Tra agogni

Tra agogni

Por Angélica Escobedo

En una casa vieja en la ciudad de Mansurá, Egipto, un joven de nombre Haidar come dátiles recostado sobre su cama, mientras revisa sus apuntes de italiano. Rodeado de un ropero y un tocador rústicos y desgastados, camina lentamente hacia la ventana con la mirada puesta en la pantalla de su celular. Abre la ventana y escucha el llamado de la mezquita que está a una calle de su casa.

Mira hacia afuera y ve a los hombres que apresuran el paso para la plegaria del medio día, gira la cabeza y ve a un par de mujeres con hiyab cruzar la calle. De pronto, dos golpes a su puerta lo espantan.

─Cariño, tu padre te espera para hacer el Dhuhr.

─¿Papá está en el baño?

─No, es Amin que se está lavando. ¿Pero por qué no estás limpio? ¿No escuchaste la Adhan?

Haidar permaneció en silencio unos cuantos segundos y antes de pronunciar una palabra su madre lo interrumpió.

─Date prisa, solo faltas tú.

La madre de Haidar cerró la puerta, él cerró la ventana, dejó el celular en una mesita que estaba junto, al igual que sus anteojos y caminó hacia el baño con un serwal y thobe en el brazo.

─¿Qué hacías? Mamá dice que estás algo distraído desde hace días. ¿Pasó algo? ¿Te sacaron del equipo otra vez?

─¿A mí? Claro que no, soy su jugador estrella. No pasa nada, solo estoy cansado y aburrido.

─Si tú lo dices…

Haidar entró al baño, admiró su rostro un poco en el espejo, respiró profundamente, cerró los ojos y comenzó a hacer la ablución, invocando a Aláh y lavando sus palmas tres veces. Enjugó su boca, lavó su nariz, la cara y sus manos hasta los codos, también tres veces. Limpió su cabeza y sus orejas con las manos mojadas y, por último, lavó los pies desde la punta hasta el talón, empezando por el derecho, todo una sola vez. Se quitó la camiseta y el pants deportivos, y se puso la ropa que había colgado en el tubo del baño. En la sala no había ruido alguno, solo dos sillones, una pequeña mesa de centro que fue removida a la esquina y una alfombra roja con ornamentos y figuras geométricas, sobre ella lo esperaban de pie su padre y Amin, que también vestían con serwal y thobe.

Haidar caminó hacia ellos, los tres tenían los rostros serios y llenos de serenidad, se colocaron en dirección a la Meca y comenzaron el Dhuhr. Llevaron las manos a la altura de las orejas mientras pronunciaban sus oraciones, después colocaron la mano derecha sobre la izquierda y las llevaron al ombligo, recitando unos suras del Corán. Bajaron el cuerpo en ángulo recto y pidiendo a Aláh por la salud de su familia, volvieron a la posición anterior y después bajaron hasta quedar en cuclillas con la cara, manos y puntas de los pies pegadas al piso, en todo momento repetían las glorificaciones hacia Aláh tres veces. Irguieron sus espaldas y repitieron el ritual cuatro veces, como corresponde al Dhuhr.

A unos cuantos pasos, la madre de Haidar tapada de la cabeza a los pies y con la cara descubierta hacía lo mismo parada en una alfombra con decorados cafés.

La campana de la basura anuncia que ya es de día, los vecinos salen en pijama con sus bolsas medio llenas directo al camión que recoge los deshechos. Un chico delgado que fuma marihuana recargado en un barandal ve desde arriba a dos vecinas platicar en medio de la calle. El chico tose por el humo del churro y las vecinas llevan sus ojos de escarnio hasta encontrar su rostro. Lo miran un poco y él decide meterse a su departamento.

El sonido de la alarma de un celular despierta a Amelia que vive enfrente del chico que fuma marihuana. Apaga la alarma, se quita las lagañas y con sueño en los ojos comienza a revisar las redes sociales. Se levanta de la cama con pereza, baja las escaleras de su litera, camina a la ventana y la abre para que corra el aire, deja su celular en el escritorio adaptado debajo de su cama. Luego va al baño y toma unos minutos para recordar las tareas del día. Camina a hacia su recámara, enciende una bocina que está arriba de su librero y pone una playlist de rock de los años 70, mientras limpia su departamento.

Suena el teléfono y recibe un mensaje de audio de Citlali: “¡Buenos días, amiga! ¿Cómo te fue con tu trabajo? Anoche me quedé dormida y ya no vi tus mensajes”.

Amelia, con el teléfono frente a la boca, responde: “¡Buen día, amiga! Todo bien terminé más tarde de lo que esperaba, pero ya lo envíe a mi jefe y solo espero que me marque para hacer las correcciones. Avísame si nos vemos el viernes para terminar con mis trabajos. Hablamos luego”.

Amelia terminó de limpiar, preparó el desayuno y se sentó a la mesa a comerlo. Tomó su celular y puso una serie. El sonido de las llaves en el picaporte la hizo voltear hacia la puerta y ponerle pausa a su serie.

─¡Hola! Provecho. Pensé que saldrías temprano.

─(comiendo) ¡Hola! No, me cambiaron la cita del banco para la otra semana.

─ (Toma una silla y se sienta) Mmm… Bueno, si no vas a salir podemos pedir sushi para la noche.

Amelia asintió con la cabeza, su hermana se levantó y salió del departamento. Llevó los trastes al pequeño lavadero que había junto a su estufa. La cortina de la ventana, que se encontraba frente a él, dejaba pasar la luz del día, y mientras lavaba los trastes vio a una pareja de adolescentes besándose detrás de un árbol. Regresó sus ojos al agua que corría entre sus dedos y sonrió.

Tumbado en el sillón de la sala y con ropa deportiva, Haidar sujeta el celular y ve fotos de Nápoles, Liguria y Módena, navega entre distintos perfiles y comienza a agregar a personas que siguen las mismas páginas que él.

Sentada frente al escritorio, con shorts de mezclilla y una playera, Amelia con los anteojos puestos escribe en su laptop y revisa contenido para sus tareas de italiano. Una luz en el celular avisa que tiene una notificación, lo toma y abre la ventana de una solicitud de amistad, revisa el perfil, duda un momento y la acepta.

Haidar entra a su recámara con un pants sucio y una playera llena de sudor, deja su mochila a lado y se acuesta en la cama. Saca el celular de su bolsillo y mira que una solicitud fue aceptada. La curiosidad de la imagen de perfil de Amelia lo lleva a revisar sus otras fotos y decide escribirle por chat: Ciao, Amelia! Come stai?

Amelia, con el teléfono en la mano siente curiosidad y comienza una conversación. Los ojos de Haidar estaban ensimismados en la conversación que sostenía con ella, pero la voz de su padre que lo llamaba a cenar lo regresó a su recámara y, dejando el celular sobre la cama, se levantó y salió del cuarto.

Parada a lado del refrigerador con la pijama puesta, Amelia juega con su chancla, mientras manda un audio a su amiga Citlalli: ¿Adivina qué? Hace unos días acepté la solitud de un tipo que no conozco que habla italiano y que vive en Egipto. Ya sé, es muy extraño, pero lo agregué porque vi que sigue algunas páginas que yo y bueno, la neta es que estoy aburrida, me dio curiosidad y chance practico el idioma. Es muy gracioso, llevamos unos días escribiéndonos por chat, creo que me servirá mucho y además está guapo. Amelia continuó hablando por teléfono con una sonrisa juguetona que no se borraba de su cara.

Sentados alrededor del comedor, Haidar y su familia comen kushari y beben un poco de agua.

Papá: ─¿Qué ha pasado con tu amiga española hijo?

Haidar: ─¿Amelia? No, papá, es mexicana y habla español e italiano.

Mamá: ─¿Con ella hablas diario? ¿Por qué no nos cuentas más? Nunca entiendo cuando te veo hablar por teléfono. ¿A qué se dedica? ¿Vive con sus padres?

Haidar: ─Sí, mamá, es muy linda, agradable y divertida. Solo nos comunicamos en italiano. Trabaja en una editorial y vive con su hermana y su cuñado.

Papá: ─¿Te gusta?

Haidar lanzó una mirada sonriente hacia sus padres, asintiendo con la cabeza. Ellos continuaron preguntando y él siguió hablando sobre Amelia.

Vestidas de mezclilla y con blusas cortas, Amelia y Citlalli están sentadas en las escaleras del departamento de Amelia. Citlalli recarga sus codos sobre su mochila y come un helado de chocolate, Amelia pone su paleta de arroz con leche en la boca y sujeta su cabello con una liga.

Citlalli: (emocionada) ─¿Ya me vas a contar qué pasó con Haidar?

Amelia: ─No sé por dónde empezar. Nunca me había pasado algo así. Suena a cliché de película barata gringa. Él es muy coqueto, directo y cariñoso conmigo, pero nos conocemos hace tres meses.

Citlali: ─¡Güey, no empieces! Es real y te está pasando. Tú déjate querer, chance y en unos meses andas volando para el Cairo.

Amelia: ─¡Ay, no! ¡Qué miedo! Si la otra vez me presentó por videollamada a sus papás, y otro día me empezó a hablar del Corán, cuando yo soy re guadalupana.

Citlali: ─Ja, ja, ja. ¡No mames! Ya te presentó a los suegros.

Amelia: (Sarcástica) ─Ya me vi presentándole a mis papás a mi novio de internet que es árabe, habla italiano, tiene 20 años y ama el fútbol.

Citlali: (entre risas) ─Bueno, no sabes, tal vez, se anima y viene a México con todo y camellos. Pero a todo esto, ¿sí te lo tomas en serio?

Amelia: (pensativa) ─Pues… al inicio estaba jugando, y pensé que él también, me atrajo su seguridad, su físico y su galantería, pero al poco tiempo comenzó a enojarse y a intentar prohibirme cosas que para mí son normales, como salir con mis amigos, beber, maquillarme, en fin.

Citlali: ─Sí, me acuerdo que hablaste con él y le explicaste qué onda con el pensamiento de acá. Tú toda power woman.

Amelia: ─Exacto, lo hablamos y ahí quedó. La verdad sí ha sido interesante aprender de otra cultura, porque en mi vida me imaginé hablarle a un güey que es árabe en italiano. Incluso hemos hablado de viajar juntos a Italia. Ja, ja, ja. Está como bien fumado todo esto.

Citlali: ─¿Pero lo quieres y te ves con él? Porque él ya te dijo que sí viviría en otro país contigo.

La música del camión de los helados interrumpió su plática y Amelia sintió cómo se derretía su paleta de arroz a través de sus dedos.

Haidar acostado en su cama mira el celular que está a lado de su almohada. Permanece así hasta que lo vence el sueño.

Amelia con el cabello revuelto y la pijama arrugada, sentada frente a su escritorio, escribe en su laptop y mira de reojo el celular que está a lado de su café. Lo toma entre sus manos, lo desbloquea, entra a sus chats, teclea algo, lo borra y deja el teléfono en el mismo lugar.

Haidar sentado en el comedor con una taza de café y con el celular en la mano, escribe: “Ciao, amore! Cosa fai? Mi manchi” Ella responde de inmediato: “Ciao, carino! Faccio il lavoro”. Apenas cambiaron mensajes cuando el tiempo y las ocupaciones hicieron que se despidieran con algo de cortesía. Amelia dejó el celular a un lado, miró unos cuantos segundos la pantalla y recordó las horas de videollamada que hacía tiempo no tenía con él.

Haidar cerro el chat, camino a su recámara, dejó el celular en su escritorio y abrió la ventana, vio pasar un avión a lo lejos. Cerró los ojos y escuchó la Adhan del medio día que provenía de la mezquita.

Amelia: (a sí misma) ─Otra vez estos güeyes de la basura no pasaron, ¿y ahora cómo le haré si ya no me da tiempo de nada?

Camina a su recámara se mira el pantalón de mezclilla, el suéter rayado y los tenis blancos para ver si combinan. Luego se dirige frente al espejo del lavamanos, con el cabello suelto y la mirada pensativa, se pinta los labios. Saca el celular de su bolsa trasera, lo desbloquea y lo coloca sobre el lavamanos, vuelve a fijar la mirada en el espejo y escucha el mensaje de audio de Citlalli:

Güey, ¿Cómo estás hoy? ¿Ya no has hablado con Haidar? Ya pasó un chingo desde que hablaste con él. ¡Ay, amiga! Espero que ya no te culpes por alejarlo, pero si tenías dudas y le pediste que se conocieran primero como amigos, pues ya no es tu bronca. Oye… y si él no te escribe, ¿tú le vas a escribir?

Amelia tomó el celular y lo guardó en su bolsa trasera, caminó a su recámara, cogió el bolso de mano, guardó las llaves y se dirigió hacia la puerta. Una vibración de su teléfono la hizo sacarlo del bolsillo, desbloqueó la pantalla, miró la notificación y una sonrisa se dibujó en su boca. Abrió la puerta, la luz de mediodía la segó por unos segundos hasta que un avión se cruzó en el cielo, lo vio pasar y salió de su casa.

Sombra del olvido

Sombra del olvido

Por Sergio H. García

Para Camila que desconoce su historia
y eso la convierte en lienzo blanco

Raúl ha muerto,
sus sonrisas añejas
se quedaron en mi niñez
junto a juguetes rancios
y el óxido de su muerte.

II

Mi mamá pronto envejecerá,
su mano no tendrá fuerzas para luchar contra los centauros
cazadores de amas de casa viudas     solitarias
con hijos que tienen miedo.

III

Quisiera pensar que Raúl no murió
solo se oscureció,
su amplia forma y figura
fueron negadas a nuestros ojos.

Quisiera pensar
que Camila lo ve.

IV

Hay un centauro parado en la puerta
exige algo.
Mi mamá busca entre las galerías de historias
una que le sirva de distracción
para escapar.
El centauro se aferra a la puerta
pero mamá no desiste
disparando más detalles que van a su corazón.

Se va
mamá tiene una semana más para pagar la renta.

V

Raúl se oscureció
los años deslavaron su rostro de mis recuerdos.
Un anillo perdido en algún cajón olvidado,
lleno de mandiles que aún gritan su sazón,
es fiel evidencia de su sombra.

VI

Raúl antes de morir
nunca fue sombra.
Nunca fue dolor
olvido
silencio.

Antes de morir Raúl era brillo
cordura y voz.
Cuando se oscureció
su cuerpo quedó tirado
a mitad de carretera

Los forenses nunca revisan bien una escena,
mi padre era luz
y su brillo jamás volvió a casa.

VII

Los centauros carecen de corazón
pero una herida en la zona geográfica
donde debería de estar
los espanta.

VIII

Los oscuros restos de Raúl
se descompusieron en huesos blancos,
cuyo brillo artificial nos fue negado
por tres placas de cemento
que cubren el ataúd.

IX

A mi madre se le agotaron los recursos,
las cuentas quedaron vacías
perdiendo la fuerza para luchar.
Nos llevará a otro escondite.

Los abuelos nunca entendieron de dolor.

X

Lo cierto es que Raúl murió,
su figura blanca por la muerte
yace en su segunda tumba.
Esta vez no toca el suelo
quizás por eso lo recordamos 

                                      a tantos años
                                      de su muerte,

porque su recuerdo físico
ya está bajo tierra.

                                                       Camila brilla.

Incierto

Incierto

Por Martha Sued Rico Delgado 

La nostalgia es una palabra, afecto, señal, síntoma, es la existencia misma. No se elige, solo aparece. Un afecto que perturba el cuerpo y deja marcas, creando un juego entre la ausencia y la presencia, la falta y el deseo, la pérdida y el encuentro; en el punto intermedio se localiza la posibilidad de perderlo todo, el vacío, la posibilidad de pérdida de aquello que nos hace vivir, ese céfiro respirable.

Para Braunstein (2011) la nostalgia “es un modo de vivir, de vivir recordando y llorando por un “dulce recuerdo” que se idealiza y del cual el sujeto no puede ni quiere desprenderse, al que se aferra con el alma entera” p.52,  es por esto que se experimenta como algo de lo que partimos y a lo que volvemos; es el alegato ante el desvalimiento que conlleva el comprender la efimeridad de la vida, nostalgia de vivir, nostalgia por la vida, por la irracionalidad de la vida, los paraísos perdidos, algo más fuerte que la depresión, abrasadora; una pesada loza que abate lentamente… vivimos en la orilla del vacío, en la orilla de la angustia mirando desde la nostalgia. 

Afecto más presente en la plena oscuridad de la noche, acompañado de soledad, en la que lo real parece renunciar al cuerpo, latente en el insomnio, en cada palabra, idea, sueño implorante, con unas manos frías en plegaria, manos que suplican lo que se desconoce, la imposibilidad, anhelando figuras ideales inalcanzables puestas en vitrina, girones de nuestros sueños, quimeras ausentes; es un estar solos sin estarlo.

La nostalgia es la desesperación, la asfixia, la angustia ante el porvenir que destroza y roba el hoy, condición humana que a su vez es un reencuentro con el destino, el retorno al dolor. Es la búsqueda de un pasado inolvidable, un bienestar extraviado, la tristeza por la imposibilidad de ser, la incredulidad de un porvenir que se desdibuja. Vivenciada como “un dolor agudo y a los dos días… un sufrimiento insoportable” (Pamuk, 2008, p.208).

La nostalgia es una musa, un colgante prendido al cuello zurcido a la piel del que parece imposible deshacerse, algo ausente que atormenta, extrañando lo que aún no se conoce y lo sabido de antemano; pues, por paradójico que parezca, es un deseo, un deseo de retornar al origen, la quietud, es el deseo de morir, incierto destino que busca encontrarse incluso en lo inhóspito de la muerte, en el dejar de existir. 

 

Referencias

Braunstein, N. (2011). Diálogo sobre la nostalgia en psicoanálisis. Desde el Jardín de Freud. Revista de Psicoanálisis, 11, 51-66. Recuperado de: https://revistas.unal.edu.co/index.php/jardin/article/view/27216

Pamuk, O. (2008). El museo de la inocencia. Budapest. Recuperado de: https://es.pdfdrive.com/el-museo-de-la-inocencia-e199682183.html

En memoria de las urbes

En memoria de las urbes

Por Eduardo Omar Honey Escandón

Durante dos meses vimos cómo el edificio fue derruido. Al principio eran albañiles con marros que andaban en los pisos superiores. Por las rotas ventanas mirábamos cómo golpe tras golpe fulminaron paredes y luego los pisos. Al final quedó una cáscara que con facilidad hicieron caer hacia el interior. Nunca afectaron las dos vías principales que lo circundaban.

“Recuerdo cuando eran calles de dos vías. En medio existían enormes jardineras y árboles. Cada banqueta, antes de que pusieran todititos estos edificios de departamentos, tenían enormes árboles enfrente”, rememoraste como cada vez que en nuestros paseos domingueros encontrábamos la cicatriz de nuevas y desiguales construcciones.

“La ciudad se llama y parece la misma… pero no lo es… te darás cuenta al llegar a mi edad”, fue tu frase final una semana antes de tu fallecimiento. Fuera de un primo que desconocía, nadie más acudió a tu sepelio. Me pregunté si lo mismo sucede con los edificios, que se van en solitario y sin lágrimas de por medio.

Descorazonado, al domingo siguiente salí a pasear como era nuestra costumbre. Por costumbre de más de un lustro toqué en la puerta del cuarto que ocupabas en la planta baja. Tardé en darme cuenta lo que el moño negro gritaba. Suspiré y me enfilé a la salida.

No había avanzado más de tres cuadras cuando los recuerdos cayeron de golpe. Antes, en la esquina donde hay una de las decenas de taquerías, existió una “Peluquería para señoras”. Ya tenía sus décadas cuando me mudé a esta zona y, sin darme cuenta en realidad, presencié su extinción en la era de estéticas y barberías. Sin embargo, detrás del letrero de la taquería (montado con prisas de inaugurar para abordar una potencial e insaciable concurrencia) estaban todavía restos del anuncio con letras garigoleadas, enmarcadas por un conjunto de focos. Un híbrido prehistórico de estilos de los cuarenta a los sesenta.

Continué con mi andar y llegué a la esquina donde una torre de cristales se alzaba intentando arañar el firmamento. Uno de mis pocos y primeros recuerdos de ese lugar, décadas atrás, fue cuando mis padres me llevaron a la juguetería que allí se ubicaba. El lugar era lindo, como si fuera una carpa de circo pero de metal y grandes paredes. Lleno de sorpresas y diversión para un niño. Ilusión providencial en navidades, reyes y cumpleaños. Fue la década cuando la avenida que allí nacía era aún besada por el sol del amanecer y del anochecer. No la del presente, bajo la sombra cuasi perenne de los enormes rascacielos que ahora la bordeaban.

Murmuré, deseando que me escucharas, “La ciudad no se destruye, sino se transforma”.

Entonces comprendí por qué, quizás, cuando falleces tu vida pase ante tus ojos y la geografía citadina del pasado, una más cercana al corazón como a la inocencia, se despliega ante tus ojos.

Por eso, quise ilusionarme, sonreías aún cuando te habías despedido.

Fluorescentes

Fluorescentes

Por Maximiliano Guzmán

Ellos bailan en un abrazo de amor.

Mamá me dijo que nosotros nos vemos así, aunque nadie nos ve.

Ellos bailan y a veces ella canta, pero su boca es un cenagal repleto de mariposas.

Cada palabra nace con fuerza y se desvanece con tristeza.

—Estamos bien —me dice mamá entrelazando su mano con la mía.

—¿En serio? —le pregunto sintiendo la flacidez de su mano.

Ellos bailan.

—¿Cuál será su canción favorita?

—No creo saberlo… —responde y observa. Al igual que nosotros, otros también esperan. Serenos o locos, felices o molestos.

El color de ella.

Nosotros jamás lo tendremos. Pero lo tuvimos.

Somos arcoíris bajo el sol. Energía en la energía.

—¿Por qué lloras?

Le pregunto a Mamá y ella se tapa la cara.

—Juntos en la vida, juntos en la muerte. Una promesa estúpida —responde y sus ojos dejan de mirar. Sería mejor que nadie más mirara. Que yo también voltease el cuello y observara al capitán de barco con su gorra esperar a su hijo o a la reina London, aferrada a su vestido de novia, odiando su barba sin afeitar. Quiero no mirar, evitarlo, pero es un secreto revelado. Estamos unidos en el mismo camposanto.

—Quisiera acercarme —le digo a mamá.

—No lo hagas más difícil —me dice ella.

—Es su color —le digo.

—Ellos brillan…

—Hasta que dejan de hacerlo —agregó.

—Volvamos a dormir.

—Pero es nuestro día –le respondo frunciendo el ceño.

—Papá necesita estar solo.

—Pero no está solo— le digo rabioso.

Mamá me suelta la mano.

—Podes quedarte —y se aleja.

Los demás en su espera intentan invocar a sus familiares, a sus amigos.

La eternidad es compleja, diría mamá. Y mañana será otra mañana sin cielo ni estrellas, sin luz ni calor. Otra mañana y los que recuerdan vendrán fluorescentes a visitar a los suyos. Y nosotros estaremos esperando, grises, incoloros y solos.

¿Por qué a mí no?

Escucho elevarse la voz de papá

Mais mon amour
Mon doux mon tendre mon merveilleux amour
De l’aube claire jusqu’à la fin du jour
Je t’aime encore tu sais je t’aime.

Que hermoso que canta y se mueve.

Se mecen como si realmente estuvieran más allá, en el cielo.

Y el abrazo que se estrecha y se separa. Aunque quisieran, no pueden tocarse.

Pese al perdón, Dios no perdona.

Quizá en el paraíso piense que tenemos que subir los tres, que debemos ir juntos. De nada sirve a papá que lo haya perdonado mi madrastra. De nada sirve mientras que mamá sufra sola y yo haga parecer que no entiendo.

Quisiera vivir en la vida y no estar aquí.

Extraño ser un niño que brilla.

Papá se mantiene con los brazos abiertos. Un último abrazo, un abrazo que le dure un año o le devuelva el tiempo. No pasará y lo veo agachar la cabeza, nuevamente infeliz.
Me gustaría arrepentirme por él. Decirle a mamá siendo él que lo siente, pero nosotros no tenemos nadie que nos perdone. Ojalá tuviésemos…

—Somos familia aún, aún lo somos —le digo a papá.

Él se ofusca y su calavera mastica su dolor a cuestas.

Esa mujer lo ama tanto y él a ella.

Pero esa mujer no es mamá…

Papá regresa a su siesta en esta rutina donde nadie puede dormir.

Y yo retorno con él al pozo.

Mamá nos mira y finge que fuma.

Y sé que ella piensa que algún día vendrán por nosotros y nos traerán flores como alguna vez ella le trajo a papá.