¿La muerte tuya es la muerte mía?: la imposibilidad social de olvidar-se

¿La muerte tuya es la muerte mía?: la imposibilidad social de olvidar-se

Por Lizbeth González Mejía

Morir es el destino final de todo ser viviente que habite la tierra; y qué es la muerte si no el enigma más grande de todos los tiempos, y el duelo un proceso que por excelencia los seres humanos son capaces de sentir. Saber cuándo pasará, en dónde y por qué moriremos es un infortunio, pero es la única certeza con la que convivimos diariamente; plagados de riesgos e inmersos en distintos contextos (Beck en Enciso, 2018: 162) somos los luchadores por la supervivencia, defendiendo nuestro palpitar efervescente que grita desde el interior: ¡aquí estoy!

Morir es la fase final de nuestro ciclo de vida porque aquel que vive, muere; dicho en el sentido más orgánico para definir este concepto, colapsan todas nuestras capacidades fisiológicas, pueden detenerse con naturalidad, ser arrebatadas o puede que seamos nosotros mismos los responsables de nuestro propio morir. Morir es un juego de azar, una ruleta que gira eternamente sin descanso, como deshojar una margarita para ver si es hoy o quizá sea hasta mañana.

En resumen, morir es un verbo que cohesiona el destino finito de todos los seres vivos, que es también el reconocimiento de un proceso individual de la culminación de la vida en un contexto plagado de riegos; pero entonces, visto de esta manera, morir no es otra cosa más que un acontecimiento universal e irrecusable por excelencia” (Thomas, 1983: 7). Sin embargo, así también se trataría de un suceso vacío, cargado de toda indiferencia e intrascendencia, y pasaría a ser desapercibido para la memoria de los sujetos, aunque no para sus narices…

El cuerpo muerto aún nos habla en su forma tan peculiar de hablar como despedir olores fétidos y tener un aspecto repulsivo al pasar de los días, se vuelve necesario deshacernos de él, pues se vuelve impuro e insano para los que conservan la vida; ya no es posible la convivencia física y es necesario distanciar la vida de la muerte.

La muerte es uno de los misterios más grandes de toda la historia y son los seres humanos los únicos responsables de fabricarle distintos significados a través de la cultura a la que pertenecen, de esta manera la han (re)simbolizado y (re)significado para sopesar el miedo y aligerar la incertidumbre que provoca. “La prohibición de la muerte” (Thomas, 1983: 7) nos condujo a la práctica primigenia del desahogo de los restos mortales, sea de distintas formas y en distintos lugares, el fin siempre fue, es y será el mismo, ya que además de ser una práctica de higiene, también se vuelve una práctica de estética (Douglas, 1970 :89-93) pues, los restos mortales ahora son parte del repertorio de riesgos para provocar enfermedades y defunciones.

Pero así como el cuerpo se vuelve profano, también es sagrado; situar a la muerte es darle un lugar entre los vivientes y dependiendo de la cultura, la muerte como práctica estética se ha vuelto tema entre las musas de las artes; la muerte es música, es poema, es arquitectura, es pintura, es imaginación y creatividad, así entonces no nos deshacemos de ella porque espante, más bien la trascendemos en nuestra memoria social (Fentress y Wickham, 2003: 25-26). Por lo menos en México el arquetipo contemporáneo de la muerte es esa “calavera” que muestra las desigualdades sociales, pero la igualdad del destino de todos los seres humanos, y es en los Días de muertos donde se visibiliza a este “tótem nacional de México” (Lomnitz, 2010: 402).

Como mencionamos anteriormente, situar la muerte es darle un lugar, pero hablemos ahora de un lugar tangible —cuya función principal es la morada de los restos mortales—, los cuales han estado al margen de la liturgia de las instituciones de poder como es el caso de la Iglesia, siendo ésta una especie de “memoria autorizada” (Candau, 2006: 105), nos estamos refiriendo a los cementerios como los lugares más populares por excelencia para reubicar a los muertos, y reubicarnos a los que estamos vivos, es decir, enfrentarnos a una verdad que es dejar ir físicamente a nuestros difuntos.

Detenernos en esta perspectiva nos llevaría a pensar los cementerios solo como el vertedero de cuerpos en descomposición, pero son los lazos afectivos en conjunto con las creencias religiosas los que coartan esta definición realista, aunque cruda al final de cuentas para los poseedores de cultura y memoria… Los cementerios son el espacio de socialización final, donde los restos mortales son depositados con el objetivo de darle continuidad a un culto o remembranza de los muertos. Los cementerios son un lugar de cita en donde algún día hemos de reunirnos—si es que somos inhumados—. Los cementerios son entonces “lugares de la memoria” social (Nora en Mendlovic, 2014: 303-304) que crean un sentimiento de arraigo, pertenencia y una identidad dentro de un territorio en específico y que, a pesar de ser estáticos, son vividos, redefinidos y resignificados por las colectividades que asisten a ellos (Mendlovic, 2014: 304). Así entonces, son lugares que se apropian y contienen un sinfín de nombres, fechas, epitafios; también son contenedores de muchos estilos arquitectónicos (Herrera, 2013: 114-136), en donde las diferencias de clase, edad y género transcienden más allá del morir, ya que son los familiares los encargados de llevar a cabo arduos trabajos de memoria para poder hacer del lugar parte de la personalidad de quién ha partido del mundo terrenal.

Ahora bien, el duelo es visto como un proceso emocional que se evoca en momentos de socialización de una pérdida familiar, ya sea desde la trinchera individual o colectiva y tiene un trasfondo que consiste específicamente en la memorialización de eventos pasados con miradas hacia el futuro en un ejercicio de transmisión y transmutación a las siguientes generaciones, de esta forma el duelo como parte fundamental de los trabajos de la memoria permite a través de testimonios que surgen de la memoria colectiva (Halbwachs, 1968: 25-51) reconstruir la presencia de los difuntos. Así, se estaría imposibilitando el olvido “total” de quien formó parte de nuestra vida, de nuestra memoria, porque como hipótesis “la muerte tuya es la muerte mía”; al hacer un cuidado de la memoria del otro estamos haciendo también una labor de autocuidado de nuestra memoria, este “cuidado de sí” (Foucault en Garcés y Giraldo, 2013: 187-201) que imposibilitará también no olvidarnos a nosotros mismos.

El morir como suceso vacío sería caer en el olvido, si es que no lo simbolizamos a través de mitos y lo actuamos en rituales, así que cada cultura se encarga de apropiarse de la muerte, y lo que nos permite hacerlo es el duelo como un proceso emotivo que le da continuidad a la presencia de un ser querido que ha fallecido, todo en función de memoria.

 

Bibliografía

  • Candau, Joel. (2006). “Capítulo VI: El campo de la antropología de la memoria” en Antropología de la memoria. Nueva Visión. Buenos Aires.
  • Douglas, M. (1970). “Los dos cuerpos” en Símbolos naturales. Exploraciones en cosmología. Editorial Alianza. Madrid, España.
  • Enciso, J. (2018). “La muerte en las ciudades: una vía de abordaje a la antropología urbana” en Dossier La Muerte: pasado y presente. Núm 41.
  • Fentress, J. y Wickham, C. (2003). “Recordar” en Memoria social. Ediciones Cátedra. Madrid, España. Pp. 19-62.
  • Garcés, L. y Giraldo, C. (2013). “El cuidado de sí y de los otros en Foucault, principio orientador para la construcción de una bioética del cuidado” Divisiones Filosóficas. Año 14, núm. 22, enero-junio 2013.
  • Halbwachs, M. (2014). “Memoria colectiva y memoria individual” en Memoria Colectiva. Prensas Universitarias de Zaragoza, Clásicos. España.
  • Herrera, E. (2013). Arquitectura funeraria en la Ciudad de México desde la Época Virreinal. Revistainter-legere. Río de Janeiro.
  • Lomnitz, C. (2006). “Las tribulaciones políticas del esqueleto, 1923-1985” en La idea de la muerte en México. Fondo de Cultura Económica. México.
  • Mendlovic, Bertha. (2014). “¿Hacia una “nueva época” en los estudios de la memoria social?”. Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales. UNAM. Nueva Época, Año, LXI, núm. 221, mayo-agosto 2014.
  • Thomas, L-V. (1983). “Prefacio” en Antropología de la muerte. Fondo de Cultura Económica. México.
Los caminos que van a dar a la mar

Los caminos que van a dar a la mar

Por Eduardo Omar Honey Escandón

Omar Escandón Flores
(1953-2020)
in memoriam

Cuando camino por el valle de las sombras esmeralda me detengo ante los cenotafios donde yacen las sombras,

las memorias

     Miro las verdes nubes. El espectro del sol pulsa como un corazón de jade, iluminando el páramo y, lejano, pretende dar calor al ahora para que olvidemos el frío del pasado reciente.

     Salgo de los límites de mi senda, y esquivo los nichos vacíos de los cuerpos donde

solo yacen cenizas, de propios y extraños

     Busco lápidas: el arte de las esquelas se ha derrumbado igual que las hojas verdes de apenas una primavera atrás. Cayeron en verano, fueron estrujadas por el otoño y el invierno las rompe en cadavéricas texturas.

     De la riada de nombres no sé cuál ensalzar. El que diga me será arrebatado por el agreste vendaval que rompe contra los vivos intentando desdibujamos en

ríos llanto por los que se fueron

     Avanzo más y me interno en el camposanto de la civilización. Cerca de la costa de un caribe funesto se aloja una cruz pintada de azul, tapizada de blancos bits y bytes en alas abiertas. Está sobre un túmulo en los territorios compartidos de mi vida. Dentro está alguien, un joven dormido en la tercera estación de la vida. Su mar, al final del camino, apenas se oteaba en el horizonte.

     Me hinco al lado de esa breve colina que encierra toda una existencia. Rememoro su figura, su rostro, su contextura donde soy tanto eco como copia, incluso repetición de su nombre, nuestro nombre que fue tomado del poeta persa que osciló entre algoritmos y versos. Los tres, iguales y distintos ante los siglos y las décadas. Un ruba’i grita al cielo:

El viento del sur marchitó las rosas que loaba, en sus cantos, el ruiseñor.
¿Habrá que llorar por ellas o por nosotros?

     Con una reverencia me despido para ponerme de pie y retornar a mi camino mientras dejo detrás un río de lágrimas turquesa. Horas antes de tu partida, dejaste como despedida un mensaje recordando el cumpleaños de tu hermana mayor, mi madre, para luego ir a abrazarla donde los campos se extienden sin llegar a los mares del fin.

    Descubro una nueva tumba, recién cubierta de tierra. A su alrededor hay personas familiares por algo que ya es imposible. Aún no ponen la lápida con el nombre que no sabré pero que reconocería en uno de los futuros aniquilados.

     Allí, ese nombre estaría
en mis labios,
en tus labios,
en nuestros labios

     donde habrías sido
mi/
tu/
él/
nuestro
amor hasta el fin del sendero mutuo

     Las ventiscas pintadas de verde fatal, gélidas por el sol turquesa, no solo nos arrebatan a los presentes sino a los posibles, a aquellos que no conoceremos en los laberintos de la vida donde pudieron ser un quizás.

     Retomo el camino hacia mi mar, el final del ruba’i me abre camino:

Cuando la muerte marchite nuestras mejillas,
otras rosas se abrirán.

Oficios de la vida

Oficios de la vida

Por Félix Quispe Osorio

Alguna vez vi a un perro mirando por horas una pared. La gente pensaba que el animal estaba enfermo o enloquecido, pero yo desentrañé lo que otros no podían sin las legañas. Desde entonces las personas me decían: “Maldito niño”, observándome con miedo y horror.  Solo algunos me acariciaban el cabello y la faz. “Tú no tienes la culpa”, “Todo estará bien”. Y así se pasaban los días, mi madre incrédula me daba deberes, me enviaba por los mandados a la tienda, hasta que una noche, tan oscura y sin estrellas, sucedió que a mi regreso perdí el vuelto. Es que el tiempo vuela cuando se quiere jugar, uno va y viene como cuete para salir a la calle a divertirse. Ahora había perdido el vuelto y sabía que sería castigado.

Buscando con lágrimas las monedas que me faltaban, tuve la suerte que un señor adivinara mi desgracia y me propusiera un trabajito a cambio de recuperar lo perdido. “Allasito, niño, en esa casa casi derruida hay un paquete en el segundo piso. Lamentablemente no tengo llave para entrar, pero sé que podrías treparte por los muros”. “Claro, señor, cómo no”.

Entramos al jardín de la casa por la parte trasera. Todo estaba a oscuras. Las escaleras para el segundo piso yacían sobre el suelo de polvo. Por ello me subí a un muro y de allí al balcón, y del balcón a la puerta de un dormitorio. Y en efecto, estaba un paquete sobre una mesa, con tantas cintas que tuve que desamarrar algunas y, descendiendo con cuidado, llevárselas al señor. “Muy bien, muchacho”, sonrió el viejo extendiéndome un billete de diez soles. “Ahora, por favor, lleva este paquete a la casa de al lado. No te preocupes, el zaguán está abierto. Entra por el corredor y en la primera puerta a la derecha deja el paquete sobre la cama”. Así lo hice y al salir de esa casa sin ser visto me di cuenta de la cruz de lazos negros en el umbral. Me pareció extraño, pero más raro aún que el viejo se esfumara y no esperara mi regreso.

Llegué a casa y no estaba mamá. Al día siguiente, en el desayuno, ella se olvidó del vuelto y me contó sobre el velorio de la vecina al cual había asistido. Después, otras noches al ir a la tienda por más mandados y ganarme permisos para jugar en la calle, miraba a otros hombres y mujeres, todas ellas pidiéndome cosas y yo haciéndoles favores. Por ejemplo, había quien me pedía escribir una carta y dejarla debajo de una puerta; otro que fuera a tal descampo a desenterrar un cofre; y así, trabajitos y oficios de la vida que fueron aumentando hasta toparme con un personaje, otro anciano, de ojos tristes, mirada decaída y sombrero raso.

“Me aconsejan que tú puedes ayudarme”, me dijo él. «Tienes que ir a la casa de mi esposa, decirle que la amo y que se quede tranquila”. “¿Por qué no va usted mismo, señor?”, le pregunté. “No hombre, no estoy en condiciones. Mi esposa vivía hace poco con nuestros hijos, pero ellos ya partieron buscando sus vidas, por eso mi mujer, de sola, se llora hasta quedar dormida. Anda pues”. “¿Es urgente, señor?”. “Claro, mi mujer ya intentó suicidarse dos veces. Aunque nadie sabe, pues aparenta ser feliz. Yo sé que siente un dolor insoportable que agota sus lágrimas y seca su corazón. Por eso terminó en el hospital, mi doñita; luego sus hijos se la llevaron a Lima y ella se enfermó más. El bullicio y la gente le dieron otra agonía”. “¿Quiere que vaya hasta Lima a hablarle, señor?”. “No, hombre, eso está lejos. Mi mujer llegó ayer nomás. Vive en el pueblo de Paca, en el campo, entre los animales y los puquiales. Allá quiero que vayas”.

El anciano se fue y después de pensarlo toda la noche, en la tarde del otro día decidí ir con mi bicicleta al pueblo. Era octubre y empezaban las lluvias. Los campos se rellenaban de riachuelos. Así, pedalea que pedalea por el canto de la laguna, logré llegar. Tras caminar por varios minutos alrededor de la plaza, observé los jardines hermosos, los toros surcando las tierras, las casas de adobe y teja. Todo era un paisaje hermoso. Al acercarme a la casa donde me había indicado el viejo llamé a la puerta y me atendió una jovencita muy bonita, quien me hizo pasar al patio para hablarme de su abuelita Rosa. Dijo que la quería mucho, me contó de sus enfermedades, sus penas; lo mismo, de sus actitudes extrañas que no entendía.

A pesar de mi edad, me sorprendió la confianza con la que me hablaba. Por eso, después de tanta cháchara, le pedí sin temor hablar con la abuela. “Claro, al fondo, en la última habitación”, me indicó. Al estar de pie en la puerta pensé que estaba cometiendo un absurdo, pero escuché de adentro un: “Pasa, hijo, te estaba esperando”, que me animó. “¿Esperándome?”, hablé. Mis ojos nictálopes iban acostumbrándose a la oscuridad. “Sí, pues veo que te tardaste en decidir”, me dijo la anciana tendida en su cama y sonriéndome. “¿Y sabe quién me envió y para decirle qué cosas?”. “Sí, sí, pero no importa, muchacho. Ya lo sé. Más bien, acércate al closet, saca tu vestidura y herramienta, y vámonos”.

Ahora visto túnica negra y porto una guadaña. Siempre salgo a cumplir mi trabajo diario.

Jauja, 28 de noviembre de 2019

Sobre lo “indígena” (o no) del día de muertos

Sobre lo “indígena” (o no) del día de muertos

Por Ignacio de la Garza Gálvez

Es frecuente escuchar el debate sobre si la celebración de Día de muertos en México es indígena, mexicana o española. Este tema puede llegar a encender pasiones, desatadas de sentimientos nacionalistas, políticos e identitarios. Sin embargo, según me parece y expondré en las siguientes líneas, esta es una cuestión que ha sido, desde hace mucho tiempo, mal planteada por muchos motivos pero, lo que me motiva a escribir es la cuestión de qué es “lo indígena”. Esto nos lleva al problema de las identidades, el devenir histórico, el cambio y la manera en que distintos pueblos adoptan, recrean, reinventan y adaptan los elementos culturales que los componen.

Sobre el indio

La palabra indio, o su forma “políticamente correcta” indígena, es un término que no dice nada y que se ha cargado de muchos significados, prejuicios y estereotipos. Una forma de entenderla, dejando de lado el racismo (entre otros -ismos) con que muchas veces se la ha empleado, es la que plantea Yásnaya Elena Aguilar:

Las naciones del mundo que no conformaron Estados son la negación de los proyectos de Estado. A la mayoría de estas naciones se les conoce como pueblos o naciones indígenas. Lejos ya del significado etimológico, la categoría “indígena” es una categoría política, no una categoría cultural ni una categoría racial (aunque ciertamente ha sido racializada). Indígenas son las naciones sin Estado. Por eso son indígenas el pueblo ainu en Japón, el pueblo sami en Noruega y el pueblo mixe en Oaxaca. Esta condición une también a pueblos como el catalán o el escocés. (Aguilar, 2018)

Buena parte de lo que hoy en día es México y Centroamérica estuvo habitado por una gran diversidad de grupos humanos que fueron entrelazando sus historias y culturas a lo largo de milenios. Estos pueblos eran muy distintos entre sí, aunque compartían distintas prácticas, creencias y costumbres. Aun así, no se reconocían como parte de una unidad. Ellos se identificaban como parte del pueblo al que pertenecían. Ni si quiera el compartir una misma lengua los hacía identificarse como parte de un grupo mayor. Así, encontramos nacionalidades tan distintas como los mexicas, tlaxcaltecas, purépechas, quichés, cakchiqueles, ayuuk, wirarika, entre muchísimos otras más.

Al emplear el término “indio” o “indígena” para referir al conjunto de dichos pueblos, se borra la historia, cultura y la identidad de cada uno, creando un ente que estereotipa a aquellas gentes y crea una “esencia” de lo que se cree que son. Así, se considera que lo indígena debe ser aquello que ha resistido desde tiempos prehispánicos hasta la actualidad, negando el devenir histórico de muchísimos grupos y personas y su derecho a ser de la manera que quieran.

Muchas de las naciones indígenas que actualmente existen es debido a su capacidad de cambio, adaptación y apropiación de los elementos externos, misma que se encuentra en todas las culturas vivas del mundo (quienes no la tuvieron desaparecieron o fueron absorbidas por otras). Como dice Federico Navarrete, “determinar si un elemento cultural es de origen occidental o indígena no tiene ningún significado si no se comprende la manera en que ha funcionado y los sentidos identitarios que ha tenido en los contextos culturales e históricos siempre cambiantes en que ha operado” (Navarrete, 2018: 85).

Esto aplica a todas las culturas e identidades: el que alguien utilice nuevas tecnologías, como el internet, no implica que dejen de lado su cultura, o el que se adopte una postura política o religiosa no necesariamente implica dejar de lado tu identidad, sino reconfigurarla: los iranís siguieron siendo iranís a pesar de convertirse al islam; los cubanos siguieron siendo cubanos tanto en el capitalismo como en el comunismo; los españoles siguen siendo diferentes de los alemanes aunque ambos formen parte de la Unión Europea. Así, en los casos que nos atañen, los tzotziles siguen siendo tzotziles aun cuando toquen y canten hip hop, rock, metal o lo que se les antoje; los mayas hicieron suya la cruz, adaptándola a su forma de concebir lo religioso, y la hicieron símbolo y guía durante la mal llamada “guerra de castas”.

Ejemplos de esta apropiación de elementos culturales y de reconfiguración existen muchísimos. Si decimos que un elemento cultural, para ser de un pueblo, tuvo que ser creado por este mismo, existirían muy pocos elementos en todas las culturas del mundo que podrían formar parte de sus culturas propias. El mariachi no podría existir sin elementos externos al territorio mexicano (como los instrumentos musicales empleados, algunos ritmos, entre otros), pero tampoco podríamos decir que no son mexicanos.

Este mismo fenómeno ocurrió con los Días de muertos entre las distintas naciones indígenas que se encontraban en el territorio que actualmente llamamos México y regiones aledañas.

Sobre Todos los Santos y los Difuntos

En Europa, como sabemos, existían las celebraciones de Todos los Santos y la de los Difuntos que se celebraban los días uno y dos de noviembre. El origen de estas fue muy distinto y se nutrió, como buena parte de las creencias católicas, del paganismo.

En el siglo VII, el papa Bonifacio VI, obtuvo el permiso de transformar un templo pagano, que era el Pantheon de Agripa en una iglesia cristiana para depositar ahí los huesos de los mártires el día 13 de mayo de 609 e instituyendo el día que se conmemoraría a Todos los Santos (Johansson, 2018).  De esta manera buscaba suplantar los rituales paganos a los muertos (Alberro, 2004: 10).

Entre las celebraciones paganas estaba el Samain o Samahain. Esta era una festividad celta celebrada en la víspera del primero de noviembre en la que se convivía con los difuntos, quienes tenían autorizado deambular por el mundo de los vivos, pudiendo aconsejar, advertir y dar indicaciones a los vivos. Además, estaba asociada con la recogida de las cosechas (Alberro, 2004: 9).

Como ocurrió con otras celebraciones y fechas paganas, los católicos hicieron coincidir los calendarios para conmemorar eventos similares pero bajo la religión cristiana, (como fue el caso también de la Navidad y el solsticio de invierno). Así, el papa Gregorio IV, en 835, consagró el primero de noviembre como día oficial de Todos los santos (Johansson, 2018).

Sin embargo, en el cristianismo, se celebraba a los santos, no a los difuntos. Incluso estaba prohibido ofrecerles ofrendas ni comida (eso tendría que ir como limosnas a la iglesia, no a los muertos). Hacia el 1030 en la abadía de Cluny se comenzó por primera vez a conmemorar a los difuntos, de manera solemne. Se dice que un peregrino al regresar de tierra santa contó a los monjes que un ermitaño les mandaba el mensaje de que debían orar en Cluny por las almas de los pecadores que se encontraban en el purgatorio. Al principio, solo se realizaban veladas, oraciones, limosnas y entrega de víveres a los pobres. Posteriormente, una vez aprobada en ese mismo siglo por el papa, se extendió la conmemoración por toda Europa (Johansson, 2018). Finalmente, estas conmemoraciones, muy solemnes, llegarían al territorio que los europeos habían bautizado como Nueva España.

Sobre las celebraciones de muertos indígenas

En Mesoamérica existía una relación muy distinta con la muerte de la que había en Europa. En estas concepciones, aquella era un elemento fundamental de la vida, necesaria para transformar y reciclar el mundo. La humanidad había sido creada para trabajar y la muerte tan solo la transformaba para trabajar bajo otro aspecto e identidad, a la vez que permitía la reproducción de los bienes necesarios para sustentar al resto del cosmos. (En la visión católica, la muerte había sido un castigo por el pecado original, en tanto que era la vía de redimirse o sentenciarse a la gloria o al infierno). En general, está visión era compartida por los mesoamericanos y algunos vecinos de la región, si bien matizada en ocasiones, y manifestada de maneras muy distintas.

Los antiguos nahuas, por ejemplo, creían que al morir la humanidad se hacía teotl, (Benavente, 2014: 35) “dios”, “sagrado”, ya fuera convertida e integrada a alguna deidad, ya fuera en su esencia o como servidor de esta, o a manera de seres vinculados a aquellas, como aves, búhos, seres descarnados. De una u otra manera, se encargarían de trabajar desde un nuevo aspecto y ámbito para mantener en movimiento el cosmos, por lo que convivían muy de cerca con la humanidad (de la Garza, 2017). Dependía de la manera en que morían, es decir, qué dios había estado involucrado, para determinar el lugar y las labores que debían desempeñar después de muerto.

Dependiendo de la manera en que morían, y a veces de factores socioeconómicos, como el grupo al que se adscribían, las riquezas, la cercanía y aprecio de la comunidad, las ceremonias luctuosas variaban: los difuntos que iban al Mictlan, lugar de los muertos, eran a veces cremados (cuando la economía familiar lo permitía o la comunidad apoyaba), y enterrados en la vivienda; los que iban a la casa del Sol (muertos en batalla, sacrificio, parto o personajes meritorios de la sociedad), eran cremados y enterrados en el templo del dios patrono (o un templo especial para las mujeres muertas en primer parto, quienes solo eran enterradas); aquellos muertos por acción de los dioses acuáticos iban al Tlalocan, un sitio paradisíaco donde custodiaban las riquezas y desde donde se enviaban las nubes, la lluvia y la fertilidad; había otro sitio conocido como el Cincalco al que irían los suicidas, y otro más conocido como Chichihualcuauhco al que iban los infantes que no habían probado más alimento que la leche materna (Véase Johansson, 2016; López Austin, 2008 y 2001).

Todos estos rituales eran distintos, pero existían elementos en común, como el que se realizara un luto de 80 días en el cual no se podrían lavar la cara y tendrían que llorar mucho por sus deudos, a la vez que les hacían ofrendas cada veinte días durante ese periodo. Pasada esta etapa, las celebraciones se realizarían a partir del siguiente año, en una de las muchas fiestas dedicadas a los dioses y a los difuntos que había durante un periodo de cuatro años. Estas celebraciones, a diferencia de las anteriores, estaban marcadas por un temor festivo, en el que habría alegría, juegos y convivencia con el resto de la comunidad.

Entre estas fiestas, había distintos elementos que aun hoy reconocemos, como la elaboración de figuras de masa (sobre todo de amaranto) que representaban a los difuntos y a los dioses, así como de otras entidades, como mariposas, relámpagos, personitas (también difuntos y dioses, pero transformados -algunas de estas se siguen elaborando en distintos pueblos-), en las fiestas de Tepeilhuitl, o de flechas y efigies de guerreros en Quecholli. En Tititl se elaboraban figuras de los difuntos ante las cuales se ofrendaba comida y bebida y algunas herramientas que podría usar la persona fallecida. En Huey Miccailhuitl o Xocotl Huetzi se realizaban juegos en los que los jóvenes debían escalar un palo y alcanzar la efigie de un guerrero muerto para ganar renombre, mientras abajo la gente comía y disfrutaba (algo así como el palo encebado que aun se suele jugar en algunas partes). No me extenderé más al respecto (invito a revisar las referencias para poder ver más sobres estas fiestas en tiempos prehispánicos). Lo importante es señalar que los rituales funerarios y el luto eran eventos tristes en los que encaraban la pérdida de manera colectiva, y las fiestas de dioses y difuntos eran eventos también colectivos pero muy alegres, en las que se buscaba mantener el recuerdo de los difuntos, por su efigie pero también en su nombre, sobre todo por medio de canciones (elemento que posteriormente será adaptado en las calaveras de azúcar, las cuales solían siempre, sin falta, llevar el nombre del difunto), juegos, regalos, ofrendas, comilonas y una convivencia familiar.

Sobre la llegada del día de muertos

Los españoles no llegaron simplemente a hacer tabla raza de las culturas prehispánicas. Los pueblos nativos tuvieron que resistir, a la vez que readaptar, reinventar y reorganizar sus culturas. Muchas veces, por imposición directa de los españoles, pero otras porque realmente les gustaba la novedad. Hubo ocasiones en las que las similitudes culturales eran tan cercanas, que no hubo un cambio tan dramático; otras, en el que los elementos culturales, aunque parecidos, diferían, haciendo que convivieran, pero entendiendo cada cultura su referente y no el del otro (Véase Lockhart 1992 y Navarrete 2001 y 2015).

En un principio, las festividades de los indígenas convivían junto con las españolas, aunque con el tiempo algunas de las primeras pasaron a la clandestinidad. Muchas desaparecieron en tanto que otras simplemente cambiaron. Asimismo, los indígenas comenzaron a integrar a sus festividades y cultura los elementos que llevaban los españoles pero, siempre, a partir de sus propios referentes culturales. “La Navidad se habrá inventado en Oaxaca”, llegan a decir algunos que critican a quienes gustan de lo local. Pues para algunos sí: Cristo estaba en sus territorios, los santos hacían milagros en sus pueblos, la virgen María les hablaba a ellos en náhuatl o en sus respectivas lenguas. Es decir, los indígenas se apropiaron de los elementos externos traídos por los europeos a sus propias culturas, referentes y visión del mundo. Retomando el ejemplo de los mariachis: si bien la Virgen María fue traída por los europeos (quienes adoptaron el culto de Asia Menor e integraron elementos egipcios, por cierto), difícilmente alguien dirá que la Virgen de Guadalupe (la del Tepeyac, no la de Guadalupe, España), no es mexicana. Y esto mismo ocurrirá con los Días de muertos.

Siendo la de los pueblos mesoamericanos una visión cíclica del mundo, podían integrar y dar turno a la novedad (Véase Navarrete, 2004) . Los días de Todos los Santos y los difuntos fue visto precisamente como eso: fiestas nuevas que podían ser integradas a su cultura. Así, celebraron a los santos y a los difuntos como sabían: con ofrendas, comida, cantos y baile y hasta alegría (eso sí, cada quien con su particularidad regional). Algo muy distinto y alejado de como celebraban en Europa: es decir, con solemnidad, oraciones y sin ofrecimientos (fuera de las limosnas, claro). Los frailes en un principio toleraron las formas indígenas para atraerlos a la conversión y posteriormente permitieron que la celebración continuara ese camino. Más aun cuando buena parte de las ofrendas que llevaban iban a las arcas de la iglesia en que se celebraba (en algunas regiones, las ofrendas y limosnas de día de muertos eran el ingreso más grande que tenían en todo el año).

Así fue como los indígenas se apropiaron y cambiaron una celebración que sigue siendo muy distinta en México, Europa y otros países. Podríamos decir que la fecha es católica, pero la fiesta es de los pueblos.

 

Referencias

  • Aguilar Gil, Yásnaya Elena. “¿Parezco indígena? O la elección de la identidad” en El País, 14 de junio de 2020 [En línea]. Disponible en: https://elpais.com/opinion/2020-06-14/parezco-indigena-o-la-eleccion-de-la-identidad.html
  • Alberro, Manuel. “El antiguo festival céltico pagano de Samain y su continuación en la fiesta laica de Halloween, el día de los difuntos cristiano y el día de muertos en México”. En Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 5, núm. 12, segundo semestre, 2004, Universidad de Sevilla Sevilla, España, p. 3-31
  • Benavente, fray Toribio de, “Motolinía. Historia de los indios de la Nueva España. [Ed.] Mercedes Serna Arnaiz y Bernat Castany Prado. Madrid: Real Academia Española – Centro para la Edición de los Clásicos Españoles, 2014
  • De la Garza Gálvez, Ignacio. “Los muertos de la tierra: los difuntos destinados al Mictlán y al Tlalocan” en Vita Brevis. Revista electrónica de estudios de la muerte. Año 6, Núm. 11, julio-diciembre de 2017, p. 174-192: ISSN: 2007-9591
  • https://mediateca.inah.gob.mx/repositorio/islandora/object/issue:1240
  • Johansson K., Patrick. Miccacuicatl. Las exequias de los señores mexicas. México: Primer Círculo Editores, 2016
  • ————————–. [Seminario de Cultura Mexicana] (18 de noviembre de 2018). «Miccailhuitl. Días de muertos en México antes y después de la conquista».imparte: Patrick Johansson. [Video]. Youtube: https://www.youtube.com/watch?v=iTHHGDLv5eM
  • Lockhart, James. Los nahuas después de la conquista. Historia social y cultural de los indios del México central, del siglo XVI al XVIII. Reyes Mazzoni, Roberto [Trad.]. México: Fondo de Cultura Económica, 1992
  • López Austin, Alfredo. Tamoanchan y Tlalocan. México: Universidad Nacional Autónoma de México – Instituto de Investigaciones Históricas, 1994
  • ——————————–. Cuerpo humano e ideología. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2008
  • Navarrete Linares, Federico, Hacia otra historia de América. Nuevas miradas sobre el cambio cultural y las relaciones interétnicas, (formato PDF), introducción de Berenice Alcántara Rojas, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2018 (Serie Antropológica, 22)
  • www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/otrahistoria/america.html     (consulta: 21 de 09 de 2021).
  • ———————–.  “¿Dónde queda el pasado? Reflexiones sobre los cronotopos históricos”, en Virginia Guedea (Coord). El historiador frente a la historia. El tiempo en Mesoamérica. México, Universidad Nacional Autónoma de México – Instituto de Investigaciones Históricas, 2004
Soliloquio de la muerte en la existencia

Soliloquio de la muerte en la existencia

Por Damián Damián

La muerte no es el final de la existencia. Es el final de un cuerpo humano, pero no del ser mismo. La muerte es el silencio indefinido, interminable, pero el ser no se acaba al entrar en ese estado del recuerdo indescriptible y repercutible. La existencia sigue hasta que la voz calla. Después de ahí, entonces ya sigue la inexistencia. Pero la muerte se enmudece en el momento que la respiración se detiene. ¿Por qué tender ese puente entre la muerte y la existencia del ser humano si la carne es lo único que se merma en ambos casos? una cosa es morir y otra existir, y evidentemente son obvias pero diametralmente distintas. ¿Será la cultura? ¿Por qué la muerte o la inexistencia, en todo caso para muchos lo mismo, aunque no es así, tienen que ser turbias, caídas, oscuras y perturbadoras? ¿Será la sociedad, su tradición o transparencia? 

En todo caso, el acto de morir inmortaliza lo finito del ser, pero no le da perpetuidad en lo existente. Los seres humanos le dan más valor a la carne que al ser en el momento en el que cierra los ojos para no ver, sino para sentir su propia caída. No hay mejor acto de existencia que la expresión de lo inerte en el acto de la muerte. Y es en este punto donde os pregunto ¿a qué llegamos a esta vida tan relativa con el sueño consciente? ¿A dejar existencia o a solo morir? Los seres humanos tenemos una tarea respecto de otro ser, por igual, de carne y hueso. Cual sea que sea, la tarea es marcar otras vidas que, para bien o para mal, darán voz y voto a la carne que en algún momento nos dio presencia. Pero esa voz, libre relativamente, nos dará tiempo y espacio en la misma existencia. Juzgará la distancia del ser mismo a pesar de su inmaterialidad. Asimismo, postergará la estancia de la vida en la palabra si los actos carnales dejan alguna clase de huella en los paseantes de la transmutación del barro en tierra. 

Considero de eso se trata la muerte. De vivir bien. De llevar con conciencia y claridad la palabra, que es la que nos dará vida en la posteridad. Podemos existir, claramente. Pero la infalible muerte se cruza en esa brecha diminuta del estar y no estar presente. La muerte es ese encanto del sueño permanente, de la romántica idea de los deseos inamovibles, del descanso inalterable, de la paz del cuerpo ¿por qué tendría que ser doloroso morir ante los que juzgan la muerte, si aquel que se va llegó a este mundo cumpliendo un ciclo sin principio y fin? 

La muerte y la existencia, la palabra misma, son simplemente tiempos determinados. Tiempos de choques cósmico-creadores de mundos en la psique de la misma masa cerebral. Son la ilusión de aquellos que recargan su fe en un Dios. Son el descanso eterno de quienes penan una terrible enfermedad. Sin duda alguna, la muerte y la existencia son la paráfrasis, la metáfora, la introspección de la vida humana que tenemos que hablar, escribir, experimentar, sin razón, sin lógica, sin elocuencia, con disfrute y regodeo, pues solo es una extensión del tiempo en el que prestamos espacio para realizar, hacer y deshacer el producto de un pensamiento, que no tiene finalidad en la brecha del ser mismo. 

Y como diríamos al final de la carne. No nos queda más que disfrutar esta indeleble vida, llena de indescifrables actos e incertidumbres momentos. Hay que aprovechar y comprender, exprimir a modo de jugo, la gracia del ahora estar y no lamentar la partida a la cual llegaremos todos en algún momento. Pues para bien o para mal, nos tocó un tiempo limitado, un tránsito inalterable en esta tierra, unas veces húmeda, otras veces seca.

Siendo lo anterior, he aquí un poema de la intensidad con la que uno, varios, aquellos, disfrutan la muerte misma, la existencia, la presencia y la realidad:

Así porque la tristeza es como un árbol
pienso    y sus ramas
nostalgia
agonía
dolor
sufrimiento
melancolía
murria
pena
pesadumbre
amargura    y
desconsuelo
dan frutos    inverosímiles

Un día trabajando me rebané un dedo
el meñique    el menos importante   dicen

Y con los años quedé ciego de un ojo
del derecho    para ser exacto    como en la hora.
Entonces    soy zurdo    completamente
y solo tengo un giro
al que le puedo apostar    con serenidad

Mi madre murió de cáncer
de esos que secan el cuerpo
y que al final te quiebran    te erosionan
sobre la cama    entre sábanas blancas
y marcas de humedad

A mi padre lo mataron
lo secuestraron
dijeron
cuando fui a reconocer su cuerpo
desarticulado    desarmado e inservible

Una hermana    con dos abortos naturales y una muerte de cuna
se orilló al suicidio
En esa carretera oscura
se colgó en su recámara    como ropa usada
discreta    reservada    como siempre

Su expareja    con todo y sus adicciones  sigue con su vida    como si estuviera cojo
manco    o también ciego de un ojo

Otra hermana    que ya no veo
desapareció un día    sin dejar rastro
Sé que vive    manda fotos
a algunos parientes    de mi lejanía y la suya

Tengo tantas cicatrices en que no me gusta ver mi cuerpo en el espejo
me desprecio
De reojo reviso que no me falte otra extremidad    otra orilla
sobre todo    por cualquier tropiezo

No es mala suerte    es la vida
son sus singularidades
Y aquí estoy    contándote esto sin ninguna pena

No te culpo mujer    te admiro
Tu rudeza    tu crudeza   tu crueldad
Tan vil    que las mil maldiciones en tu nombre deben caer
pues tu  piel a mis cabellos no los deja volver en sí mismos    

y caen sobre mi rostro