Walkman

Walkman

Por Ailton Téllez Campos

El olor rancio de las frituras y el rechinar de los botones nos envolvía mientras jugábamos una ronda de Mortal Kombat. Una vez que terminamos de jugar, mi amigo agarró de entre la basura acumulada en el fondo de su mochila, un Walkman que había adquirido de segunda mano en un bazar; a la carcasa azul le faltaba viveza, sin embargo, seguía funcionando. Para comprobarlo, del clóset de mis padres tomé a escondidas una caja de madera donde el viejo conservaba recuerdos de su juventud, entre ellos, unos cuantos casetes.

Cuando aprendimos a usarlo correctamente, esperábamos cada quien su turno para utilizarlo, mientras unoveía al otro mover la cabeza con los audífonos puestos. Al percatarse de que el cielo estaba oscuro, mi amigo volvió a guardar el Walkman en su mochila y chocamos los puños sabiendo que al otro día en la preparatoria seguiríamoshaciendo lo mismo durante los recesos. Así fue por un par de semanas, hasta que una tarde se le olvidó que lo había dejado en mi casa.

El acné desapareció. Cursando la universidad nos seguíamos reuniendo en mi casa para platicar, pero cierta distancia nos hacía ver cada vez más como dos extraños entablando una conversación por primera vez.

Años más tarde, me asombra que, al día de hoy, la carcasa siga manteniéndose intacta, exceptuando una que otra rayadura. Desafortunadamente, el mecanismo no soportó la batalla contra el tiempo.

El pistolero 

El pistolero 

Por Oswaldo Hernández

Para mi tío “Pollo”

Mi pistolero tomaba mis piernas como cabalgata hacia su pequeña aventura cuando conducía aún el Volkswagen Brasilia. Eran tiempos hermosos. Sus diminutos dedos se rosaban con mis manos al ponerlas al volante, dábamos la vuelta y después sonreía y aplaudía. Hacía esos sonidos con los que los bebés están acostumbrados a hablar y tú tratas de darles un significado que no existe.

El apodo se me ocurrió porque así crecimos todos en mi casa. Siempre relacionamos cosas que se parecen a las personas y dejamos que el tiempo las añeje para que después sean conocidas así por el barrio. El pequeño pistolero es hijo de mi sobrino, el brillo de la casa y también del vecindario. Él y su mujer viven conmigo y mi señora. Si les parece extraño que le tenga tanto cariño, es que bueno, son niños. María Luisa y yo nunca tuvimos. Fue como si su útero estuviera lleno de arcilla inservible, pues nunca pudimos concebir. Yo le dije que era castigo de Dios por cómo ella trataba a veces a sus empleados, a la gente cercana, a su familia y demás, y siempre me tachó de testarudo.

La vida nos trató bien a María Luisa y a mí, y aunque siempre quisimos hijos, a la larga entendimos que no se podría y que llegaba a ser culpa de ambos. Nuestra familia fue grande siempre, vimos niñas y niños venir e ir. Los abrazamos, cambiamos pañales, jugamos con ellos y demás, pero desde que Perico, mi sobrino, empezó a trabajar con nosotros y nos dio la noticia de que su mujer estaba embarazada, fuimos los más felices del mundo. Un hijo nacido bajo mi techo fue como si naciera del vientre de María Luisa. Fuimos los primeros en comprarle todo lo que iba necesitando.

El negocio marchaba excelente y eso nos dio la oportunidad de apoyarlos. Nuestros empleados conducen camiones urbanos rojos. De ahí que no tuviera la preocupación de seguirlo manejando, porque fui chófer durante mucho tiempo de lo mío. El trabajo fluía como agua, no había que buscar comida por donde fuese. María Luisa servía los platos, acomodaba la mesa, y tanto ella como Perico, su mujer y yo, disfrutábamos de un buen platillo. A Perico yo le di trabajo; desde niño quiso mostrar el colmillo afilado que tenía por trabajar. Salió de su casa con quince y se vino pa’cá . Vaya pleito que me eché con mi hermano, su padre, por dejarlo trabajar y vivir enteramente conmigo.

El tiempo no se cansó de caminar, y a cuestas de que las cosas van bien, uno no visualiza cuándo saldrán mal. Es como si la delgada línea del horizonte te llegara en un segundo a los ojos y cuando parpadeas estás frente a ella, todo pavoroso porque queda aún un paso que dar. El negocio siguió igual, pero los pleitos con María Luisa aumentaron. Mi salud empezó a cobrar factura de todo y no hubo más que contratar otros choferes, confianza que puse enteramente en Perico. 

Dios me trató bien, pero la vida siempre deja el sabor de que algo te puede quedar a deber. Esa arcilla inservible que pareciera que María Luisa tenía en las entrañas pasó toda a mi cuerpo, hasta parecía como si fuera brujería, en específico a mis pulmones ennegrecidos por el cigarro. El doctor hablaba de un “sin marcha atrás”. Bien dicen que uno no sabe para quién trabaja.

Ya entrados los meses me fue más difícil respirar e incluso estar de pie. María Luisa tenía muchas desatenciones conmigo, tuve que pedirle a la mujer de Perico que siquiera me pasara el pato para orinar, con toda la vergüenza del mundo. Ella fue mi enfermera esos días negros; yo la quería mucho, la apreciaba como si fuera mi nuera y a mi pistolero como si fuera mi hijo. Dudé mucho de la actitud de María Luisa esos días, inclusive, me perdone Dios, deseé nunca haberme casado con ella. Sólo mientras le di techo, comida y le serví, después se terminaba el amor.

Parecía que venían mejores días. La mujer de Perico estaba embarazada del segundo varoncito de la casa y mi pequeño pistolero cumplía un año de edad. Fue una fiesta con pocos invitados, pero con mucha familia. Mis hermanos que no veía hace tiempo, gente de Guadalajara y demás personas que siempre tuvieron mi aprecio; un pastel y otras cosas que se ponen en las fiestas de niños. Mi cáncer estaba más grave, pero estaba feliz de verlos a todos reunidos. Mi hermosa nuera se me acercó con el pistolero y me lo puso en el regazo para una foto. No pude evitar volver a acordarme de cuando lo sacaba a pasear en el Brasilia a dar la vuelta al centro y él se emocionaba por ir manejando el volante conmigo. La foto, dijo María Luisa, la pondría en la sala pero ya no alcancé a verlo. Mi cuerpo se hizo débil como quien soporta la carga de la vida como el peso más grande del mundo y volvió a la tierra de donde salimos todos, por allá en diciembre. 

Lámparas de soldar 

Lámparas de soldar 

Por Silvina Maiuli

Sé qué es una lámpara de soldar. Sé que mi abuelo era plomero. Sé todo lo que pude saber sobre él hasta que estuve por cumplir quince. No fue tanto. Pasó mucho tiempo. Me caía bien. Tenía algo en los ojos, algo con su bigote que lo hacía parecer un buen hombre. Lo era. Sé que fue a la guerra, a una guerra. Sé que nunca estuvo en el frente, se hizo amigo de un médico, se hizo su ayudante. Sabía si alguien tenía fiebre tomándole el pulso. Sabía dar inyecciones. Sabía cómo se amputaba una pierna, aunque le hubiese gustado no saberlo.

Tenía las manos ásperas, a veces. Le echaba la culpa al trabajo, sin quejarse. Nunca se quejaba del trabajo. Tener trabajo, el que fuere, era algo bueno. Tener una huerta en la terraza, una casa levantada con sus manos, también. Los tomates de la huerta, incluso, eran algo bueno. La ensalada con orégano y el tuco con albahaca. Mojar el pan en el tuco. El pan en el vino con soda. Sé que frotarse azúcar y aceite de oliva en las manos las deja suaves. Él me mostró una tarde en la cocina de mi casa, vino a arreglar los caños del lavadero. Me dijo que no le gaste todo el aceite a mi mamá y que, si ensuciaba, lo tenía que limpiar. Sé que era hombre y sabía limpiar, cocinar, hacer la cama. Los demás no sabían. Sé que extrañaba su país y hablaba mitad y mitad. Sé palabras en dialecto calabrés. No me acuerdo de muchas. No tengo idea de cómo se escriben. 

Sé que vino hasta acá en barco, buscando algo, esperando que todo fuera mejor. Tardó ochenta y ocho días en llegar. Sé que el mar le daba náuseas, que llegó con doce kilos menos y ya era mucho decir para alguien que venía de la guerra. Sé que tenía hijos altos, más que él. Tres varones y otro que no vivió. Sé que le hubiera gustado tener una nena también. Sé que vino primero y solo, sé que mi papá nació allá mientras él se mareaba en el barco. Sé que tardó casi un año en conocerlo, que esperó a mi abuela y a mi papá en el puerto, que cuando lo vio por primera vez ya caminaba. Sé que salía a trabajar antes que el sol y que los días de lluvia el barro se le metía en la casa. Sé que hacía más de veinte cuadras con botas de goma y un bolso pesado lleno de herramientas para llegar a la parada del colectivo. Sé que todo lo que hacía, lo hacía por el futuro. Sé que nunca llevó a sus hijos al trabajo ni les enseñó más de lo necesario para poder arreglar una canilla rota en sus casas. Estudiar y no ser plomero también era algo bueno.

Sé que se parecía a mi papá. En la cara, en la forma de fumar, de pararse y de levantar una sola ceja por vez; también en la falta de pelo en la parte de arriba de la cabeza. Sé que él sabía que fumar no era bueno. Sé que tenía cardiólogo y remedios en la mesita de luz y en los bolsillos. Íbamos en tren al parque. Llevaba una pelota debajo del brazo, pero no podía correr. Sé que quería tener cuerpo de veinte y cabeza de setenta. Sé que nació cerca de un acantilado, en un pueblo de roca frente al mar, un pueblo viejo que se está por morir desde hace años. Es un pueblo sin hijos ni nietos. Regalan las casas vacías para que alguien vaya y se quede.  Quizá alguna sea la suya. Nunca fui. Sé que él nunca pudo volver o quiso dejar los recuerdos como estaban, allá lejos y mejores. Vi en un álbum las fotos del pueblo, de las calles de piedra angostas, de mi abuelo sin color, sin bigotes, sin canas; las fotos cubiertas con papel celofán. Quizá era otro tipo de papel. Translúcido, amarillento, crujiente. Papel manteca. Papel de seda.

Sé que se puede volver de la escuela en un Fitito celeste sin caño de escape. O en un Citroën 13v con olor a nuevo. Y que, además, se puede comer galletitas en el asiento de atrás. Sé que los domingos lavaba el auto en la vereda, aunque no estuviese sucio. Sé que tomaba cinco cafés por día. En taza chica. Sé que igual podía dormir toda la noche sin desvelarse.

Sé que a veces cuanto más lejos se tiene a alguien, más se escucha su voz. Más vuelven sus ojos, sus manos. Sus palabras que no están. Sé que me dejaba ganar en la Casita robada y que me hacía creer que yo era su favorita. Sé que cada una de mis primas también creía lo mismo. Sé que mi papá lo extrañaba. Ahora sé que yo también lo extraño. Sé que el tiempo de un abuelo no alcanza. Sé por qué mi papá recorría tiendas de antigüedades los fines de semana para conseguir lámparas de soldar viejas y oxidadas. Sé por qué las restauraba, las dejaba brillantes y las acomodaba en una estantería. Hasta que se quedaba sin estantes y hacía lugar en otra parte de la casa para traer otra estantería y más lámparas. También sé por qué mi mamá no se quejaba de eso. 

Sé cómo se cargan las lámparas con aceite, cómo se limpian si se chorrean, cómo se ajustan y se encienden. Sé que mi papá tenía que encenderlas, al menos una vez cada una, para comprobar que funcionaran; aunque nunca iba a darle uso a ninguna. Decía que cuando él ya no estuviera y quisiéramos venderlas, iban a tener más valor si funcionaban. Sé que lo que quería era ver la llama anaranjada y sentir el olor del aceite quemado cada vez. Sé que, además de soldar cañerías, tubos y canillas, esa llama sirve para iluminar recovecos oscuros. Mi abuelo me lo dijo cuando metió la cabeza en el bajo mesada ese día en el lavadero. Sé que esos momentos luminosos hay que guardarlos por si todo se apaga; para arrimar las manos y sentir el calor de la luz. 

Sé que una mañana de enero mi mamá me despertó demasiado temprano. Llamaron por teléfono. El abuelo se había ido. Hacía mucho calor.

Exilio

Exilio

Por Jorge Rolando Acevedo

Desde la ventana de un casucho viejo,
abierta en verano, cerrada en invierno.

Miguel Ramos Carrión

¡Una sombra profunda y alargada!
Una calle, un sendero, un porqué.
A través de la ventana
una tristeza vaga sin importancia.

En el vidrio: una reja, un ruego;
en los ojos, el alma; en el árbol, la soledad.
¡Perder la memoria, mutilar el recuerdo!
(Angustia pasional de no arder como el fuego).

Un pájaro reposa en la rama más lejana:
una palabra peregrina, 
otra palabra tempestad.

Cada domingo, una melancolía.
Cada sábado, una nostalgia.
Cada minuto, un exilio.

Malas memorias

Malas memorias

Por Khatia García

En casa tenemos un frasco para las malas memorias. Mamá deposita los moretones de los días y papá los errores de los años.

Las malas memorias se juntan, pero no se acaban y el frasco no es lo suficientemente grande para guardarlas todas, así que mi hermana y yo lo vaciamos cuando vemos que están a punto de derramarse; las enterramos en las macetas, cuyas plantas aún no están marchitas, lavamos el frasco y lo regresamos a su sitio. 

Un día mamá y papá discutieron, sacaron las malas memorias del frasco y de las macetas, se las aventaron uno al otro hasta que ambos se cansaron. Parecían sangrar.

Después de eso, decidieron que las malas memorias irían en frascos separados, en casas separadas. Mi hermana y yo nos hicimos cargo del frasco que nos correspondía. Con el tiempo ellos dejaron de utilizarlo, por lo que los recipientes se heredaron y nos tocó a nosotras hallarles un uso.