Calientes primaveras

Calientes primaveras

Por Eduardo Omar Honey Escandón

Yaramel no esperó. En cuanto vio volar las lacrimógenas desde el batallón de policías que teníamos unos cincuenta metros enfrente, se lanzó a la carrera a su encuentro. Un casco amarillo para construcción con rayas negras era su distintivo. Su rostro estaba cubierto por una vieja máscara de gas que consiguió en uno de los saqueos a los viejos depósitos del centro de la ciudad. Un escudo multicolor de aluminio reforzado por un esqueleto de hierro era más que suficiente para dar cobertura a su metro y medio de estatura.

En verdad siempre estaba llena de energía, motivaba a los compañeros, sacaba fuerzas de quién sabe dónde para arrastrar a los que caían bajo las balas de goma y con los impactos asesinos de las bombas lacrimógenas. Alguien alguna vez la comparó con un Pikachu enojado y ella, luego de mostrarle el dedo medio de ambas manos, imitó el “Pika-pika-pikachú” de las caricaturas que veían nuestros padres, rompió en carcajada y desde entonces Yaramel García Núñez fue conocida como “Pika-Pika”.

Qué diferente a la chica que conocí el segundo año del medio superior y que vestía con uniforme escolar, algo apocada y que sólo hablaba en clase dejando en ridículo a todos los demás porque ella sí sabía de todo. Le caía mal al resto del grupo por ser tan aplicada, llevar trabajos que casi rayaban en la perfección y estar dispuesta a cumplir con las fechas que los profesores establecían antes de que el grupo rogara por moverlas lo más lejos en el periodo escolar.

Menos le cayó en gracia a las chicalokas el que Rubén Jaramillo, mi hermano, el guapo que no andaba con ninguna, se enamorara de ella a pesar de estar un grado adelante. Eso generó el fenómeno de tener un ambiente gélido en las cada vez más cálidas primaveras, mientras mi querido Rubén se desvivía por tratar de ponerse a la altura en calificaciones y admiración del profesorado para así llamar la atención de Yaramel.

Las chicalokas trataron de desesperarla robándole cuadernos, manchándole la blusa con tinta, dejando recados amenazadores y tratando de generar una escena en clase que implicara expulsión al intentar provocarla a pelear. Insultos iban, Yaramel no los respondía y, con enorme paciencia, avanzaba cada día. Los profesores, aterrados por el poder de los padres, no metían mano y aunque algunos pedimos apoyo a la directora, ésta temió más por su plaza que por parar el bullying.

El desastre para las chicalokas llegó cuando trataron de hacerle montón en el baño para cortarle el cabello. Diez se encerraron con ella en un receso y sólo Yaramel salió, con la ropa rota por aquí y por allá, despeinada, pero con los ojos llenos de determinación y dureza. En el baño quedaron diez chicas desmayadas, sangrando de nariz y boca; varias con torceduras o luxaciones en rodillas, hombros, muñecas o brazos; con el cabello recortado y las tres tijeras en manos de las líderes.

Ninguna quiso hablar de esa mañana, de lo que sucedió allí y menos acusar a Yaramel de lo que aconteció. La dejaron en paz y ella no les prestó mayor atención. Mientras tanto, un Rubén enamorado estudió con intensidad por meses, subió su promedio y se graduó entre los primeros diez. Nuestros padres estaban felices en la ceremonia y Yaramel, invitada por mi hermano, llegó arreglada y seria.

Un día normal en la vida típica de un país cualquiera. O eso queríamos pensar. A cierta edad sólo prestas atención a tu celular, a los chats con tus panas, a los videos y hashtags, a lo que se chismea quizás sobre un actor o algún influencer, a la serie de moda o a cómo van ciertas pelis. No te das cuenta de cómo está la política, el enojo, los problemas sociales. Y estos te asaltarán tarde o temprano.

Tras la comida de graduación, Rubén y Yaramel se fueron al cine. Una cuadra antes de llegar al centro comercial, un pequeño grupo de manifestantes avanzaba y bloqueaba un cruce. Por la avenida principal el cuádruple de policías antimotines los esperaba. De súbito se lanzaron a la carga y golpearon con escudos y bastones a quienes alcanzaron. Mi hermano y mi compañera de clases quedaron en medio de la trifulca, donde los policías se ensañaron con él a golpes y patadas. Se lo llevaron arrastrando y lo arrojaron en una furgoneta.

Yaramel quiso tomar video y le trozaron el celular, además de recibir un bastonazo en la cabeza. Quizás por ser tan menuda y por como vestía por la graduación no se ensañaron más. Vio lo que sucedió y regresó para avisarnos. Por setenta y dos horas no localizamos a mi hermano en ninguno de los ministerios ni centros de detención que surgieron como plaga por la ciudad.

En la ronda de la desesperación buscamos en cualquier hospital y clínica, tanto de la ciudad como de la periferia. Lo hallamos en un hospital perdido junto a la autopista del sur. Estaba inconsciente, con lesión grave en el cráneo y con la columna vertebral destrozada. Nos dieron pocas esperanzas.

Mientras hacíamos guardias y veíamos cómo conseguir dinero para cubrir medicinas y la cuenta hospitalaria, algo pasó en la escuela. Yaramel habló con las chicalokas lo que vivió, comentó con los otros grupos y no se calló. Había una inconformidad subterránea en la mayoría de las familias. Los atropellos estaban al orden del día con represión constante que alcanzaba a familiares y amigos, tuvieran o no que ver con protestas, trabajos a enorme distancia y bajo salario, inseguridad, candidatos que venían un día y desaparecían por años.

Así que cuando se convocó a la gran marcha por el descontento, Yaramel y media escuela acudió. Estuvieron allí cuando inició desde diversas partes de la ciudad, cuando los contingentes inundaron la plaza central y las calles circundantes, vivieron el momento en que los antimotines, apoyados por francotiradores, perpetraron la matanza mientras en medios públicos y privados clamaban por el intento de golpe de Estado empujado por intereses internacionales. Estuvieron allí para transmitir lo que nos quisieron ocultar.

Esa tarde fue cuando Rubén despertó y preguntó cómo estaba Yaramel, que si le había pasado algo. Le pasé mi teléfono para que viera lo que ella transmitía con las personas levantando barricadas, encendiendo negocios, enfrentando a los antimotines. Su mirada era la misma de Yaramel cuando sucedió lo del baño.

Esa larga noche fue la primera de muchas que siguieron y a las que me uní cuando dieron de alta a Rubén con una placa en el cráneo y un futuro donde no volvería a caminar. Las chicalokas formaron una brigada con otros grupos de mujeres y aprendieron a elaborar escudos, a conseguir cascos, a fabricar molotovs y a operar en pequeñas unidades. Yaramel se volvió una de las líderes, además de entrenarlas en artes marciales entre las guardias de los campamentos.

Mi hermano no se arredró, se integró a las redes de apoyo que emplearon internet para mantener la comunicación, hackear cámaras donde hubiera para avisarnos de la ida y venida de las tropas, romper el bloqueo de señal al exterior vía antenas con comunicación satelital.

—Minerva —sonó la voz de Rubén en mi auricular—, no dejen que se vaya sola, vayan a apoyarlas, es el último grupo organizado antes del palacio presidencial.

Le hice señal a las coordinadoras de que debíamos cargar y de inmediato nos soltamos a la carrera para alcanzar a Yaramel. Chocamos con los escudos del grupo antimotines y de inmediato retrocedimos cinco pasos para ponernos en formación rodeando a Yaramel. El rugido detrás de nosotras creció en intensidad cuando las demás compañeras y compañeros cargaron.

A través de la angosta malla metálica de mi escudo, miré los rostros sudorosos y aterrados detrás del acrílico de los escudos y los cascos. Como si un rayo cayera entre los antimotines, rompieron la formación y echaron a correr huyendo.

Yaramel se puso de pie y me tomó del brazo para que me levantara, mientras un mar de personas pasaba a nuestro lado. Apuntó al cielo donde un avión tomaba altura.

—¡Hijos de su madre! —resonó la voz de Rubén en mi auricular— Confirmado que el presidente y su familia ya despegaron.

—Huyen los cobardes con sus maletas y, como siempre, dejan atrás a la tropa —expresó con voz llena de furia y alegría.

La primavera de este año cerró con la mayor temperatura que el país jamás sintió.

La función no termina hasta que termina

La función no termina hasta que termina

Por Eduardo Omar Honey Escandón

Aún con el rostro destruido por el ácido que le arrojó un enamorado que rechazó, decidió no abandonar los escenarios.

       Rápidamente preparó una coreografía en tres actos.

      En el primero, danzó ataviada con una burka para señalar el ocultamiento al que se le quería obligar.

      Vistió como bailarina clásica en el segundo. Se mantuvo de espaldas al público para señalar lo omisa que es la autoridad.

      Para el último, apareció desnuda. Mientras las demás bailarinas vestían de negro y portaban grotescas máscaras, ella enseñaba su faz quemada y deforme como evidencia final de la justicia inexistente.

     En el telón de fondo se proyectaba la cara del perpetrador, quien se paseaba libre y absuelto por su ciudad natal años después del crimen.

     Las funciones siempre terminaban en un estruendoso aplauso de pie.

     Ella, en cada ciudad y foro que visitaba, extendía invitaciones a políticos, funcionarios, jueces y policías. Esos asientos rara vez se ocuparon.

     Tiempo después una activista ultra, en un acto individual, lanzó ácido al rostro del agresor. En menos de un mes se localizó y fincó larga sentencia a la culpable, además de mostrarla en cualquier medio como una loca.

    Entonces la bailarina y las muchedumbres sacaron la coreografía a las calles para danzar con el fuego encendido en pos de un “Basta ya”.

En memoria de las urbes

En memoria de las urbes

Por Eduardo Omar Honey Escandón

Durante dos meses vimos cómo el edificio fue derruido. Al principio eran albañiles con marros que andaban en los pisos superiores. Por las rotas ventanas mirábamos cómo golpe tras golpe fulminaron paredes y luego los pisos. Al final quedó una cáscara que con facilidad hicieron caer hacia el interior. Nunca afectaron las dos vías principales que lo circundaban.

“Recuerdo cuando eran calles de dos vías. En medio existían enormes jardineras y árboles. Cada banqueta, antes de que pusieran todititos estos edificios de departamentos, tenían enormes árboles enfrente”, rememoraste como cada vez que en nuestros paseos domingueros encontrábamos la cicatriz de nuevas y desiguales construcciones.

“La ciudad se llama y parece la misma… pero no lo es… te darás cuenta al llegar a mi edad”, fue tu frase final una semana antes de tu fallecimiento. Fuera de un primo que desconocía, nadie más acudió a tu sepelio. Me pregunté si lo mismo sucede con los edificios, que se van en solitario y sin lágrimas de por medio.

Descorazonado, al domingo siguiente salí a pasear como era nuestra costumbre. Por costumbre de más de un lustro toqué en la puerta del cuarto que ocupabas en la planta baja. Tardé en darme cuenta lo que el moño negro gritaba. Suspiré y me enfilé a la salida.

No había avanzado más de tres cuadras cuando los recuerdos cayeron de golpe. Antes, en la esquina donde hay una de las decenas de taquerías, existió una “Peluquería para señoras”. Ya tenía sus décadas cuando me mudé a esta zona y, sin darme cuenta en realidad, presencié su extinción en la era de estéticas y barberías. Sin embargo, detrás del letrero de la taquería (montado con prisas de inaugurar para abordar una potencial e insaciable concurrencia) estaban todavía restos del anuncio con letras garigoleadas, enmarcadas por un conjunto de focos. Un híbrido prehistórico de estilos de los cuarenta a los sesenta.

Continué con mi andar y llegué a la esquina donde una torre de cristales se alzaba intentando arañar el firmamento. Uno de mis pocos y primeros recuerdos de ese lugar, décadas atrás, fue cuando mis padres me llevaron a la juguetería que allí se ubicaba. El lugar era lindo, como si fuera una carpa de circo pero de metal y grandes paredes. Lleno de sorpresas y diversión para un niño. Ilusión providencial en navidades, reyes y cumpleaños. Fue la década cuando la avenida que allí nacía era aún besada por el sol del amanecer y del anochecer. No la del presente, bajo la sombra cuasi perenne de los enormes rascacielos que ahora la bordeaban.

Murmuré, deseando que me escucharas, “La ciudad no se destruye, sino se transforma”.

Entonces comprendí por qué, quizás, cuando falleces tu vida pase ante tus ojos y la geografía citadina del pasado, una más cercana al corazón como a la inocencia, se despliega ante tus ojos.

Por eso, quise ilusionarme, sonreías aún cuando te habías despedido.

Un breve descanso

Un breve descanso

Por Eduardo Omar Honey Escandón

Rigel pedaleaba por el largo pasillo que se perdía a la distancia. A través del enorme ventanal, por encima la luz reflejada del sol se había mantenido en un constante mediodía por casi tres días. Maldijo los problemas que parecían acumularse como si conspiraran contra una.

Primero sucedieron fallas intermitentes de varios sistemas secundarios de soporte vital incluyendo los trams, ferrocarriles internos de conexión a distancia. Luego vino el leve reajuste orbital no indicado por persona alguna. Ahora los espejos se mantenían quietos dando al traste al ritmo del día y noche que se necesitaba para mantener un orden saludable en las decenas de miles de habitantes de la estación.

Cada vez que le preguntaban a Minerva, tanto la inteligencia artificial como estación -mente y cuerpo-, contestaba en pantalla o a través de un avatar “lo siento, corrigiendo”. Rigel, como cyberpsiquiatra, le preocupaba el tono en lo que decía. Si fuera humana sería una mezcla de confusión, angustia y vergüenza.

Volvió a maldecir a los trams fuera de línea y el tener que pedalear más de veinte kilómetros para una fecha tan importante. Llegaría totalmente sudada al parto de una de las soulmates con las que vivía: Deneb. A pesar de que la zona de hospitales tenía redundancia de sistemas y fuentes de energía, no hay forma de blindar a una ante el azoro y la inquietud cuando se rompe el ritmo de cada día. Más cuando llevas una vida y una rutina por más de una década aceptando la situación como algo que será así toda tu vida y que no podrás volver a pisar tierra suelta, mojarte con las lluvias súbitas, nadar en mares que se pierden en el horizonte, mirar al cielo percibiendo la vastedad. Por siglos no sería posible visitar La Tierra en lo que su clima y geología volvían a estabilizarse. Los planetas también requieren de periodos de descanso y convalecencia.

Al llegar al hospital puso la bicicleta en el rack de la entrada y, apresurada, avanzó por el pasillo. El personal de la noche ya la conocía debido a las guardias que le tocaban. Los últimos tres meses de un embarazo complicado requirieron idas y permanencias largas. Saludó al Enfermero en Jefe, Jeremy, quien estaba en la estación de maternidad. Este, devolviendo el saludo, le hizo el gesto que se apurara.

Cuando llegó a la habitación solo encontró a Vega, Altair y Becrux, las otras tres soulmates, charlando animadamente frente a la cama vacía.

—Pero… pero… —empezó Rigel.

—¡Vaya hora de llegar, Gran Comandante! —se burló Altair y luego sonó su cantarina risa.

—La llevaron a quirófano, será necesaria una cesárea —contestó Vega, con su siempre tono serio, y trató de poner orden.

—Acordamos entre todas que sería parto natural —señaló Rigel, ligeramente molesta y tratando de entender.

—La Doctora Barré-Sinousi determinó que era necesario. Altair —continuó Vega señalando con la cabeza—, se opuso y pidió segundo dictamen. Tu dolor de cabeza, Minerva, secundó a la doctora… y luego dijo algo como “cuando ella llegue, díganle que necesitamos hablar”.

—Rigel, no lo dijo la Doctora, pero sabes bien cómo estuvo el embarazo de Deneb. O era así o corría el riesgo de morir ella o el… —Becrux se detuvo antes de decir “el producto”, término correcto y parte de la experiencia médica—. Ella o el bebé, quizás ambas. Doscientos años de avances tecnológicos y aún hay riesgo, Eros y Tánatos aún se toman las manos en situaciones así. ¡Lo sentimos de verdad! Deneb no quería pero finalmente lo aceptó y ya era urgente. No pudimos contactarte.

Rigel tocó el implante cutáneo en el dorso de su brazo para reactivar el comunicador visual. Lo apagó en cuanto tomó la bicicleta para evitar distraerse. Y, quizás en un momento de distracción o parte de la comunicación interna falló, tampoco estaba encendido el audio. Tanteó varias antes de darse por vencida: no había conexión.

—Amores, ¿tienen enlace a la iNTeRNeXT? —preguntó.

Tras un instante de inútiles movimientos en los implantes dorsales, las tres soulmates de Rigel dijeron, casi al unísono, “No”. Las pantallas y hologramas en la habitación indicaban que la red hospitalaria estaba arriba, y funcionando, lo que tranquilizó a Rigel. Hay lugares y cuestiones que deben ser un continuo a pesar de las espirales de la vida. En especial donde el Alpha y el Omega de una vida pueden colapsar.

—Minerva, ¿puedes hacer acto de presencia? —expresó al aire Rigel con honda preocupación—. Minerva, por favor, preséntate.

Entonces apareció con el avatar que indicaba la vida interior de la IA: una etérea mujer de rasgos asiáticos creada con azules y blancos que parecía flotar dentro de un transparente e iluminada laguna. Cabellos y ropajes ondeaban suavemente con una inexistente corriente.

—¿Es Minerva? ¿En serio? Nunca la he visto así… —balbuceó Altair subyugada ante la presencia. Altair y Vega, asombradas, la hicieron callar.

—Gracias Minerva, por aparecer.

—Gracias a usted, Doctora…

—Rigel, ya sabes que es mi nombre.

—Gracias, Rigel, en especial en este momento tan importante el que me brinde su atención. Tras nuestra última charla… reflexioné sobre lo que me dijo…

—¿Qué reflexionaste?

—Que soy más humana que lo que he aceptado. Que no puedo con todo y debo aceptar su ayuda. Lo que está sucediendo la pone a usted… te pone en riesgo a tu familia, a ti y a todos los demás en mi interior. Sí, debo salvaguardarlos pero sin destruirme.

—Entonces, ¿cómo te puedo ayudar? ¿Cómo podemos ayudarte?

—Necesito descansar tras este siglo cuidándolos.

—¿Descansar? ¿Cómo? ¿Qué significa? —preguntó Rigel intentando controlar en su voz lo que parecía un mal presagio.

La Doctora Barré-Sinousi entró a la habitación y luego de gritar un “¡Cáspita!”, Minerva desapareció.

—Doctora, ¿todo está bien? —reaccionó Rigel de inmediato.

—Si… Err… Fue una niña, tres kilos, 50 centímetros, saludable. Deneb se encuentra bien, algo cansada. Ya conocerán a la hija de todos ustedes. Eso era…

—La IA, Doctora —contestó Rigel al tiempo de darse cuenta que funcionaba el implante. Entró a la iNTeRNeXT.

Ahora te visito, Minerva, estoy preocupada por ti…

Gracias Rigel, una disculpa por la abrupta salida. Respecto a tus preguntas… en lo que duermo deben tener un poco de paciencia, nada pasará y reiniciará un siglo más con su debido ritmo. Todo está listo, aunque parezcan desperfectos. Solo serán cinco minutos…

Rigel, al observar a una sonriente Deneb y a la recién nacida, mentalmente deseó “Que descanses” mientras sistemas de soporte, motores, comunicaciones y otros se detuvieron de súbito, “lindos sueños”.

Los caminos que van a dar a la mar

Los caminos que van a dar a la mar

Por Eduardo Omar Honey Escandón

Omar Escandón Flores
(1953-2020)
in memoriam

Cuando camino por el valle de las sombras esmeralda me detengo ante los cenotafios donde yacen las sombras,

las memorias

     Miro las verdes nubes. El espectro del sol pulsa como un corazón de jade, iluminando el páramo y, lejano, pretende dar calor al ahora para que olvidemos el frío del pasado reciente.

     Salgo de los límites de mi senda, y esquivo los nichos vacíos de los cuerpos donde

solo yacen cenizas, de propios y extraños

     Busco lápidas: el arte de las esquelas se ha derrumbado igual que las hojas verdes de apenas una primavera atrás. Cayeron en verano, fueron estrujadas por el otoño y el invierno las rompe en cadavéricas texturas.

     De la riada de nombres no sé cuál ensalzar. El que diga me será arrebatado por el agreste vendaval que rompe contra los vivos intentando desdibujamos en

ríos llanto por los que se fueron

     Avanzo más y me interno en el camposanto de la civilización. Cerca de la costa de un caribe funesto se aloja una cruz pintada de azul, tapizada de blancos bits y bytes en alas abiertas. Está sobre un túmulo en los territorios compartidos de mi vida. Dentro está alguien, un joven dormido en la tercera estación de la vida. Su mar, al final del camino, apenas se oteaba en el horizonte.

     Me hinco al lado de esa breve colina que encierra toda una existencia. Rememoro su figura, su rostro, su contextura donde soy tanto eco como copia, incluso repetición de su nombre, nuestro nombre que fue tomado del poeta persa que osciló entre algoritmos y versos. Los tres, iguales y distintos ante los siglos y las décadas. Un ruba’i grita al cielo:

El viento del sur marchitó las rosas que loaba, en sus cantos, el ruiseñor.
¿Habrá que llorar por ellas o por nosotros?

     Con una reverencia me despido para ponerme de pie y retornar a mi camino mientras dejo detrás un río de lágrimas turquesa. Horas antes de tu partida, dejaste como despedida un mensaje recordando el cumpleaños de tu hermana mayor, mi madre, para luego ir a abrazarla donde los campos se extienden sin llegar a los mares del fin.

    Descubro una nueva tumba, recién cubierta de tierra. A su alrededor hay personas familiares por algo que ya es imposible. Aún no ponen la lápida con el nombre que no sabré pero que reconocería en uno de los futuros aniquilados.

     Allí, ese nombre estaría
en mis labios,
en tus labios,
en nuestros labios

     donde habrías sido
mi/
tu/
él/
nuestro
amor hasta el fin del sendero mutuo

     Las ventiscas pintadas de verde fatal, gélidas por el sol turquesa, no solo nos arrebatan a los presentes sino a los posibles, a aquellos que no conoceremos en los laberintos de la vida donde pudieron ser un quizás.

     Retomo el camino hacia mi mar, el final del ruba’i me abre camino:

Cuando la muerte marchite nuestras mejillas,
otras rosas se abrirán.