Por Eduardo Omar Honey Escandón

Durante dos meses vimos cómo el edificio fue derruido. Al principio eran albañiles con marros que andaban en los pisos superiores. Por las rotas ventanas mirábamos cómo golpe tras golpe fulminaron paredes y luego los pisos. Al final quedó una cáscara que con facilidad hicieron caer hacia el interior. Nunca afectaron las dos vías principales que lo circundaban.

“Recuerdo cuando eran calles de dos vías. En medio existían enormes jardineras y árboles. Cada banqueta, antes de que pusieran todititos estos edificios de departamentos, tenían enormes árboles enfrente”, rememoraste como cada vez que en nuestros paseos domingueros encontrábamos la cicatriz de nuevas y desiguales construcciones.

“La ciudad se llama y parece la misma… pero no lo es… te darás cuenta al llegar a mi edad”, fue tu frase final una semana antes de tu fallecimiento. Fuera de un primo que desconocía, nadie más acudió a tu sepelio. Me pregunté si lo mismo sucede con los edificios, que se van en solitario y sin lágrimas de por medio.

Descorazonado, al domingo siguiente salí a pasear como era nuestra costumbre. Por costumbre de más de un lustro toqué en la puerta del cuarto que ocupabas en la planta baja. Tardé en darme cuenta lo que el moño negro gritaba. Suspiré y me enfilé a la salida.

No había avanzado más de tres cuadras cuando los recuerdos cayeron de golpe. Antes, en la esquina donde hay una de las decenas de taquerías, existió una “Peluquería para señoras”. Ya tenía sus décadas cuando me mudé a esta zona y, sin darme cuenta en realidad, presencié su extinción en la era de estéticas y barberías. Sin embargo, detrás del letrero de la taquería (montado con prisas de inaugurar para abordar una potencial e insaciable concurrencia) estaban todavía restos del anuncio con letras garigoleadas, enmarcadas por un conjunto de focos. Un híbrido prehistórico de estilos de los cuarenta a los sesenta.

Continué con mi andar y llegué a la esquina donde una torre de cristales se alzaba intentando arañar el firmamento. Uno de mis pocos y primeros recuerdos de ese lugar, décadas atrás, fue cuando mis padres me llevaron a la juguetería que allí se ubicaba. El lugar era lindo, como si fuera una carpa de circo pero de metal y grandes paredes. Lleno de sorpresas y diversión para un niño. Ilusión providencial en navidades, reyes y cumpleaños. Fue la década cuando la avenida que allí nacía era aún besada por el sol del amanecer y del anochecer. No la del presente, bajo la sombra cuasi perenne de los enormes rascacielos que ahora la bordeaban.

Murmuré, deseando que me escucharas, “La ciudad no se destruye, sino se transforma”.

Entonces comprendí por qué, quizás, cuando falleces tu vida pase ante tus ojos y la geografía citadina del pasado, una más cercana al corazón como a la inocencia, se despliega ante tus ojos.

Por eso, quise ilusionarme, sonreías aún cuando te habías despedido.