por Damian Damian | Ene 15, 2021 | Enero
Por Damián Damián
Leía Apunte autobiográfico de Agustín Monsreal, el cual los invito a leer, y llegué a la conclusión de varios puntos. Uno principalmente para mis colegas de Rito. Considero de mucha relevancia que todas las personas, o en todo caso la mayoría, pudiesen realizar un apunte autobiográfico. Funciona en las consultas psicológicas, pero no hay que llegar a tal punto. Basta sentarse uno varios minutos a la semana para reflexionar cuántos pasos damos para adelante y, con mayor importancia, cuántos damos para atrás. En eso consiste un apunte autobiográfico de manera práctica, en ver cómo me fue ayer para visualizar cómo me irá mañana. Ese ejercicio reflexivo tiende a olvidársenos. Hoy di tres pasos adelante para regresar a la escuela, pero ayer di más de treinta pasos que por momentos había olvidado, para poder licenciarme y decir, con mayor apertura, lo que puedo corroborar siendo maestro o doctor. Y es que esta tarea debería ser elemental cada año en cada grado escolar. Nos daría conciencia de la capacidad que tenemos para trazar, si no un plan de vida, un borrador y ver que, efectivamente, no tenemos raíces en los pies.
Un apunte autobiográfico ve más allá de lo evidente, si, como la espada, pero también nos muestra lo que evidentemente no vimos atrás, en nuestra espalda, y que nos dio una mala postura por años. Pero decía yo, esa retrospectiva que caracteriza a los apuntes autobiográficos debería no sólo estar en cada año escolar, sino en cada año familiar. Como las tradiciones. De la familia de mi padre sé mucho, de la familia de mi madre sé nada. Y si vivo la vida a sabiendas medias no puedo tener algo o hacer algo bien, sin embargo, a medias lo tendré, sin duda. Los apuntes autobiográficos además de ser necesarios para efectuar reflexiones del pasado sobre nuestro presente, nos vislumbran la importancia del tiempo. Y entonces, ahora sí le daríamos mayor cavidad a los recuerdos en nuestro presente. Por el simple hecho de entender que cada acción corresponde a una reacción y, sobre todo, a un tiempo. Y es que el tiempo no vale oro, vale hoy y mañana, tal vez. Esto es, hoy que soy joven y que forrarme como sea, mañana que sea viejo tal vez no pueda y necesite sombrero o tirantes, incluso. Y voltee y me diga: antes pude y lo hice, y eso me complace.
Entonces decía yo, los apuntes autobiográficos deberían ser una costumbre en las aulas, cuando uno es estudiante, por supuesto, pero deberían ser un hábito cuando uno sale a caminar. O en la casa. Porque en esencia los apuntes, si bien van a pluma y papel, también podrían ser momentos de reflexión no escrita, oséase, mental. En los que tengamos la calma de saber que estamos haciendo bien o mal, por el hecho de que estamos. Y aquí es donde encuentro a uno de los enemigos de las autobiografías: la displicencia para escribir.
Vivimos en un mundo de palabras. Y en muchos casos, incluso el mío, tendemos a pasarlas desapercibidas. Vemos letras en los suelos, arriba, abajo, a un lado, atrás y nada. Pasamos desapercibidos de ellas. Si hay algo que corregir antes de emplear el uso de los apuntes autobiográficos es que es de total importancia entender que sin el buen hábito de la escritura, es complicado. Esa, sin duda, es tarea de todos. De los que escriben y los que leen. No hay que ser egoístas o vanidosos. No es posible que tengamos que inmacular los textos autobiográficos de Borges o Márquez. Pues no es una tarea de sabios, es un acto humano que nos puede dar la entereza de saber de dónde vengo y a dónde voy y debería inculcársenos a todos. Pero sin esa tarea de todos, lectores y escritores, de generalizar el apunte como una fuerte tendencia de expresión, no esperemos que la autobiografía como ejercicio sea eficaz.
Imagínese usted a una sociedad de lectores. Qué bonito sería andar por los pasillos del camposanto y ver en los epitafios una reseña autobiográfica, a lo mejor el morbo nos ayudaría con la lectura y, con mayor razón, a la escritura. Incluso, hace poco vi en el Starbucks un letrerito que decía: Deje usted una nota a nuestro personal, se le agradecerá. Y en cada espacio para depositar la notita estaba el nombre de cada demostrador. Entonces el morbo me consumió. Y fui a leer. Había teléfonos personales, hasta declaraciones de amor. Es importante entender que ese pequeño apunte forma parte de la biografía de otra persona. De una vida, para bien o para mal. Y que invaluablemente puede formar parte de una autobiografía, de un café, de un par de cigarrillos, tinta y papel, o de un amor que tal vez se pudo dar.
Por eso digo que los apuntes autobiográficos son rituales que se pueden volver ritos.
por Redacción | Ene 15, 2021 | Enero
Por Arturo I. Waldo Leal
Miro el reloj y asisto a esta íntima ceremonia
en el río de la memoria. Percibo el frío de la
última noche del año. El viento suena y la
corriente ruge. Casi no logro recordar cómo
me encontraba hace doce meses, pero aun
así inicio el rito de recordar.
2020 comenzó con una placentera ligereza.
Recuerdo tener un entusiasmo distinto. Un
entusiasmo interno que recorría mis venas.
Una confianza sólida y cristalina que
permanece conmigo aun en la tristeza que me
embarga esta noche.
El año inició con música. Ofrecimos dos
conciertos en una noche. Fue un deleite
compartir con mis amigos y el público.
Percibí amor y calidez en el ambiente.
Mi primera crisis comenzó en febrero. Mi
sombra se posó en mi frente. Me irrita
imaginar que dependo de la gente para mi
resguardo, pero es ingenuo pensar que el
mundo y yo estamos separados. Cuando
necesito ayuda me avergüenza romper el
orgullo que mi personalidad ha puesto en
bandeja de plata para formar mi
autopercepción. Sufrí al negar mi necesidad
de resguardo. Fue difícil permitirme aceptar mi
vulnerabilidad e incapacidad para asegurar mi
techo, sin embargo, todo fue solucionado.
Puedo asegurar que a lo largo del año (y de mi
vida) he tenido protección. Agradezco a Dios
su manto y el apoyo que me brinda todo
el tiempo.
En marzo inició la terrible pandemia que aún
vivimos, y con ella mucha angustia, depresión,
dolor y tristeza entre la gente. Fue inevitable
pasar algunas noches de insomnio. Me di
cuenta que mi incapacidad para dormir no
provenía sólo de mí, sino también del entorno.
La enfermedad se esparce entre nosotros
físicamente, pero también de forma emocional
y mental. Acepté la angustia y ansiedad que
aparecían en mi casa como seda negra que
por momentos colgaba de mis paredes. A
veces la seda se desvanecía y me permitía
dormir. A veces la seda me cubría la cara y me
obstruía la respiración, me ataba las manos y
me hacía temblar de miedo. Siempre fueron
los rayos del Sol los que desaparecieron el
malestar.
Inicié una rutina ordenada y disciplinada de
dibujo. Las líneas y puntos que plasmé a diario
ayudaron a calmar mi mente y a
reencontrarme con mi infancia. Encontré
nuevas maneras de explicarme y manifestar
mis reflexiones. Me da mucha alegría
relacionarme de una nueva forma con mis
pensamientos.
Todo el año tuve sustento. Fui ordenado en
mis cuentas y gracias a ello pude solventar los
gastos de mi casa y apoyar a mi amada
familia. También hubo momentos oscuros en
los que caí en el juego del dinero y la
sensación de carencia. Me di cuenta desde
dónde ejercía mi «dar» y trabajé sobre ello.
Con mi pareja tuve estabilidad. Este año
pudimos observarnos desde facetas distintas.
Me asombra darme cuenta de lo similares que
somos. La amo y me siento agradecido de
conocerla y de conocerme más.
Físicamente fue un año cómodo. Aunque en
enero me inscribí al gimnasio, no pude
continuar en él debido a la contingencia. La
mayor parte del tiempo permanecí sentado
frente a la computadora. Algunas veces usé la
bicicleta para trasladarme. Emprendí
caminatas de un par de kilómetros diarios que
me dieron mucha satisfacción. Me gustaría
recuperar mi condición física.
El confinamiento me canceló conciertos y
algunas fuentes de empleo, sin embargo,
también llegaron nuevos alumnos y dinámicas
para compartir la música. Ha sido una
bendición compartir y adaptarme junto a ellos
a una realidad insólita.
A mediados del año reuní suficiente
motivación para publicar un nuevo libro-disco
cuya finalidad es aportar ánimo y aliento a mis
amigos y a mí mismo. A un sol es el título; me
ha ayudado a no olvidar que a pesar de las
circunstancias el Sol sigue alimentando
nuestra vida y que la oscuridad es una ilusión
porque por más larga que sea la noche, la luz
continúa aquí.
El reloj sigue su curso y la tristeza también. La
miro de frente porque no le temo. Sólo pido
que mi padre se recupere de este
desagradable episodio, que los tubos que
ahora alimentan sus pulmones le ayuden a
recibir la vida que aún es él, y si no, que se
abran las puertas del cielo y lo reciban como el
héroe que ha sido para mí desde siempre.
Entrego estos recuerdos al río que incesante
fluye y cuyo destino es el mar de la
consciencia porque esto no soy.
Con amor,
Arturo Waldo.
por Redacción | Ene 15, 2021 | Enero
Por Luis Ángel Zárate Espinosa
Todos iban caminando a paso lento, bastante lento, pero firme, inalterable. Custodiaban a un apreciado prisionero que no tenía ni la más mínima idea de por qué lo llevaban atado con gruesas cadenas que rodeaban su cuello; fuerte, musculoso, pero dócil y manso. Observaba a su alrededor, observaba hacia abajo buscando algo de pasto, sin embargo, sólo encontraba barro, montones y montones de barro húmedo que dificultaba su camino y que provocó, al fin y al cabo, que sus pasos fueran pesados.
El cansancio se hizo evidente conforme aumentaba la pendiente; sus custodios reían y platicaban mientras llevaban en sus manos las cadenas que tiraban del cuello del prisionero; otros, en cambio, portaban en sus manos grandes cirios que brillaban tenuemente a la mitad de la nada, a la mitad de la noche.
-¡Vamos, ya falta poco! –Gritó uno de ellos.
-Eso espero, los muchachos y yo ya estamos algo cansados.
Todos asintieron. En total siete. Continuaron su camino y una vez llegaron a la cima de la pendiente, el camino se convirtió en llano, amplio, profundo y poblado de pastura, de la cual el prisionero tomó un poco con su boca.
A poco tiempo de haberse facilitado el camino, el grupo encontró a otro pequeño de mujeres, seis en total. Éstas entablaron un par de diálogos inaudibles e insignificantes en la inmensidad de la nada, poco después se unieron a la marcha mientras susurraban al unísono:
-Que por tu piel y tu sangre, por tu vida y tus huesos, el Señor te encomiende como protector de nuestras tierras, como protector de nuestra familia, actual y futura, y que tu presencia en la penumbra de la noche sea presagio de buena fortuna en los tiempos venideros.
Susurraron una y otra vez esta frase, que más que frase parecía ser una evocación que susurraron durante el resto del camino.
El prisionero, obediente e ignorante, cándido y sereno no comprendía lo que sucedía a su alrededor y continuó caminando por donde lo guiaban las cadenas que tiraban de su cuello. Finalmente, después de una tortuosa hora de camino, el conjunto de hombres y mujeres llegaron hasta su destino.
-¡Aquí es! –Dijo el líder del grupo-. Vayan al cobertizo que está por allá y traigan las palas.
Tres hombres le obedecieron sin chistar y trajeron consigo los instrumentos, ocho en total. Cada uno, hasta el jefe, tomó una pala, comenzando a cavar con mucha maestría y velocidad. Al cabo de otras horas el hueco estaba terminado: de unos tres metros de largo por dos de ancho, y dos y medio de profundidad.
Acto seguido, hicieron que el ser encadenado bajara, entre golpes y contoneos, entre bufidos y lamentaciones, a pesar de su nobleza, dio pelea, luchó hasta el final; con las pezuñas llenas de barro, el cuerpo cubierto de lodo y el hocico y la nariz ensangrentados, bajó. Acto seguido, las mujeres repitieron sin cesar:
-Que por tu piel y tu sangre, por tu vida y tus huesos, el Señor te encomiende como protector de nuestras tierras, como protector de nuestra familia, actual y futura, y que tu presencia en la penumbra de la noche sea presagio de buena fortuna en los tiempos venideros.
Mientras tanto, los hombres lo cubrían de tierra, de la misma tierra húmeda, pero cálida que habían sacado previamente. El animal bufaba furioso y desesperado mientras sus extremidades se perdían en la obscuridad de esa sustancia que para él había sido antes tan conocida. Pronto se quedó sin fuerzas, dejó de patalear, pues sus patas ya no podían, y el resto de la tierra comenzó a cubrirlo. Primero el vientre, después las costillas, luego el cuello y la nariz, y finalmente los ojos y la cabeza.
La tierra lo había cubierto en su totalidad, sus pulmones debieron haberse reventado por la presión, pero al fin descansaba físicamente, su lucha había terminado, por lo menos en este plano. Ahora el conjunto que lo asesinó vitoreaba y alababa su nombre. Él los observaba desde la lejanía, cada vez más lejos y más lejos, esperando el momento de regresar para augurar los buenos tiempos producidos por un descendiente de la familia digno de liderar la hacienda que estaba por construir el jefe, el patrón.
por Fabiola Garcia H. | Ene 15, 2021 | Enero
Por Fabiola Hernández
“Si en mis ojos hay diluvios,
en los tuyos leo destino”
Gustavo Cerati
Sé quién soy por cómo escribo. Siempre sobre el silencio y con un lápiz de madera, a veces de dibujo. Lo hago así por razones esenciales, porque he escrito un montón de mitos y nombres que se han transformado en símbolos y ritos. Todavía no he llegado a ver la cara de mis dioses, pero sé que en ese acto hay algo que no soy solamente yo. La escritura crea un tiempo y espacio distintos en los que nos acercamos a lo desconocido, tomamos conciencia de nosotros y esperamos oír la voz de lo absoluto.
Lanzamos una pregunta y esperamos algo a cambio, propiciamos la respuesta, aunque sólo sea una leve interrupción del silencio. Queremos ser parte de lo sagrado, incluso si nuestros ritos son de carácter profano o si nuestros dioses no tienen nombre aspiramos al misticismo.
Fuera del ámbito religioso, creamos una experiencia personal alineada con una mitología particular. Los rituales que seguimos en la vida cotidiana siguen pretendiendo ese trance fuera de la normalidad, el asombro y la certeza de que somos parte de un todo más allá de nosotros mismos. Por qué si no seguimos leyendo nuestro horóscopo cada semana o tomamos el café de la mañana en una misma taza o escribimos o tomamos té o leemos el tarot.
Sé quién soy también por cómo leo. La lectura me lleva siempre a sitios distintos con algo qué decirme sobre lo mismo. Cuando leo mis cuadernos me sorprende la permanencia de ciertas palabras que son como un axis mundi: nombre, absoluto, silencio, carne, tristeza y verdad. También he llegado a conocer las palabras de otros y a traducirlas; a veces las trascribo porque, como Rilke, quiero que broten, aunque ilusoriamente de mí, con su propio tiempo y espacio; porque, en fin, quiero ser escrita.
Con ello entiendo que a pesar de todo me pertenecen estos actos, su origen y propósito con lo que quiero y lo que no quiero saber, porque al final la experiencia del rito es personal, pues la vivimos desde un tránsito que sólo nosotros hemos recorrido y mediante el cual buscamos apropiarnos de lo que nos excede. A veces en los diluvios no sé quién soy, pero busco y lo malentiendo todo para permanecer: un poco a mi favor, un poco en mi contra.
por Redacción | Ene 15, 2021 | Enero
Por Eva Luna Marenco Fernández y María Fernanda Reyes Rosas
Este breve escrito no es más que una introducción ante los planteamientos sobre qué es el arte y el ritual desde la antropología.
Para empezar, ¿qué entendemos por arte? La respuesta a esta interrogante apunta a conceptualizar el arte como una expresión intrínsecamente humana. Este ámbito refleja la sensibilidad otorgada por los marcos culturales de los cuales participan individuos concretos. La práctica artística, muchas veces es una actividad individual que implica la asimilación de valores y experiencias socialmente determinadas. Desde las capacidades sensibles, los individuos poseemos la facultad para elaborar traducciones subjetivas de las determinaciones sociales.
Desde esta perspectiva cabe casi cualquier acto de creación, el cual sigue cayendo en una dimensión subjetiva, pues no toda creación que implique una traducción y expresión de valores es arte. Otras formaciones académicas apuntan a que el arte debe ser entendido desde la experiencia estética, ámbito que se dirige hacia una esfera de la subjetividad. El asunto recae en el cuestionamiento sociológico e incluso político, pues quiénes y desde qué lugares establecen las pautas estéticas. Las visiones son múltiples y por lo tanto tratar de definir arte deviene en un acto confuso, enredoso y que rebasa nuestro propósito.
El asunto que únicamente buscamos apuntar dentro de este texto es cómo el ritual es una esfera privilegiada para dar cuenta de la dimensión artística del hombre. A partir de este enfoque señalamos que las sociedades no occidentales o con otras lógicas de pensamiento pueden expresar a través del ritual la dimensión artística de su cultura. Puesto que la antropología, a diferencia de la teoría del arte y otras ramas de estudio, puede dar cuenta de que el arte y la ritualidad están intrínsecamente relacionados, se han hecho diferentes estudios sobre la relación entre arte y rito, como por ejemplo la convergencia con la danza.
De una manera breve, entendemos por ritual el conjunto de prácticas que buscan producir un cambio en distintos ámbitos de la vida. Los estudios antropológicos han privilegiado los rituales de paso, donde los individuos se enfrentan a un cambio de estatus político en su sociedad. Una forma de entrelazar la expresión artística y ritual en sociedades no occidentales son los actos dancísticos, los cuales se expresan en ocasiones diversas. Para cada cultura hay momentos que apelan a abrir un espacio ritual, mismo que sintetiza en su práctica una concepción específica del mundo.
Las expresiones rituales no se agotan en las sociedades no occidentales, tanto la práctica artística como la práctica ritual son actividades propias del antropos. Las sociedades occidentales también han creado una dimensión de la que hoy en día la antropología da cuenta a través de la nueva ritualidad. Un aspecto que lejos del misticismo mediatizado propio del siglo XXI expresa las traducciones que actualmente se hacen de los valores sensibles de nuevas experiencias y fenómenos sociales. Por lo tanto, queda mucho aún por plantearse, cuestionar y comprender.
por Dorian Huitron | Ene 15, 2021 | Enero
Por Dorian Huitrón Álvarez
Casi todos los mexicanos apoyan a un equipo de futbol diferente. Cuando es el mejor de los casos, todos apoyan al mismo: a la propia selección. Bien lo dijo Carlos Monsiváis, el mexicano celebra una victoria porque es colectiva. El ruido del aficionado apaga los demás: “puede que nos ganen en educación (cuando se le gana a una potencia en todos los niveles, como Alemania), pero hoy nos los chingamos en la cancha”. Pero eso no quiere decir que el mexicano futbolero no sea de memoria corta: una victoria puede sostener años y años de “ya merito” (también en todos los niveles).
Si hay algo que el mexicano extrañe más durante la pandemia es el ruido de la batucada, los cánticos de apoyo y los rugidos desde fuera del estadio. Dicen los que saben que un estadio impone por el canto y no por la vitrina. Aunque a veces olvidemos que desde siempre cantamos una que se sepan todos. Ahí tenemos a dos de las porras más viejas del futbol mexicano: la del Toluca y la del Atlante, las que, de vez en vez, suelen lanzar su lírica que recuerda más a un cumpleaños que a un partido a muerte: “¡Chiquitibum-bombita, chiquitibum-bombita, Toluca, Toluca, ay, qué bonito!”. Pero también hay rimas de paternidad: “Les cuadre o no les cuadre, el Atlante es su padre”.
Tal vez ahí radique la diferencia de las barras argentinas y las porras mexicanas. El sentido de la porra es alentar a su equipo, mientras que el de la barra es intimidar al rival. Sin embargo, los ritos son claros. La porra desborda inocencia, la barra popularidad. Basta con prestar oído a uno de los cánticos más famosos dentro de las porras modernas del futbol mexicano para escuchar al “Negro José” que vaticinó la Sonora Dinamita:
En un pueblo olvidado no sé por qué
y su danza de moreno lo hace mover
en el pueblo lo llamaban “Negro José”
amigo “Negro José”.
Porra de Pumas:
Dale, dale, dale, Pumas,
vamos a ganar,
que esta barra,
no te deja de apoyar.
Yo te sigo a todas partes a donde vas.
Cada día te quiero más
y más y más…
Entonces, las porras se identifican, llaman a su equipo y lo alientan al ritmo de lo popular. Pero también, las porras y las barras se apoderan del silencio. Es fácil encontrar la solitaria voz que reclama su lugar y se impone ante las demás: “Ahorita que están callados: ¡chinguen a su madre!”. Un grito de guerrero nómada, vagabundo, pero con la potencia necesaria para volverse un comandante: rechiflas que se unen a él, risas que lo aprueban y, sobre todo, la contestaria oleada de enemigos que le exigen retractarse de su afrenta: “¡Chingas a tu madre!” y el coro enemigo alista de nuevo las armas al son de la cumbia que mejor se les acomode.
Pero como en este rito es necesario reclamar espacios y silencios, también es necesario apoderarse del otro. Para el portero visitante es necesario revestirse dos veces de héroe (y enemigo a la vez), pues en un descuido, el coro enemigo lo vuelve “una puta de cabaret”:
Que lo vengan a ver
que lo vengan a ver.
Ese no es un portero
es una puta de cabaret.
El poder de la porra es tal que no sólo intimida, sino que juzga, transforma y se apropia del enemigo. Por más contorsiones y atajadas que haga el portero, sus hazañas están destinadas a volverse eróticas bajo la mirada local, mientras que las del portero de casa son dignas de cualquier superhéroe. Y es que en el coliseo pambolero no hay espacio para lo erótico, lo que se oculta y poco a poco se devela, sino que para el hincha futbolero todo debe ser claro, si no es un robo o un engaño.
Engañar al espectador resulta caro. Ninguno de los 22 jugadores tiene permitido ser otra cosa más que un hombre (a menos que la porra diga lo contrario). “Es juego de hombres”. El aficionado es inclemente y apela a la miseria y debilidad de su contrario: “échenle un bolillo”, “se cae de hambre”.
Pero la verdadera naturaleza del aficionado se nota al grito de gol. Ninguna falla es permitida, sin importar si es local o visitante. Menos aún cuando es desde los 11 pasos. En un instante, el ídolo del equipo puede convertirse en el peor enemigo y ser desconocido por su porra. En cambio, el grito de un gol anotado es liberador. Ese momento catártico marca un instante en que todo está permitido: gritar, correr, empujar, lanzar cerveza y encararse con los contrarios.
Hasta que el árbitro pita el final, el aficionado puede respirar en paz. El ritual ha concluido. Ganado o perdido, nadie le quita lo bailado y el viaje de regreso a casa da tiempo para el análisis, lo que pudo o no pudo ser. Pero eso queda en el olvido cuando entra al transporte público. Después del fin de semana comienza otro clásico.