Por Luis Ángel Zárate Espinosa

Todos iban caminando a paso lento, bastante lento, pero firme, inalterable. Custodiaban a un apreciado prisionero que no tenía ni la más mínima idea de por qué lo llevaban atado con gruesas cadenas que rodeaban su cuello; fuerte, musculoso, pero dócil y manso. Observaba a su alrededor, observaba hacia abajo buscando algo de pasto, sin embargo, sólo encontraba barro, montones y montones de barro húmedo que dificultaba su camino y que provocó, al fin y al cabo, que sus pasos fueran pesados.

El cansancio se hizo evidente conforme aumentaba la pendiente; sus custodios reían y platicaban mientras llevaban en sus manos las cadenas que tiraban del cuello del prisionero; otros, en cambio, portaban en sus manos grandes cirios que brillaban tenuemente a la mitad de la nada, a la mitad de la noche.

-¡Vamos, ya falta poco! –Gritó uno de ellos.

-Eso espero, los muchachos y yo ya estamos algo cansados.

Todos asintieron. En total siete. Continuaron su camino y una vez llegaron a la cima de la pendiente, el camino se convirtió en llano, amplio, profundo y poblado de pastura, de la cual el prisionero tomó un poco con su boca.

A poco tiempo de haberse facilitado el camino, el grupo encontró a otro pequeño de mujeres, seis en total. Éstas entablaron un par de diálogos inaudibles e insignificantes en la inmensidad de la nada, poco después se unieron a la marcha mientras susurraban al unísono:

-Que por tu piel y tu sangre, por tu vida y tus huesos, el Señor te encomiende como protector de nuestras tierras, como protector de nuestra familia, actual y futura, y que tu presencia en la penumbra de la noche sea presagio de buena fortuna en los tiempos venideros.

Susurraron una y otra vez esta frase, que más que frase parecía ser una evocación que  susurraron durante el resto del camino.

El prisionero, obediente e ignorante, cándido y sereno no comprendía lo que sucedía a su alrededor y continuó caminando por donde lo guiaban las cadenas que tiraban de su cuello. Finalmente, después de una tortuosa hora de camino, el conjunto de hombres y mujeres llegaron hasta su destino.

-¡Aquí es! –Dijo el líder del grupo-. Vayan al cobertizo que está por allá y traigan las palas.

Tres hombres le obedecieron sin chistar y trajeron consigo los instrumentos, ocho en total. Cada uno, hasta el jefe, tomó una pala, comenzando a cavar con mucha maestría y velocidad. Al cabo de otras horas el hueco estaba terminado: de unos tres metros de largo por dos de ancho, y dos y medio de profundidad.

Acto seguido, hicieron que el ser encadenado bajara, entre golpes y contoneos, entre bufidos y lamentaciones, a pesar de su nobleza, dio pelea, luchó hasta el final; con las pezuñas llenas de barro, el cuerpo cubierto de lodo y el hocico y la nariz ensangrentados, bajó. Acto seguido, las mujeres repitieron sin cesar:

-Que por tu piel y tu sangre, por tu vida y tus huesos, el Señor te encomiende como protector de nuestras tierras, como protector de nuestra familia, actual y futura, y que tu presencia en la penumbra de la noche sea presagio de buena fortuna en los tiempos venideros.

Mientras tanto, los hombres lo cubrían de tierra, de la misma tierra húmeda, pero cálida que habían sacado previamente. El animal bufaba furioso y desesperado mientras sus extremidades se perdían en la obscuridad de esa sustancia que para él había sido antes tan conocida. Pronto se quedó sin fuerzas, dejó de patalear, pues sus patas ya no podían, y el resto de la tierra comenzó a cubrirlo. Primero el vientre, después las costillas, luego el cuello y la nariz, y finalmente los ojos y la cabeza.

La tierra lo había cubierto en su totalidad, sus pulmones debieron haberse reventado por la presión, pero al fin descansaba físicamente, su lucha había terminado, por lo menos en este plano. Ahora el conjunto que lo asesinó vitoreaba y alababa su nombre. Él los observaba desde la lejanía, cada vez más lejos y más lejos, esperando el momento de regresar para augurar los buenos tiempos producidos por un descendiente de la familia digno de liderar la hacienda que estaba por construir el jefe, el patrón.