Ilustración por Ansa Mustafa

Por Ailton Téllez Campos

Al ver a su esposa afligida por la pérdida de Pablo, el señor Arango propuso que fueran a “Angelitos de consuelo”. Una agencia dedicada a vender la experiencia de la paternidad a parejas jóvenes, a partir de la renta de infantes rescatados de las calles. Sin dudarlo, a la mañana siguiente, los Arango se encontraban reluciendo sus mejores prendas ante Consuelo, la directora de la agencia. Pasaron varios minutos tratando de convencerla de posibilitarles a uno de los desahuciados. Si bien ella sabía del poder adquisitivo que tenían los Arango para mantener a un niño, se encontraba un tanto hostil ante la petición de la insistente pareja. Al final, los Arango lograron que la directora los llevara al patio de juegos, donde escogerían a su próximo hijo. La señora Arango no tardó en señalar a uno de los niños, argumentando con la voz quebradiza que su rostro le recordaba mucho al de Pablito. Después de un rato de convivencia con el pequeño Luis, de tan solo ocho años, los Arango pasaron a la oficina de Consuelo para firmar el contrato de renta, el cual estipulaba que tendrían al niño bajo su protección por un periodo de dos meses.

Durante el primer mes, Luis obtuvo la atención y cariño que nunca había recibido en “Angelitos de consuelo”, y mucho menos en las calles. Aunque la mayor parte de los días el señor Arango llegaba agotado de la oficina, guardaba un poco de energía para la alegría de la casa. Si el clima lo permitía, jugaban futbol en el patio trasero. O si no, pasaban horas en la sala de entretenimiento, pegados al televisor jugando videojuegos. Por otro lado, la señora Arango, quien pasaba la mayor parte del día con Luis, se dedicaba a enseñarle lo más básico de la lengua inglesa, como los colores y los números. También preparaban recetas de postres que veían en internet, para después irse al cine y atascarse en más chucherías de la fuente de sodas.

Cuando llegó la fecha para devolver a Luis, los Arango estaban perdidamente encariñados con él, por lo que el señor Arango, con dinero en efectivo, fue con la directora Consuelo para ampliar el contrato de renta por seis meses más.

Conforme avanzaban los meses, el pequeño Luis empezó a tener actitudes caprichosas con los Arango. Como estaba atiborrado de juguetes, le era fácil romperlos, rayarlos e incluso quemarlos. Sabía perfectamente que, por medio del chantaje, no se le negaría nada. Cuando no le gustaba la comida casera, sin importar que la vajilla fuera valiosa, Luis no dudaba ni un segundo en tirar todo al suelo e irse sin comer a su habitación, pues en la madrugada podía atascarse del postre de la tarde sin que nadie lo molestara. La señora Arango comenzó a cuestionarse lo que había hecho mal con ese niño. ¿Era bueno cumplirle cada uno de sus antojos? O simplemente ¿servía para ser madre? Poco a poco, esas incógnitas brotaban por medio de peleas e insultos entre la pareja. Provocando que el señor Arango decidiera llegar a altas horas de la noche a casa, al estar reviviendo una aventura amorosa que, desde la llegada de Luis, había pausado con una de sus empleadas. Mientras que la señora Arango recaía en los fármacos para calmar la ansiedad.

Sin embargo, una de esas raras mañanas en las que Luis se portaba decentemente, jugaba con la señora Arango a las aventuras con sus muñecos de acción. Luis se había concentrado tanto en mover y darle voz al muñeco de su historia ficticia, que terminó ignorando a su madre. De igual manera, la señora Arango olvidó que estaba jugando con su hijo. Su mirada inexpresiva se había perdido en dirección a Luis, mientras que su mente caía en una espiral oscura que la hacía recorrer ideas perturbadoras. Esto provocó que con la fuerza de su puño tratara de hacer añicos el muñeco que sostenía en su mano. —Sólo es un niño —dijo en un suspiro, reincorporándose con entusiasmo al juego de Luis. Ese mismo día, en la noche, como ya era costumbre, el señor Arango había llegado tarde a casa. Al entrar, se percató de la penumbra que llenaba cada rincón y de un lamento que lo encaminó hasta la cocina. —¿Por qué la luz del refrigerador te alumbra? —Gritó con sarcasmo el señor Arango buscando el interruptor—. Podrías usar una de las lámparas para llorar con más claridad. Pero, al encender la luz, su mirada se llenó de inquietud al ver que de las patas de la mesa escurría un líquido rojo, hasta contemplar la cabeza de Luis reposando en un extenso charco de sangre, el cual cubría por igual el pastel con el que, minutos antes de ser acribillado, el pequeño saciaba su hambre. Y, sentada en el suelo, la señora Arango con un martillo entre las manos. Fue ahí donde el matrimonio pasó casi una hora de impetuosa discusión, junto al mal tercio que formaba el cadáver. Después de escupir sus errores y verdades, con la mente fría, los Arango tomaron acción antes de que los primeros rayos de luz se hicieran presentes. Mientras la señora Arango limpiaba la cocina y se lamentaba porque recién la habían remodelado, el señor Arango trataba de enrollar el cuerpo del niño con unas sabanas que estaban por tirar.

A primera hora del día, los Arango se encontraban relucientes en la oficina de la directora Consuelo. Intrigada por la ausencia del niño, con el ceño fruncido, la directora preguntó —¿Dónde lo tienen? —Apenados, sin decir una palabra, los Arango llevaron a la directora al estacionamiento de la agencia, donde al abrir la cajuela del auto mostraron la bolsa de basura en la que se encontraba Luis. La directora llamó a uno de los empleados de limpieza e indicó el traslado del cuerpo directamente al crematorio, ya que los contenedores de desecho se hallaban saturados. Luego de que los Arango costearan una multa costosa por la pérdida total del producto, los tres habían entablado una plática amena. No obstante, antes de despedirse, en un lapso silencioso, la directora Consuelo señaló el vientre de la señora Arango —Me lo tratan bien, eh. —La señora Arango frotó con delicadeza su vientre —Con dos errores la lección está más que aprendida —contestó la señora Arango con una tierna risotada.