Por Dorian Huitrón Álvarez

Casi todos los mexicanos apoyan a un equipo de futbol diferente. Cuando es el mejor de los casos, todos apoyan al mismo: a la propia selección. Bien lo dijo Carlos Monsiváis, el mexicano celebra una victoria porque es colectiva. El ruido del aficionado apaga los demás: “puede que nos ganen en educación (cuando se le gana a una potencia en todos los niveles, como Alemania), pero hoy nos los chingamos en la cancha”. Pero eso no quiere decir que el mexicano futbolero no sea de memoria corta: una victoria puede sostener años y años de “ya merito” (también en todos los niveles).

Si hay algo que el mexicano extrañe más durante la pandemia es el ruido de la batucada, los cánticos de apoyo y los rugidos desde fuera del estadio. Dicen los que saben que un estadio impone por el canto y no por la vitrina. Aunque a veces olvidemos que desde siempre cantamos una que se sepan todos. Ahí tenemos a dos de las porras más viejas del futbol mexicano: la del Toluca y la del Atlante, las que, de vez en vez, suelen lanzar su lírica que recuerda más a un cumpleaños que a un partido a muerte: “¡Chiquitibum-bombita, chiquitibum-bombita, Toluca, Toluca, ay, qué bonito!”. Pero también hay rimas de paternidad: “Les cuadre o no les cuadre, el Atlante es su padre”.

Tal vez ahí radique la diferencia de las barras argentinas y las porras mexicanas. El sentido de la porra es alentar a su equipo, mientras que el de la barra es intimidar al rival. Sin embargo, los ritos son claros. La porra desborda inocencia, la barra popularidad. Basta con prestar oído a uno de los cánticos más famosos dentro de las porras modernas del futbol mexicano para escuchar al “Negro José” que vaticinó la Sonora Dinamita:

En un pueblo olvidado no sé por qué
y su danza de moreno lo hace mover
en el pueblo lo llamaban “Negro José”
amigo “Negro José”.

Porra de Pumas:

Dale, dale, dale, Pumas,
vamos a ganar,
que esta barra,
no te deja de apoyar.
Yo te sigo a todas partes a donde vas.
Cada día te quiero más
y más y más…

Entonces, las porras se identifican, llaman a su equipo y lo alientan al ritmo de lo popular. Pero también, las porras y las barras se apoderan del silencio. Es fácil encontrar la solitaria voz que reclama su lugar y se impone ante las demás: “Ahorita que están callados: ¡chinguen a su madre!”. Un grito de guerrero nómada, vagabundo, pero con la potencia necesaria para volverse un comandante: rechiflas que se unen a él, risas que lo aprueban y, sobre todo, la contestaria oleada de enemigos que le exigen retractarse de su afrenta: “¡Chingas a tu madre!” y el coro enemigo alista de nuevo las armas al son de la cumbia que mejor se les acomode.

Pero como en este rito es necesario reclamar espacios y silencios, también es necesario apoderarse del otro. Para el portero visitante es necesario revestirse dos veces de héroe (y enemigo a la vez), pues en un descuido, el coro enemigo lo vuelve “una puta de cabaret”:

Que lo vengan a ver
que lo vengan a ver.
Ese no es un portero
es una puta de cabaret.

El poder de la porra es tal que no sólo intimida, sino que juzga, transforma y se apropia del enemigo. Por más contorsiones y atajadas que haga el portero, sus hazañas están destinadas a volverse eróticas bajo la mirada local, mientras que las del portero de casa son dignas de cualquier superhéroe. Y es que en el coliseo pambolero no hay espacio para lo erótico, lo que se oculta y poco a poco se devela, sino que para el hincha futbolero todo debe ser claro, si no es un robo o un engaño.

Engañar al espectador resulta caro. Ninguno de los 22 jugadores tiene permitido ser otra cosa más que un hombre (a menos que la porra diga lo contrario). “Es juego de hombres”. El aficionado es inclemente y apela a la miseria y debilidad de su contrario: “échenle un bolillo”, “se cae de hambre”.

Pero la verdadera naturaleza del aficionado se nota al grito de gol. Ninguna falla es permitida, sin importar si es local o visitante. Menos aún cuando es desde los 11 pasos. En un instante, el ídolo del equipo puede convertirse en el peor enemigo y ser desconocido por su porra. En cambio, el grito de un gol anotado es liberador. Ese momento catártico marca un instante en que todo está permitido: gritar, correr, empujar, lanzar cerveza y encararse con los contrarios.

Hasta que el árbitro pita el final, el aficionado puede respirar en paz. El ritual ha concluido. Ganado o perdido, nadie le quita lo bailado y el viaje de regreso a casa da tiempo para el análisis, lo que pudo o no pudo ser. Pero eso queda en el olvido cuando entra al transporte público. Después del fin de semana comienza otro clásico.