Los juglares: del arte a la censura en la Europa medieval

Los juglares: del arte a la censura en la Europa medieval

Por Jonathan León

Las historias de hazañas, guerras y conquistas de los diferentes pueblos alrededor del mundo necesitan ser contadas y transmitidas casi como una necesidad biológica e inmanente al lenguaje mismo. La tradición oral, en este sentido, cumple con este papel primordial y ha logrado que, desde la narración verbal, no sólo se pueda contar un acontecimiento acaecido en el pasado, sino que cada uno de los hechos sea parte de la identidad cultural y, por lo tanto, una forma de reivindicación que, de no ser por ciertos personajes, caería en el inevitable olvido. Dicho esto, cada pueblo, en diferentes contextos históricos, ha tenido una figura que funge como recitador o pregonero, tal es el caso de los rapsodas y los aedos en la antigua Grecia o los juglares en la Europa de la Edad Media. De estos últimos hablaremos a continuación. 

Los juglares desempeñaron un papel muy importante en la Edad Media porque se erigen dentro del imaginario colectivo como personas diestras en la recitación pública: recorrían las plazas de los pueblos, donde demostraban todas sus dotes líricas y poéticas (Menéndez, 1957). Sin duda, las historias y obras cantadas se empezaban a difundir por todas las regiones de la Europa medieval, alimentando así la imaginación e intriga de las personas que siempre acudían a escucharlos. Precisamente, ellos dependían de la acogida que les brindaban en las plazas, pues eran una especie de artistas nómadas que viajaban de pueblo en pueblo entreteniendo al público. Los juglares eran músicos ambulantes que no sólo tocaban instrumentos y cantaban, sino que además realizaban todo tipo de actividades para divertir (chistes, magia, acrobacias). Eran de clase baja y no eran compositores, ya que se dedicaban a copiar y plagiar las canciones de los trovadores (Menezes y Carvalho, 2017).

Podemos afirmar que los juglares no eran compositores, más bien eran intérpretes, pero no se puede desmerecer el papel que desempeñaron dentro de la cultura popular del Medioevo porque eran especialistas en diferentes actividades y estaban prestos al servicio de la comunidad. Asimismo, muchos de estos personajes vivían de las limosnas que les iban entregando las personas después de sus espectáculos, algo que los trovadores consideraban una deshonra, pues estaban recitando sus composiciones poéticas (Sáiz, 2009). Esto puede entenderse como un primer antecedente del disgusto de la nobleza en contra de los juglares que, posteriormente, se va a intensificar hasta llegar a la censura.

Gracias a textos como manuscritos de carácter devocional, salterios o libros literarios e históricos como las novelas y las crónicas se forma el concepto de lo juglar, pero desde una visión subjetiva, pues la escritura en este tiempo estaba reservada netamente para la nobleza y eran ellos mismos los que podían leer. Así, la imagen de los juglares llega desde un punto de vista crítico hacia sus actividades sin considerar el valor cultural de sus interpretaciones (Pietrini, 2012). Si tomamos en cuenta que la iglesia siempre jugó un papel importante en la toma de decisiones de la sociedad medieval, las actividades juglarescas como jugar con monos o títeres, lanzar cuchillos y espadas, fingir locura, reír o llorar sin pausa, realizar movimientos que van en contra de la moralidad mientras se desvisten (Alvar, 1981), aunadas al dinero recaudado en apuestas, vino y mujeres, serían motivo de señalamientos por considerarlas obras de Satanás, por lo que también se les empezó a dar persecución a los juglares para castigarlos según la ley eclesiástica, denominándoles “Las cornamusas del diablo”.

En igual medida, a estos personajes se les prohibió el acceso a la escritura, argumentando que dicho proceso tiende a su superación como actores para transformarse en una figura diferente y nueva, la del trovador: poeta, intelectual, operador de la cultura, pero que ya no es más actor y, por ende, aparece la figura del “actor” pagano, que iba en contra de la liturgia, es por ello que a estos actos se los denomina “teatro profano”, a diferencia del teatro religioso que no tenía el tono burlón o juglaresco que se le daba a muchos de los pasajes bíblicos (Dubatti, 2008). Estas prohibiciones o censuras no sólo limitaban los actos de los juglares en las plazas de los pueblos, sino que creaban un miedo colectivo por asistir a ver cualquier representación porque la prohibición se extendió por toda Europa en el S. XIII y la figura del trovador prevalece por ser parte de la nobleza y por ser diestros en el arte de la escritura y la lectura, como se he mencionado antes.

En líneas generales, la figura del juglar que tenemos en la actualidad es la que el clero nos presenta, mas no la de la cultura popular; recordemos que la gran mayoría de personas en el Medioevo no podía leer ni escribir, por consiguiente las narraciones dependían netamente de la tradición oral. No obstante, algunas obras literarias nos permiten rescatar algunos aspectos de lo juglaresco, como el cariño que se ganaron de todos los pueblos por presentarse en las plazas para que las clases no privilegiadas pudieran conocer y apreciar las diferentes manifestaciones artísticas, tanto poéticas como teatrales o circenses, las cuales en la mayoría de los casos estaban destinadas a la nobleza, al clero o al rey. De igual forma, desde el punto de vista literario, lo denominado como juglaresco se relaciona con la aliteración de lo poético y lírico, así como de las artes circenses, dejando de lado la censura que a la que ha sido sometido desde una visión histórica. 

Referencias

Alvar, C. (1981). Poesía de trovadores, Trouvère, Minnesinger (De principios del siglo XII a finales del siglo XIII. Alianza. https://campus.fahce.unlp.edu.ar/file.php?file=%2F950%2FBIBLIOGRAFIA%2FAlvar._Trovadores_Autores_e_interpretes_La_poesia_de_los_trovadores_.pdf

Dubatti, J. (2008). Historia del actor. De la escena clásica a la presente. Ediciones Colihue. 

Menéndez, P. (1957) Poesía juglaresca y orígenes de las literaturas románicas. (6ª ed.). Biblioteca Gonzalo de Berceo, Instituto de Estudios Políticos. 

Menezes, A. y Carvalho, M. (2017). Literatura Espanhola 1. São Cristóvão SE. https://cesad.ufs.br/ORBI/public/uploadCatalago/16162426042018Literatura_Espanhola_I._Aula_01.pdf

Pietrini, S. (2012). Los juglares, cornamusas del diablo: las repercusiones iconográficas de la condena de los entretenedores. Medievalia 1(15), 295-316. https://www.raco.cat/index.php/Medievalia/article/view/268695/356282

Sáiz Ripoll, A. (2009). “Palabras y música” Juglares, trovadores, lengua y cultura en la Edad Media (ejemplos de novela histórica juvenil a través de sus textos”. Revista Cálamo, 1(54), 20-36. https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/7371751.pdf

Fragilidad y olvido, notas sobre la preservación de la memoria

Fragilidad y olvido, notas sobre la preservación de la memoria

Por Armando Vera Pizaña

En algunas comunidades originarias se acostumbraba incinerar las pertenencias del difunto, los objetos que usaban cotidianamente, las prendas que vestían y, en ciertos casos, los espacios en los que moraban en vida. Entre los Wari’ del amazonas brasileño esta práctica de eliminación de las pertenencias era complementaria a un acto de canibalismo mortuorio, sujeto a varias interdicciones consanguíneas: cortaban el cuerpo en pedazos, sus órganos internos eran envueltos, la carne cocinada y luego los restos eran consumidos por parientes extendidos y otros miembros de la comunidad (Conklin, 2001). Se trataba de un acto de compasión y convicción; en esencia, una obligación moral que debía llevarse a cabo tan pronto fuera posible, a pesar del asco que provocaba en los participantes, pues estaba motivado, en última instancia, en la creencia de que dejar algún resto del difunto implicaría dejar en libertad una serie de fuerzas y poderes amenazantes deambulando sin control.

Fuertemente arraigado en la creencia de que cualquier resto del difunto implicaría su retorno aungustiante, tanto para los miembros de la comunidad como para el mismo muerto, todo rastro era aniquilado por completo. Para una mirada moldeada en la perspectiva occidental, este acto ritual puede parecer extraño e incluso problemático —más allá de los medios empleados para ello—, debido a esas aparentes ansias por olvidarse del difunto, hacerlo desaparecer por completo y a la brevedad. A diferencia de aquellas comunidades donde prima un sentido de colectividad por el que suele obviarse la idea del individuo (o este aparece parcialmente despersonalizado de sí mismo), las sociedades contemporáneas priman por la individualidad y por preservarla incluso más allá del deceso, tanto el propio como el de los otros.

Los muertos dejan tras de sí una serie de objetos diversos: prendas, artefactos, fotografías, registros sonoros, documentos de todo tipo, propiedades; por su parte los vivos resguardaran para sí parte de estos materiales debido al valor emocional con el que los han imantado. Los objetos preservan la memoria del muerto, le dan vida, ayudan a evocarlo, patentan su existencia como seres individuales que llegaron a existir. Así, por ejemplo, el uso tardío de la fotografía postmortem en estos tiempos, en lugar de presentarse como una práctica rodeada de morbo, constituye un soporte para el proceso del duelo: si bien se trata de un recordatorio doloroso del difunto, también patenta la defunción, perseverancia de la realidad de la muerte y la pérdida del otro; a pesar del poder del vínculo, perdura la desaparición física. Estas fotos —como otros objetos afectivamente valiosos— no dejan de evocar la figura del otro, afianzan su memoria y el retorno a su figura, al decir de Morcate (2013, p. 35): “el valor de reliquia que obtiene este documento no reside necesariamente en ser observado sino en ser atesorado. Adquiere un valor emocional”.

En gran medida ese carácter de reliquia está dado por el acontecimiento que supone su existencia como objeto atesorable, “elisión en el tiempo” como advierte Baudrillar al comparar los objetos antiguos con los objetos funcionales diseñados en la década de 1960: “El objeto funcional es eficaz, el objeto mitológico es consumado. Ese acontecimiento consumado al cual significa es el nacimiento […] El objeto antiguo se nos da como mito de origen” (1969, p. 86). Mientras los objetos convencionales que adornan el interior de los hogares se encuentran dotados de un carácter práctico, éste suele agotarse en su misma practicidad, “aseguran, dice el autor, más o menos bien el entorno en el espacio, no aseguran el entorno en el tiempo” (Baudrillar, 1969, p. 86). El objeto con valor de reliquia remite y evoca ese momento en la historia grupal o en la biografía personal, sustenta un hecho y permite la posibilidad de retornar a él; en este sentido, documentos, registros, fotografías, muebles, juguetes, cuadros, regalos pueden resguardar en sí mismos un carácter temporal cuyo significado no deja, sin embargo, de ser volátil.

Si bien atesorables, habría que cuestionarse sobre su fragilidad no sólo en un sentido material, sino también, y sobretodo, en la forma en que evocan los recuerdos o, mejor dicho, en la forma en que nosotros mismos retornamos a ellos. Ya en La poética de la ensoñación Bachelard advertía:

[…] el pasado no es estable, no vuelve a la memoria ni con los mismos rasgos ni con la misma luz. No bien captamos el pasado dentro de una red de valores humanos, en los valores de intimidad de un ser que no olvida, aparece con el doble poder del espíritu que recuerda y del alma que se alimenta de su fidelidad. Alma y espíritu no tienen la misma memoria (1982, p. 158).

Con referencia a la memoria, el fenomenológo señala la capacidad de la poética para hacer revivir el pasado, recrearlo. No hay, pues, en este proceso de ensoñación una memoria única; la percepción de un mismo acontecimiento no se ve determinada por siempre, en cambio “imaginación y memoria rivalizan para darnos las imágenes que tienen de nuestra vida” (Bachelard, 1982, p. 159).

Los objetos que resguardan la memoria pueden resultar dañados, cambiar y desgastarse, pueden perderse por años y luego retornar a las manos de sus propietarios y no por ello dejan de ser portadores de recuerdos e historias. En este sentido, no dejan de estar vinculados a ellos. Sin embargo, la fragilidad radica en torno a la forma en que el sujeto se relaciona con el objeto, cómo cambia su perspectiva afectiva en torno a él si los recuerdos que evoca cambian de sentido debido a una metamorfosis sufrida por el sujeto, y es posible que estos mismos objetos sufran una metamorfosis en su simbolismo: los recuerdos portados y almacenados por el objeto pueden verse modificados por las movilizaciones afectivas del sujeto.

En cuanto a la memoria colectiva, en primera instancia podría parecer más estática por estar sujeta a una serie de procesos de transmisión grupal y de reproducción constante de los intercambios sociales que permiten que imágenes, representaciones, ideas, conceptos y recuerdos se resguarden el tiempo, sin embargo, ésta se encuentra supeditada a una serie de tensiones sociales interiores o exteriores al colectivo que la sostiene, a cambios sociales que la modifican o erradican parte de ella. En la década de 1960 el gobierno de Brasil, apoyado por un grupo de misioneros evangelistas, entró al territorio de los Wari’ con el fin de convertirlos al cristianismo. Consecuencia de este contacto fue la transmisión de una serie de enfermedades entre la población originaria: la malaria, la influenza y el sarampión devastaron a la población local, al punto de que tres de cada cinco perecieron. Para sobrevivir y obtener alimentos y medicamentos por parte del gobierno brasileño, los Wari’ se vieron obligados a abandonar sus prácticas funerarias muy a pesar de sus propias creencias y expectativas respecto a la muerte (Conklin, 2001). La pérdida del rito colectivo supone un cortociruito simbólico, una carencia en los modos de accionar, de asumir y de entender el mundo.

Si bien imateriales, este tipo de pérdidas patrimoniales se presentan como un problema cada vez mayor en la actualidad. El trabajo de documentación de estos rituales, de las prácticas culturales y del propio lenguaje de una sociedad permite la preservación de la memoria de comunidades como las de los Wari’, es decir, a través de la materialización de la cultura por medio de objetos diversos como registros sonoros, medios audiovisuales, archivos fotográficos, entre muchos otros. Sin embargo, esta labor sería infructífera si por un lado, como ocurrió en el amazonas, instituciones y gobiernos activamente buscan suprimir esas prácticas y si, por otra parte, no hay una implicación de las poblaciones indígenas en este proceso de resguardo de la memoria colectiva, tal como advierten Rodríguez Reséndiz, Ríos Ortega, Augusto Ramírez y Marchand (2016) al respecto de la importancia de la digitalización de la herencia sonora y audiovisual de los pueblos como el de los raramuris en México.

Referencias 

Bachelard, G. (1982). La poética de la ensoñación. Fondo de Cultura Económica.

Baudrillard, J. (1969). El sistema de los objetos. Siglo XX.

Conklin, B. A. (2001). Consuming Grief. Compassionate Cannibalism in an Amazonian Society. University of Texas Press.

Morcate, M. (2013). “Duelo y fotografía post-mortem. Contradicciones de una práctica vigente en el siglo XXI». En Ander Gondra Aguirre y Gorka López de Munain, Imagen y muerte. Barcelona: Sans Soleil, pp. 25- 45.

Rodríguez Reséndiz, P., Ríos Ortega J., Augusto Ramírez C. y Marchand S. (2016). Born digital records of mexican indigenous people: A proposal to preserve sound and audiovisual documents of Raramuri´s culture.

Nexos simbólicos entre sujeto y objeto

Nexos simbólicos entre sujeto y objeto

Por Alkyoni Bouchalaki

¿Qué relación pueden tener los objetos con el inconsciente del ser humano? ¿Cómo los objetos pueden co-operar en una posible evolución personal? Con “objeto”, nos referimos a cualquier cosa que tenga existencia y finalidad, que sea transportable, tangible y manejable. Un objeto se percibe a través de nuestros sentidos y pertenece al mundo exterior. 

Según la gramática, un objeto es lo que recibe o experimenta una acción pero nunca la genera. Cuando el ser humano se vincula con él, acaso ¿el objeto no genera acción? Afirmativamente, la acción que genera es intrínseca. El objeto funciona como un enlace interno entre la memoria y la persona. Superando su uso elemental, da forma a los sentires. Crea un anclaje en un momento o una época que lo han determinado. Así, el objeto expandido va más allá de su utilidad ordinaria y se convierte en un símbolo. 

Un símbolo no aparece solamente en representaciones religiosas ni en lugares de referencia en las ciudades. Cada ser humano con su experiencia vivencial crea los símbolos de su historia personal. De hecho, muchas personas se aferran a estos objetos y les resulta muy difícil desprenderse de ellos porque así dejarían ir una parte de sí mismos. Resisten en depositarlos y entregarlos al pasado, como los regalos de boda de mis padres que todavía están guardados en su aparador; ni se usan ni se tiran. 

Ocurre incluso lo contrario: se tira un objeto y con él se deja ir algo de su carga, formando un modo de cierre, un ritual contemporáneo recomendado para todas las edades y culturas. Un símbolo no es un signo cuyo significado es fijo e interpretable por convención. Un signo está muerto, mientras que el símbolo está vivo y representa metafóricamente algo más allá de lo obvio y lo literal. Como Joseph Campbell ha mencionado “el símbolo es aquello a lo que transciende la palabra, todo vocabulario y toda la imagen”. 

De forma consciente, los objetos-símbolos han generado su valor representativo tanto por la repetición de su uso, como por ser poseídos y, a la vez, poseer un recuerdo importante de la vida. El ser humano, ya que dispone de intención, puede nombrar sus propios objetos como símbolos, creando un listado de su simbología basado en la biografía personal. A este, aparte de objetos, se pueden añadir sucesos de la vida. Para una experiencia de crisis o de gran impacto sólo si ésta se simboliza, toma sentido: obtiene un significado y se puede integrar, es decir, ser comprensible y transitorio. En especial, para transcender las experiencias dolorosas ante la pérdida de un ser querido, una ruptura o una enfermedad, es de gran ayuda si las vestimos con lo que representan. Con esta intención consciente de bautizar como simbología personal lo tangible y lo intangible del entorno, se facilita la propia transformación.

A su vez, un suceso vivencial doloroso puede otorgarse a un objeto concreto y de esta manera lo que no se podía palpar, de repente se hace “manejable”. La intención de la persona puede propulsar una interacción con el objeto de forma simbólica para dirigir y transformar la energía psíquica: como una comadrona que ayuda a salir de una crisis emocional. George Colleuil ha mencionado “al actuar sobre la materia, el hombre también actúa sobre sí mismo”. En la actualidad, los ritmos y el consumo de estímulos hacen que el tiempo se habite diferente mientras que “la pérdida de lo simbólico y la pérdida de lo ritual se fomentan mutuamente” (Byung-Chul, 2020). De hecho, el inconsciente no distingue entre un acto simbólico y un acto literal. 

Trabajar con el inconsciente, el objeto irreflexivo    

¿Qué pasa si invocamos un objeto mentalmente de modo espontáneo? Aparece cierta resistencia al “no tener el control” del pensamiento, pero usando la imaginación no forzada y enfocando en el momento presente se puede probar a visualizar o pensar en cualquier objeto de uso cotidiano. El primero que venga a la mente, sin intentar juzgarlo ni cambiarlo: las llaves del coche, una olla, el sofá, un jarrón o una taza; todos los objetos valen, pero fijando el primero que aparezca de forma espontánea en la pantalla mental. ¿Para qué ha venido este en concreto y cómo lo podemos interpretar?

El objeto irreflexivo surge desde un lugar incontrolable que se origina en el inconsciente. Como indica su nombre, el inconsciente es un campo no consciente, no perceptivo y difícil de alcanzar. El inconsciente habla mediante símbolos, siendo éstos el idioma a través del cual se puede comunicar con nuestra percepción y campo consciente. Por eso un sueño, que es una creación absolutamente suya, dirige nuestra atención hacia lo simbólico y no hacia lo literal. El objeto que ha visitado la pantalla mental sin intención consciente por parte de la persona, es como soñar despierto e, igual que los sueños, mayormente transmiten un mensaje de algo que no reconocemos sobre nuestra personalidad, el momento que atravesamos o una necesidad que se ignora. 

El inconsciente se manifiesta a través del mecanismo de la proyecciónPsicológicamente, la proyección es un proceso autónomo por el cual vemos, en primer lugar en la persona, objeto o sucesos a nuestro alrededor algo que no reconocemos en nosotros mismos. Esas tendencias, características, potencias y deficiencias que vemos fuera realmente nos pertenecen y están enterradas en nuestra propia profundidad. Proyectar al mundo exterior lo que llevamos dentro es un acto involuntario y lo hacemos sin querer. El mismo mecanismo se emplea en la evocación mental del objeto cotidiano, siendo portador de proyecciones. Preguntas que ayudan a descifrar el mensaje escondido que el campo inconsciente desea hacer llegar a la superficie pueden ser las siguientes:

¿Cómo describiría este objeto a un ser extraterrestre? 

¿Cómo y en qué momento he obtenido este objeto?

¿Cuál es mi relación con él?

¿Con qué frecuencia lo uso?

¿Qué me gusta y qué no me gusta de este objeto?

¿Cuáles son los beneficios que obtengo y cuáles son las deficiencias que pueden ocurrir?

La definición etimológica en griego del objeto (αντικείμενοantikímeno) proviene del anti-keimai, es decir, algo que se sitúa enfrente del sujeto, se puede observar, contemplar, usar y experimentar. Con esta distancia, distinguiendo y analizando sus aspectos, ocurre a su vez otra acción intrínseca: el observarse. Poniéndose una persona a distancia consigo misma, se exploran posibles identificaciones con el objeto irreflexivo, teniendo como guía la descripción de su forma, función, uso y materialidad. Es un proceso que apoya la recuperación de la percepción simbólica y la iniciación de un proceso auto-explorativo.

Hoy la percepción simbólica desaparece cada vez más a favor de la percepción serial, esta última la nos hace pasar de un estímulo a otro sin ser capaces de experimentar la duración. La percepción serial es extensiva, mientras que la simbólica es intensiva. “El mundo sufre hoy una fuerte carestía de lo simbólico. Los datos e informaciones carecen de toda fuerza simbólica, y por eso no permiten ningún reconocimiento” (Byung-Chul, 2020).  El psicoanalista suizo Carl Jung mencionó que “el hombre necesita una vida simbólica […] Sólo una vida simbólica puede expresar su necesidad diaria del alma.” Recurriendo al objeto mental que representa algo del momento presente de la persona, éste ayuda a la apertura hacia rincones desconocidos del ser y hacia el reconocimiento profundo propio.

Existen objetos que contienen memoria y otros que son memoria. A través de ellos no hay diferencia entre el contenedor y el contenido, entre el sujeto y objeto, entre el observador y el observado. Memorizan lo imperceptible y recuerdan dirigir la mirada hacia dentro. Los objetos que son memoria están en el lugar donde el afuera y el adentro, lo externo y lo interno, lo ajeno y lo propio, se fusionan.

Referencias

Byung-Chul H. (2020). La desaparición de los rituales. Herder.

La perpetuidad de las palabras

La perpetuidad de las palabras

Por Mr. Saddy (Damián Damián)

Desde que tengo uso de razón, sé que las palabras son el cuerpo de nuestras ideas, la voz del pensamiento, parte de la materialización más directa del lenguaje. Las palabras como «memoria, recuerdo u olvido» no serían lo que son si no se pronunciaran o escribieran. Así como en general ocurre con todas. En este caso, estas tres palabras, por ejemplo, son parte de una tesis o antítesis para sugerir que los objetos, cosas y, en todo caso, personas, son contenedores de la memoria. Asimismo, las palabras que pronuncian son el canal que tiende ese puente entre eso, ello o ahí y la proyección que nos da de él, siendo la memoria el almacén que desarchiva un pensamiento sobre el mismo. A eso, en términos psicólogos y llanos se le llama condicionamiento, mas no voy a tocar un tema delicado que podría llevar por otra índole esta reflexión.

Las palabras son el mejor obsequio que alguien nos puede dar u ofrecer. Ya sea para bien o para mal, enseñan, nos experiencian. Dejan una sonrisa que nos puede durar de por vida o una marca, una huella, una herida que nos acompañará hasta el momento de nuestra muerte. Las palabras duran más que la existencia de uno mismo. Son perpetuas, por decirlo así. Que en comparación con las flores que, por ejemplo, se regalan y a los pocos días se marchitan y pudren, volviéndose basura, naturaleza muerta, parte de una vida que fue despojada de sí para complacer a otra, no tienen más que un valor efímero y sin sustancia cuando no hay palabras.

Las palabras transforman o, en su defecto, nos pueden cambiar la visión totalmente. Son progenitoras de amor y revestidoras del alma. Si algo puedo decir de las palabras, las que lees en este momento, es que son yo. Significan lo que siento por ti, lo que ya sabes y he intentado demostrarte incansablemente, interminablemente, indescriptiblemente: amor.

Son el discurso hegemónico de mi ser en sociedad. Son el par de años que sigue vigente y seguirá a pesar de que ya no quieras mantenerme a tu lado. Estas palabras que evocan mi nombre te harán recordarme totalmente, y si ya no estoy en tu vida, serán el peso mismo del recuerdo que te durará por siempre. Pero si aún sigo estando contigo, serán la promesa de que los «para siempre» existen y aunque los dos tengamos que morir en algún momento, estarán presentes indefinidamente.

Y sí, por supuesto que las palabras marcan la diferencia entre las personas. Están quienes las crean y quienes sólo las utilizan siendo de alguien más, ya sea de buena manera o huecas. Están quienes las ocupan para adornar una idea o quienes idean experiencias cumbres con ellas. Las palabras y su uso marcan la diferencia entre las personas.

 

Memoria de nube

Memoria de nube

Por Dorian Huitrón Álvarez

Desde hace ya varios días, un pequeño mensaje en mi celular no deja de acosarme: “Tu teléfono no cuenta con respaldo. Renueva el espacio en tu nube para no perder tus recuerdos”. La idea del mensaje me parece, cuando menos, digno de un relato best seller de ciencia ficción: “Crónicas de los hacedores de recuerdos” o “El sindicato de los recuerdos perdidos” son sólo algunos de los títulos que vienen a mi mente al asociar las palabras con la idea de que la memoria hoy en día se ha vuelto también un objeto de consumo.

Preocupado y curioso, como supongo que a muchos les ha pasado, ingreso a ver mis opciones. No me han condicionado a nada, pero hay mucho que perder en la amenaza lanzada por un teléfono móvil. Sin siquiera levantar mi dedo de la pantalla, los precios me parecen risibles, pero no tanto como la idea de que nuestros recuerdos están, primero, condicionados al crédito y, segundo, endosados por no decir secuestrados.

¿El despojo de nuestra memoria es una estrategia de marketing o una carga de la que parecemos felices de renunciar? Mientras lo medito, reviso en mi celular y en mi nube una manera de economizar el espacio náufrago de mi memoria.

Revivo viejos videos y fotografías de conciertos a los que ya ni siquiera recuerdo haber asistido o no logro identificar: el cuadro difuso por la oscuridad, la distancia, un zoom ansioso y un pulso débil víctima del cansancio y los arrejuntes de otras manos inquietas como la mía terminan por crear imágenes apenas perceptibles, pero con un increíble entusiasmo por el ruido (no puedo distinguir nada más que gritos). Al igual que muchos que graban en conciertos, me he vuelto un camarógrafo del fallo, un espectador de la imagen difuminada que terminamos por reconocer gracias a los flashbacks efímeros de nuestro disco duro biológico: “¡Ah! Ya me acordé”, “Sí, fue cuando cantó esa”, “¿Te acuerdas que estábamos muy adelante?”. Al igual que con las fotografías de ovnis o fantasmas, mis videos y fotografías de conciertos son las pruebas fehacientes de que algo parecido a una mancha de luz es una señal de vida.

Vuelvo a poner mi dedo sobre la pantalla, ese frío contacto que me regresa al acto contemporáneo de recordar. Entre memes guardados y capturas de pantalla, encuentro fotos de fiestas familiares que me recuerdan cuántos kilos puedo llegar a acumular con el pasar de los años. Me resulta nostálgico que incluso mi familia esté al borde del olvido condicionado por el capricho capitalista de mi celular. Ahora veo con algo de recelo el álbum familiar que no requiere de actualizaciones cada cierto tiempo para albergar sin problema las fotografías de mi infancia.

Con todo y su discreto diseño, el álbum familiar cumple el papel de la versión análoga de la nube o de los mismos muros de las redes sociales. Incluso cuenta con una idea de armonía basada en recortes circulares para aprovechar los espacios de la hoja, cualidad equiparable a la manera en que retocamos nuestras imágenes antes de presumir una nueva foto de perfil. No es que el álbum familiar del anaquel esté exento del olvido, pero al menos es una remembranza táctil y concreta de lo que fuimos y que regularmente viene acompañada de un relato comunal de las diferentes perspectivas familiares. No faltará el tío que desde su nublada focalización apenas recuerda el inicio de la velada, o el testimonio de la mamá como narradora omnisciente que cuenta, con lujo de detalle, cómo nos sentíamos todos en todo momento. Quizá el álbum con su frágil existencia sea un mejor remedio para albergar las escenas infraordinarias, aquellas alejadas de la pose, el filtro o la admiración y que muestran el estado natural de quienes fuimos y somos. No hay una intención de agradar, sino solamente de ayudar a nuestra memoria a recordar esos pequeños resquicios encriptados dentro de nosotros.

Hoy en día es más común depender de las redes sociales para albergar estos recuerdos, pero cuando comenzaron, uno debía conformarse con breves mensajes que apenas daban una impresión de vivencia. Como pinturas rupestres, estos mensajes funcionaron para mostrar la urgencia por capitalizar el deseo de mostrarse en un punto y en un momento. Cuando las palabras no fueron suficientes y se volvieron obsoletas, la imagen llegó para reemplazar al relato. El futuro será visual, dicen los entusiastas mercadólogos y diseñadores que reniegan de la gran horma de las palabras que no logran calzar. Por desgracia, la imagen en las pantallas siempre será apenas un destello de información que fluye en el río de nuestros muros de inicio junto con las imágenes de nuestras amistades.

Tal vez la aversión moderna por las palabras y los grandes relatos sea la estrategia para desprendernos de nuestra memoria. La Ilíada y La Odisea son el claro ejemplo de cómo los grandes relatos pueden superar el olvido. Nuestra nueva práctica de recordar deja de lado este aspecto de los mensajes sustituyéndolos por una imagen diluida que nos esforzamos por retocar hasta que desaparezca lo que no toleramos de nosotros. Para incomodidad de los gurús de la innovación, la lengua revela eso que queremos ocultar, pero también despierta lo que dejamos a merced del olvido en imágenes cada vez más fugaces.

Quizá lo más triste de esto es que algún día los servidores digitales que albergan nuestros recuerdos dejarán de funcionar de un momento a otro arrastrando hacia lo obsoleto las vivencias que dejamos a su merced. Dentro de poco trataré de recuperar mis archivos de la nube, sólo hace falta que recuerde la contraseña.

Uso popular

Uso popular

Por Mr. Saddy

Hace poco meditaba sobre el uso de las palabras o expresiones que utilizamos mientras hablamos, ya sea para bien o para mal de la conducta de los demás, y pensé en dos expresiones muy trilladas que se ocupan con regularidad y que personalmente se me hacen de mal gusto porque las personas asumen que son la mera neta cuando cero que ver. Una es «lo lógico» y la otra «por sentido común».

Con sus diversas variaciones coloquiales, estas dos frases se acostumbran para justificar algo que «popularmente» puede estar bien o mal. Sin embargo, mi argumento no radica en el hecho de que sea un problema usarlas, sino en que muchas veces no se usan conscientemente. No me refiero a acompañarlas de una super reflexión, sino a su trasfondo para entendernos «acertadamente» un poquito más cuando las usamos, pues de manera constante las anteponemos a otro argumento, sentenciándolo como si fuese una verdad absoluta. Y aunque son expresiones totalmente diferentes en cuanto a su significación se refiere (ante la diálectica, por ejemplo), suelen tomarse como sinónimos por su amplia interpretación, primero personal y subjetiva y, segundo, pública o social. Empero, esto es algo que hacen las personas debido a la forma en que interpretan la vida bajo sus experiencias y su capacidad de expresarse.

En este espacio que me otorga Rito —a quienes agradezco su paciencia y tolerancia— daré un pequeño punto de vista respecto al uso cotidiano de estas expresiones con diez incisos que considero, si bien no suficientes, son los necesarios para exponer mis argumentos que, aunque «suenan» a lo mismo al usarse, no lo son. Y como es costumbre mía, les agradezco el espacio que también uso para quejarme de lo que no me parece de la sociedad que nos cobija. ¡Comenceeeeemooooooos!

  1. «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Y dijo Dios: sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas. Y llamó Dios a la luz día y a las tinieblas llamó noche. Y fue la tarde y la mañana un día». Hahahahahahahaha, no, no, no, en realidad eso de la Biblia es pura mierda. Ahora sí comienzo.
  1. Existe una cantidad de conflictos (personales y de cualquier índole) que serían reparados si hubiera un poco de claridad sobre el contenido y el uso adecuado de las dos expresiones citadas al principio. Pero resolverlos no es la finalidad de este escrito (tampoco soy Dios, no mamen). Si bien puedo aportar con mi granito de arena a algunos, no corregiré una cultura como la nuestra, que considero está en una etapa de transición para llegar a su madurez.

Ahora, si bien las dos frases se usan para algo similar, son distintas en cuanto a su conceptualización se refiere. Pero es normal su empleo debido a que las personas mediante el lenguaje interpretan muchas expresiones o palabras gracias a la semántica que retienen de lo que los rodea y su capacidad de comunicarse.

Con su uso las personas buscan dar sentido a algo que asumen como una obviedad o como algo que les «suena evidente», cuando en realidad es su propia interpretación del fenómeno y que además está acotada a experiencias similares (que en muchos casos son pocas). Aunque dentro de su propio mundito puede ser congruente usarlas, no quiere decir que sean lo mismo en la praxis y en lo que en respecta a la «realidad total». Pero siendo un “recurso de lingüístico” de un grupo de personas, en consenso se asimila por inmediatez.

Con ello no pretendo que se cambie su uso, como mencioné al inicio, eso sería absurdo. Sólo se trata de aclarar su diferencia. Es un suicidio ir contra la cultura misma, a la amplia interpretación que se tiene de sus expresiones populares y, en todo caso, del arraigo lexitivo y contextual al que están sometidas.

  1. Abordar filosóficamente estas dos frases sería lo más correcto para su entendimiento, pero siendo un recurso del hablante no sería conveniente más que trastocar un poco de su contenido. Como expresiones cotidianas fungen como la interpretación que nos ayuda a darle coherencia a nuestra percepción. Es así que para nosotros toman sentido al expresarlas. Son, entonces, un recurso de interlocución que asocia la experiencia con la conducta. Una conducta que puede no ser coincidente con nuestro discurso, pues uno puede tener sensatez al hablar, pero simplemente actuar como un completo pendejo. Y eso es totalmente válido. Como recurso lingüístico son una cosa, aunque en términos humanísticos signifiquen otra.

  1. Algo con lo que las personas solapan este tipo de frases es el supuesto «criterio». Sin embargo, el criterio se recarga totalmente en la moralidad de la persona. Cuestión independiente de las dos expresiones en juicio, pues si bien forma parte del concilio para su aplicación, la forma en que tambien puede expresarse (puesto que es una interpretación) cambia. Gracias a todo ello se le puede dar «sentido» a las cosas o acciones.

  1. Cuando usamos estas frases también expresamos lo que es más racional «idealmente» para nuestro juicio y/o valores (tómese como guste). Sin embargo, existen muchas características que conforman nuestro juicio y debido a que compartimos un espacio y tiempo determinados, cultivados en una cultura y, sobre todo, un grado de interpretación de la vida en general, lo lógico o el sentido común ya no son tan aplicables como si se tratara de matemáticas para «hablar de lo mismo» o «referirse a lo mismo».

Así, «lo lógico» y el «por sentido común» toman un sentido figurativo y metafórico que a través de una interpretación cultural tienen elocuencia dentro de la realidad de la persona a la hora de exponer un argumento y se utilizan como muletillas o herramientas.

5. «Por sentido común»: bajo esta crítica «lingüística», es una expresión un poco más simbólica, o sea, representa algo. No es literal que se trate de jugar con todo el bosquejo filosófico que rodea el sentido común forzosamente, pero esta frase describe una capacidad para cuestionar o juzgar una situación, como ya lo había mencionado. No es reflexiva en su totalidad, cabe aclarar. Y no es que haya un sentido común mundial. Puede ser similar, y muchos teóricos a la fecha están en discusiones constantes al respecto.

No obstante, cuando se usa debería buscarse hacer énfasis en una capacidad que trabaja en torno a la experiencia y a una conducta pre-hegemónica y no sólo soltarla como muletilla. Aristotélicamente, el sentido común es la reunión de información de todos los sentidos del cuerpo que, a través de una respuesta de asimilación, nos ayuda a distinguir lo verdadero de lo falso o lo bueno de lo malo.

  1. La acumulación experiencial nos permite desarrollar un argumento que, pues vivimos en sociedad, se comparte mediante el lenguaje y permuta en el sentir de una situación, se reconoce socialmente y podemos decir que es, ahora sí, por sentido común. Pensando, como mera referencia, en que esa misma experiencia la viven siete de diez personas, es que se da el consenso. Desafortunada y dependientemente de esta recolección de experiencia, el contenido del «por sentido común» muchas veces es sólo elocuente por una sustitución de conceptos en el discurso hablante, de interpretación y del grado en el que se profundiza el mismo. Pero eso depende de más factores que radican en el desarrollo de las personas, sus capacidades y contextos en los que habitan.

  1. «Lo lógico»: es una expresión mucho más densa que debería ser tomada con mayor responsabilidad, lo cual pocas veces sucede. Primero debemos tomar en cuenta que la lógica como expresión nace de una lógica como ciencia del pensamiento. Una praxis estricta para su uso cotidiano hace alusión a esa parte de la lógica filosófica que busca racionalizar algo que tiene una comprobación metódica y que, sin embargo, es temporal, la cual tambien tiene una profundo desarrollo en su estudio, pero que no constataré aquí por su amplitud. Sin embargo, no deja de ser un recurso del lenguaje.

Hace unos meses como recordatorio personal leí al Dr. John Corcoran, académico de la Universidad de Búfalo, en Nueva York, quien describe que el papel de lo lógico es, para su empleo, un trabajo en conjunto con la ética y viceversa, y que son hasta cierto punto inseparables, de ahí la onda de juzgar con lo lógico, lo cual es una cosa y usar la expresión otra. Campos muy distintos. Incluso sería poco pertinente hablar de la lógica como ciencia para este caso cuando hay tipos de lógicas. Sin embargo, es necesario este preámbulo para separar un recurso lingüístico de la filosofía, aunque puedan tener vínculos.

  1. «Lo lógico» como expresión busca calificar una acción que se observa disociativa o irregular en la conducta de alguien. Está lejos del sentido común aristotélico, platónico y mucho menos kantiano, pero en su uso cotidiano es una cuestión tradicional. «Lo lógico» en el discurso se caracteriza por una «intuición» que descalifica a la razón en términos estrictos. Lo cual en realidad no importa en lo popular. El objetivo es sentar una idea con inmediatez dejando de lado todo este proceso de la reflexión y demás, pero es normal que suceda. Sólo se busca revalidar un argumento. Al igual que sucede con la otra expresión.
  2. Siguiendo lo anterior, considero que «lo lógico» y «por sentido común» como expresiones no deberían usarse como sinónimos, aunque es pendejo de mi parte pensar que puede llegar a suceder. Pasa y seguirá pasando. La chaqueta mental de que las personas piensen tantito en las expresiones que usan tampoco pasará. No todos pueden detenerse a meditar antes de pronunciar palabrillas. Para empezar, muchas de las charlas del día son tan coloquiales que no necesitan mayor sustento reflexivo. Son charlas del preciso momento y con una ejecución laxa. El sentido común da paso a lo lógico, eso es en la teoría. Y el grado de reflexión de la primera ayuda a materializar la razón en la segunda.

  1. Como recurso del lenguaje, cualquier frase trillada es común, normal incluso. Pero tenemos que tener un poco de precaución porque están sujetas a la interpretación personal y podemos llevarnos una remolcada si le decimos a alguien que por sentido común deje de hacer pendejadas cuando su capacidad sólo le permite hacerlas. Jajaja. Fin.