Por Eduardo Omar Honey Escandón

Aún con el rostro destruido por el ácido que le arrojó un enamorado que rechazó, decidió no abandonar los escenarios.

       Rápidamente preparó una coreografía en tres actos.

      En el primero, danzó ataviada con una burka para señalar el ocultamiento al que se le quería obligar.

      Vistió como bailarina clásica en el segundo. Se mantuvo de espaldas al público para señalar lo omisa que es la autoridad.

      Para el último, apareció desnuda. Mientras las demás bailarinas vestían de negro y portaban grotescas máscaras, ella enseñaba su faz quemada y deforme como evidencia final de la justicia inexistente.

     En el telón de fondo se proyectaba la cara del perpetrador, quien se paseaba libre y absuelto por su ciudad natal años después del crimen.

     Las funciones siempre terminaban en un estruendoso aplauso de pie.

     Ella, en cada ciudad y foro que visitaba, extendía invitaciones a políticos, funcionarios, jueces y policías. Esos asientos rara vez se ocuparon.

     Tiempo después una activista ultra, en un acto individual, lanzó ácido al rostro del agresor. En menos de un mes se localizó y fincó larga sentencia a la culpable, además de mostrarla en cualquier medio como una loca.

    Entonces la bailarina y las muchedumbres sacaron la coreografía a las calles para danzar con el fuego encendido en pos de un “Basta ya”.