existe algo como “la rebeldía de pensar” como la llama Óscar de la Borbolla o estaremos eternamente sometidos a la rebeldía dentro del marco normativo de los medios? Hace años era más sencillo saber qué formaba parte del bagaje disidente: la literatura prohibida, los manifiestos comunistas y socialistas, la libertad sexual. Todo lo censurable y reprimible formaba parte del acervo contracultural, pero ¿qué puede ser rebelde en un espacio donde “todo” está permitido? Volvemos al problema de la alegoría de la caverna y la imposibilidad de imaginar lo que escapa de nuestros horizontes.

Además, bajo la perspectiva de un dasein multimediático la posibilidad de salir de la caverna se complica aún más. Una vez que se asume que el ser-en-el-tiempo-espacio multimediático, el problema pasa de salir de la caverna a salir de una de las dimensiones del ser.

TikTok y la censura han dado los primeros pasos para mostrarnos lo que puede ser contracultural. Actualmente se ha popularizado la perífrasis verbal hacer la automorición para referirse al suicidio. Hablar del suicidio es incómodo para las plataformas y los hablantes han tenido que renombrar la realidad para escapar de la censura. Este tipo de censura idiomática nos lleva a pensar inevitablemente en la neolengua de Orwell y la posibilidad de que, una vez que la censura mediática se lleve lo incómodo, no haya forma de pensar una realidad alterna. Será, tal vez, que la única forma de escapar al dasein multimediático sea el no-ser.

La lección está más que aprendida

La lección está más que aprendida

Ilustración por Ansa Mustafa

Por Ailton Téllez Campos

Al ver a su esposa afligida por la pérdida de Pablo, el señor Arango propuso que fueran a “Angelitos de consuelo”. Una agencia dedicada a vender la experiencia de la paternidad a parejas jóvenes, a partir de la renta de infantes rescatados de las calles. Sin dudarlo, a la mañana siguiente, los Arango se encontraban reluciendo sus mejores prendas ante Consuelo, la directora de la agencia. Pasaron varios minutos tratando de convencerla de posibilitarles a uno de los desahuciados. Si bien ella sabía del poder adquisitivo que tenían los Arango para mantener a un niño, se encontraba un tanto hostil ante la petición de la insistente pareja. Al final, los Arango lograron que la directora los llevara al patio de juegos, donde escogerían a su próximo hijo. La señora Arango no tardó en señalar a uno de los niños, argumentando con la voz quebradiza que su rostro le recordaba mucho al de Pablito. Después de un rato de convivencia con el pequeño Luis, de tan solo ocho años, los Arango pasaron a la oficina de Consuelo para firmar el contrato de renta, el cual estipulaba que tendrían al niño bajo su protección por un periodo de dos meses.

Durante el primer mes, Luis obtuvo la atención y cariño que nunca había recibido en “Angelitos de consuelo”, y mucho menos en las calles. Aunque la mayor parte de los días el señor Arango llegaba agotado de la oficina, guardaba un poco de energía para la alegría de la casa. Si el clima lo permitía, jugaban futbol en el patio trasero. O si no, pasaban horas en la sala de entretenimiento, pegados al televisor jugando videojuegos. Por otro lado, la señora Arango, quien pasaba la mayor parte del día con Luis, se dedicaba a enseñarle lo más básico de la lengua inglesa, como los colores y los números. También preparaban recetas de postres que veían en internet, para después irse al cine y atascarse en más chucherías de la fuente de sodas.

Cuando llegó la fecha para devolver a Luis, los Arango estaban perdidamente encariñados con él, por lo que el señor Arango, con dinero en efectivo, fue con la directora Consuelo para ampliar el contrato de renta por seis meses más.

Conforme avanzaban los meses, el pequeño Luis empezó a tener actitudes caprichosas con los Arango. Como estaba atiborrado de juguetes, le era fácil romperlos, rayarlos e incluso quemarlos. Sabía perfectamente que, por medio del chantaje, no se le negaría nada. Cuando no le gustaba la comida casera, sin importar que la vajilla fuera valiosa, Luis no dudaba ni un segundo en tirar todo al suelo e irse sin comer a su habitación, pues en la madrugada podía atascarse del postre de la tarde sin que nadie lo molestara. La señora Arango comenzó a cuestionarse lo que había hecho mal con ese niño. ¿Era bueno cumplirle cada uno de sus antojos? O simplemente ¿servía para ser madre? Poco a poco, esas incógnitas brotaban por medio de peleas e insultos entre la pareja. Provocando que el señor Arango decidiera llegar a altas horas de la noche a casa, al estar reviviendo una aventura amorosa que, desde la llegada de Luis, había pausado con una de sus empleadas. Mientras que la señora Arango recaía en los fármacos para calmar la ansiedad.

Sin embargo, una de esas raras mañanas en las que Luis se portaba decentemente, jugaba con la señora Arango a las aventuras con sus muñecos de acción. Luis se había concentrado tanto en mover y darle voz al muñeco de su historia ficticia, que terminó ignorando a su madre. De igual manera, la señora Arango olvidó que estaba jugando con su hijo. Su mirada inexpresiva se había perdido en dirección a Luis, mientras que su mente caía en una espiral oscura que la hacía recorrer ideas perturbadoras. Esto provocó que con la fuerza de su puño tratara de hacer añicos el muñeco que sostenía en su mano. —Sólo es un niño —dijo en un suspiro, reincorporándose con entusiasmo al juego de Luis. Ese mismo día, en la noche, como ya era costumbre, el señor Arango había llegado tarde a casa. Al entrar, se percató de la penumbra que llenaba cada rincón y de un lamento que lo encaminó hasta la cocina. —¿Por qué la luz del refrigerador te alumbra? —Gritó con sarcasmo el señor Arango buscando el interruptor—. Podrías usar una de las lámparas para llorar con más claridad. Pero, al encender la luz, su mirada se llenó de inquietud al ver que de las patas de la mesa escurría un líquido rojo, hasta contemplar la cabeza de Luis reposando en un extenso charco de sangre, el cual cubría por igual el pastel con el que, minutos antes de ser acribillado, el pequeño saciaba su hambre. Y, sentada en el suelo, la señora Arango con un martillo entre las manos. Fue ahí donde el matrimonio pasó casi una hora de impetuosa discusión, junto al mal tercio que formaba el cadáver. Después de escupir sus errores y verdades, con la mente fría, los Arango tomaron acción antes de que los primeros rayos de luz se hicieran presentes. Mientras la señora Arango limpiaba la cocina y se lamentaba porque recién la habían remodelado, el señor Arango trataba de enrollar el cuerpo del niño con unas sabanas que estaban por tirar.

A primera hora del día, los Arango se encontraban relucientes en la oficina de la directora Consuelo. Intrigada por la ausencia del niño, con el ceño fruncido, la directora preguntó —¿Dónde lo tienen? —Apenados, sin decir una palabra, los Arango llevaron a la directora al estacionamiento de la agencia, donde al abrir la cajuela del auto mostraron la bolsa de basura en la que se encontraba Luis. La directora llamó a uno de los empleados de limpieza e indicó el traslado del cuerpo directamente al crematorio, ya que los contenedores de desecho se hallaban saturados. Luego de que los Arango costearan una multa costosa por la pérdida total del producto, los tres habían entablado una plática amena. No obstante, antes de despedirse, en un lapso silencioso, la directora Consuelo señaló el vientre de la señora Arango —Me lo tratan bien, eh. —La señora Arango frotó con delicadeza su vientre —Con dos errores la lección está más que aprendida —contestó la señora Arango con una tierna risotada.

Hay un muerto debajo de mi cama

Hay un muerto debajo de mi cama

Por Luis Cuadros Falla

hay un muerto debajo de mi cama
            no sé si encenderle velas
            ponerle flores
            o un plato de comida
por las noches
            sale a caminar
            y no le teme a la lluvia
            ni a la oscuridad
de sus ojos
           caen estrellas
sentado
           a la orilla del lago
parece cantarle a la luna
           con sonidos que asemejan
           el crujir de la madera
           en la fogata
a veces no vuelve
           hasta muy entrada la mañana
           y lo extraño
me pregunto en qué bar
           habrá dejado
           su ausencia
y por fin aparece
          con su triste andar
yo me hago el dormido
         como si no escuchara
         el pavor del mundo
él se desliza suavemente
para no despertarme
y en silencio murmura:
         no recuerdo el sabor de los besos
debe ser duro
no recordar
        el amor
no recordar
        el sabor del amor
por eso
        no digo nada
por eso dejo
que su frío silencio me envuelva
y a veces
       que acerque su rostro al mío
la primera vez tuve terror
       luego entendí
que no cualquiera
tiene un muerto debajo de la cama
que no cualquiera
tiene alguien
       a quien amar
       o esperar de madrugada
       a quien ponerle flores
       o velas o un plato de comida
alguien
       a quien extrañar
aunque no sepa
que ha muerto
ni que vive debajo de la cama

Minúsculas pequeñeces chiquititas

Minúsculas pequeñeces chiquititas

Por Ana Laura Bravo

Compartíamos una esquina. Al principio lo confundí con un montoncito de basura de esa que se acumula sin que uno se entere y que en las penumbras cobra formas familiarmente monstruosas. No habría reparado en su menuda existencia de no ser porque un día me acerqué demasiado y me dijo que lo había pisado. No me disculpé. Lo miré: aunque era un poco más pequeño se parecía a mí. Consideré matarlo en ese instante, pero al final retrocedí hasta mi lado de la esquina.

Si soy honesta, me dio lástima. No suponía una amenaza, aunque sí podría serme útil más adelante, a lo mejor en invierno, cuando la comida escaseara. Por lo pronto, lo dejaba compartir lo que pescaba: presas menuditas, tan miserables como nosotros pero suficiente alimento para los dos.

Pasábamos los días en casi absoluta quietud. A veces sólo tratábamos de no ser vistos. Nos borroneábamos en el color de la pared, entre sus sombras y relieves, dormitando entre una comida y otra. Sin embargo, manteníamos una vigilancia permanente: yo lo observaba a él y él a mí. También cualquier movimiento cercano, y de vez en cuando la televisión, aunque no entendía mucho de sus colores brillantes. Me hacía sentir incómoda o, más bien, ignorante porque a pesar de mi excelente visión no lograba comprenderla. Lo único que me gustaba de ella era que su luz atraía a las polillas.

Incluso con tanto qué vigilar, si entraban en la habitación, nos concentrábamos en ellos. Eran demasiado grandes para ignorarlos, aunque rogábamos que ellos nos ignoraran. Los había visto atacar y matar a otros con tal facilidad que, cada vez que uno se aproximaba, me encogía y sentía mi cuerpo temblar como si una mente secreta le susurrara que podíamos ser aniquilados en cualquier momento.

También él les tenía miedo. Una vez, después de que uno de ellos salió de la habitación me confesó, porque no podíamos dialogar de otra manera, que en cierta forma los odiaba, no por ser grandes y peligrosos, sino por ser impredecibles. ¿Qué es lo que quieren, por qué están aquí?, me preguntó. Yo tampoco lo sabía, pero había una pregunta que me inquietaba más: ¿Por qué nos concedían vivir? Tenía que ser intencional después de vernos tantas veces, de presentir que se referían a nosotros cuando señalaban nuestra esquina y luego, quizá por simple apatía, nos dejaban quedarnos un día más. Sé que lo harán, continuó diciendo, más para sí mismo que esperando una respuesta. Tarde o temprano terminarán con nosotros, ni siquiera necesitan una razón para hacerlo. No dije nada. Para mí se trataba del pacto más antiguo y franco de la naturaleza, si acaso también estaban sometidos a ella: mientras no los molestáramos nos dejarían en paz.

No sólo eran enormes, eran horrendos. Ni siquiera si hubiera podido cazarlos me habrían parecido apetecibles y, al parecer, gracias a las coincidencias, nosotros tampoco estábamos en su cadena alimenticia. A veces los miraba cubrirse con capas y más capas de piel falsa y entendía, o creía entender, que incluso ellos sentían asco de sí mismos. Resultaban tan incompletos, interminados, como amputados de la mitad de su cuerpo. Sus manos, en cambio, si me detenía a contemplar esa mínima parte de su anatomía y conseguía ignorar el resto, inspiraban cierta familiaridad y casi ternura, en especial cuando las dejaban quietas a su lado o tamborileaban los dedos suavemente contra la ventana.

Nunca dejaron de asustarme, pero hubo un momento, no supe exactamente cuándo, en que me descubrí ansiosa, esperando que aparecieran para poder observarlos un poco más. Observaba sus cosas, la piel que se desprendían y volvían a ponerse sin mucho esfuerzo; la televisión que parecía ejercer en ellos una atracción similar a la de las polillas y que, además, sólo se iluminaba cuando ellos la tocaban; los restos de las cosas que comían y no se terminaban. 

Cuando admití que me daban curiosidad, él me dijo que estaba perdiendo la cordura. Que me mudara al jardín. Que necesitaba alejarme de ellos para dejar de alucinar que sus manos eran una prueba de que, de alguna forma incomprensible, estábamos vinculados. Este es mi lugar, contesté, Estaba aquí antes que tú, así que si alguien debería marcharse no soy yo. Me alargué un poco y él se empequeñeció todavía más en su rincón sin atreverse a discutirlo. No se quedó mucho más.

En invierno, uno de ellos comenzó a dormir en el sofá frente a la televisión. Después de observarlo algunas semanas y comprobar que dormido era inofensivo, comencé a hacer pequeños acercamientos. Al principio me contentaba con mirarlo de cerca. Luego comencé a recorrer la geografía llena de pliegues y montañas que era su cuerpo, inerte, casi muerto. De vez en cuando intentaba morderlo, aunque mis colmillos no lograban atravesar la grosura de su piel. Nunca me ha gustado la violencia, pero esto solía ocurrir si se movía repentinamente y me tomaba por sorpresa. El resto del tiempo me contentaba con sentir su calor y los bellos casi invisibles que cubrían su piel y me recordaban tanto a mí misma.

Cuando él se marchó confesó que no podía soportar mi comportamiento. Que no me entendía. Había considerado aparearse conmigo, pero cada vez le recordaba más a ellos, como si el contacto me impregnara de lo que eran. Quizá sea una pequeñez, pero simplemente no puedo —agregó— creo que tengo fobia a los humanos.