Por Ana Laura Bravo

Compartíamos una esquina. Al principio lo confundí con un montoncito de basura de esa que se acumula sin que uno se entere y que en las penumbras cobra formas familiarmente monstruosas. No habría reparado en su menuda existencia de no ser porque un día me acerqué demasiado y me dijo que lo había pisado. No me disculpé. Lo miré: aunque era un poco más pequeño se parecía a mí. Consideré matarlo en ese instante, pero al final retrocedí hasta mi lado de la esquina.

Si soy honesta, me dio lástima. No suponía una amenaza, aunque sí podría serme útil más adelante, a lo mejor en invierno, cuando la comida escaseara. Por lo pronto, lo dejaba compartir lo que pescaba: presas menuditas, tan miserables como nosotros pero suficiente alimento para los dos.

Pasábamos los días en casi absoluta quietud. A veces sólo tratábamos de no ser vistos. Nos borroneábamos en el color de la pared, entre sus sombras y relieves, dormitando entre una comida y otra. Sin embargo, manteníamos una vigilancia permanente: yo lo observaba a él y él a mí. También cualquier movimiento cercano, y de vez en cuando la televisión, aunque no entendía mucho de sus colores brillantes. Me hacía sentir incómoda o, más bien, ignorante porque a pesar de mi excelente visión no lograba comprenderla. Lo único que me gustaba de ella era que su luz atraía a las polillas.

Incluso con tanto qué vigilar, si entraban en la habitación, nos concentrábamos en ellos. Eran demasiado grandes para ignorarlos, aunque rogábamos que ellos nos ignoraran. Los había visto atacar y matar a otros con tal facilidad que, cada vez que uno se aproximaba, me encogía y sentía mi cuerpo temblar como si una mente secreta le susurrara que podíamos ser aniquilados en cualquier momento.

También él les tenía miedo. Una vez, después de que uno de ellos salió de la habitación me confesó, porque no podíamos dialogar de otra manera, que en cierta forma los odiaba, no por ser grandes y peligrosos, sino por ser impredecibles. ¿Qué es lo que quieren, por qué están aquí?, me preguntó. Yo tampoco lo sabía, pero había una pregunta que me inquietaba más: ¿Por qué nos concedían vivir? Tenía que ser intencional después de vernos tantas veces, de presentir que se referían a nosotros cuando señalaban nuestra esquina y luego, quizá por simple apatía, nos dejaban quedarnos un día más. Sé que lo harán, continuó diciendo, más para sí mismo que esperando una respuesta. Tarde o temprano terminarán con nosotros, ni siquiera necesitan una razón para hacerlo. No dije nada. Para mí se trataba del pacto más antiguo y franco de la naturaleza, si acaso también estaban sometidos a ella: mientras no los molestáramos nos dejarían en paz.

No sólo eran enormes, eran horrendos. Ni siquiera si hubiera podido cazarlos me habrían parecido apetecibles y, al parecer, gracias a las coincidencias, nosotros tampoco estábamos en su cadena alimenticia. A veces los miraba cubrirse con capas y más capas de piel falsa y entendía, o creía entender, que incluso ellos sentían asco de sí mismos. Resultaban tan incompletos, interminados, como amputados de la mitad de su cuerpo. Sus manos, en cambio, si me detenía a contemplar esa mínima parte de su anatomía y conseguía ignorar el resto, inspiraban cierta familiaridad y casi ternura, en especial cuando las dejaban quietas a su lado o tamborileaban los dedos suavemente contra la ventana.

Nunca dejaron de asustarme, pero hubo un momento, no supe exactamente cuándo, en que me descubrí ansiosa, esperando que aparecieran para poder observarlos un poco más. Observaba sus cosas, la piel que se desprendían y volvían a ponerse sin mucho esfuerzo; la televisión que parecía ejercer en ellos una atracción similar a la de las polillas y que, además, sólo se iluminaba cuando ellos la tocaban; los restos de las cosas que comían y no se terminaban. 

Cuando admití que me daban curiosidad, él me dijo que estaba perdiendo la cordura. Que me mudara al jardín. Que necesitaba alejarme de ellos para dejar de alucinar que sus manos eran una prueba de que, de alguna forma incomprensible, estábamos vinculados. Este es mi lugar, contesté, Estaba aquí antes que tú, así que si alguien debería marcharse no soy yo. Me alargué un poco y él se empequeñeció todavía más en su rincón sin atreverse a discutirlo. No se quedó mucho más.

En invierno, uno de ellos comenzó a dormir en el sofá frente a la televisión. Después de observarlo algunas semanas y comprobar que dormido era inofensivo, comencé a hacer pequeños acercamientos. Al principio me contentaba con mirarlo de cerca. Luego comencé a recorrer la geografía llena de pliegues y montañas que era su cuerpo, inerte, casi muerto. De vez en cuando intentaba morderlo, aunque mis colmillos no lograban atravesar la grosura de su piel. Nunca me ha gustado la violencia, pero esto solía ocurrir si se movía repentinamente y me tomaba por sorpresa. El resto del tiempo me contentaba con sentir su calor y los bellos casi invisibles que cubrían su piel y me recordaban tanto a mí misma.

Cuando él se marchó confesó que no podía soportar mi comportamiento. Que no me entendía. Había considerado aparearse conmigo, pero cada vez le recordaba más a ellos, como si el contacto me impregnara de lo que eran. Quizá sea una pequeñez, pero simplemente no puedo —agregó— creo que tengo fobia a los humanos.