Mañanita

Mañanita

Por Daniela Perlín Vega

Mandó a hacer una réplica en miniatura de él en la tienda de juguetes que se encontraba frente a su casa. El muñeco de tela le fue entregado a Lucía en cuanto estuvo terminado, y éste le cubrió apenas la palma de su mano. La dejó encantada. La fabricante había incluido ciertos detalles que también suelen servir para identificar a personas reales, detalles que la juguetera pudo observar en las fotos del álbum que la pequeña niña le había prestado como guía. Lucy encontró una media sonrisa parecida a la que se mostraba en las imágenes, el cabello hecho con estambre del color café exacto, ni más claro ni más oscuro, y un diminuto traje gris en imitación al original que él solía usar para ir al trabajo. 

Se aseguró de sostener bien el álbum y con la otra mano estrujó a aquel padre de juguete, a cuyo modelo no podía recordar a pesar de sus esfuerzos. Lo conocía sólo a partir de las pláticas de su madre y de los abuelos, además de las fotos tomadas cuando Lucía todavía cabía en una cuna de no tantos centímetros. La niña cruzó la calle hacia su casa acompañada por el primer objeto que compraba ella misma, sin ayuda de su madre, en sus ocho años de vida. Había reunido dinero gracias a lo que su abuela le daba en monedas cada fin de semana, ahorro que comenzó evitando la tentación de los chocolates desde que descubrió una figura coleccionable en la habitación de uno de sus primos. 

—¿Quién es él? —había dicho Lucía, señalando a la persona de plástico sobre la repisa. 

—Charles Chaplin —contestó su primo. 

—¿De qué caricatura es? —preguntó ella, sonriendo ante el gracioso sombrerito. 

—Era un hombre famoso, vivió hace mucho tiempo. Está disfrazado de su personaje, Charlot —le contestó. 

—Entonces, ¿era una persona de verdad, Cha-plin? —dijo la niña.

La respuesta afirmativa de su primo le dio la idea a Lucy, pues hasta ese momento ella había creído que sólo se fabricaban muñecos basados en personajes animados y no en gente real. Al principio, le pidió a la juguetera una copia de plástico de su padre, pero la mujer de la tienda le indicó que con el dinero que llevaba sólo le alcanzaba para uno de trapo. Aquello no la desanimó. No le importaba el material, siempre y cuando se pareciera al joven de las fotos, aquel que la había cargado hasta conseguir que cerrara los ojos cantándole “Las mañanitas” para arrullarla porque “era la única canción más o menos infantil que tu papá se sabía”, según le fue contado a Lucy por su madre. 

Llevaba a su diminuto padre para todos lados, resguardado en las bolsas de sus pantalones, vestidos y chamarras. Algunas veces lo mantenía dentro de su puño: en los días alegres como cuando la llevaban al cine o también en los ratos tristes, por ejemplo, si había tenido demasiadas taches en sus exámenes o si perdía en los juegos con su hermana Estela. Acomodándose para dormir, Lucy colocaba al muñequito sobre su almohada cerca de su oído y se ponía a imaginar que éste le traía la voz de su papá, su canción de cuna, al igual que las caracolas evocan el lejano sonido del mar. Así, la niña sentía como si su cumpleaños se repitiera más seguido que el de los demás, siendo cumpli-noches, la palabra que Lucía se había inventado. 

Una mañana, muy temprano, antes de su hora habitual para levantarse de la cama, la pequeña se despertó debido a que cuchicheaban en la sala. Tomó su muñeco y pegó la oreja a la puerta de su habitación. Aunque por lo regular todos los susurros se escuchan igual, la niña creyó distinguir una tercera voz además de la de su madre y la de su hermana mayor. Entreabrió despacio la puerta para asegurarse, cerrándola casi de inmediato, asustada. Miró en su mano para comprobar que la persona de tela seguía ahí y, en efecto, su muñequito continuaba inmóvil. El diminuto papá no había crecido hasta tamaño adulto ni cambiado la media sonrisa de hilo por ese aspecto serio que mostraba aquel hombre sentado en uno de los sillones de la casa. 

Aspirando todo el valor que pudieron recargar sus pequeños pulmones, la niña salió de la habitación con el muñeco guardado dentro del bolsillo de su camisón. En la sala, aquellas tres personas voltearon a mirarla. A pesar de ello, Lucy no se detuvo hasta estar frente a frente del señor con ropa gris. Lo observó cuidadosamente, dándose cuenta de las diferencias entre el joven de las fotos y el hombre de ahí, hallando arrugas en su cara, menos cabello sobre su cabeza, un saco gastado. Sin duda, su muñeco era una copia más fiel a su padre que aquel tipo de carne y hueso. La hermana mayor, con el ceño fruncido y los brazos cruzados, interrumpió de pronto los pensamientos de la pequeña con una voz normal, dejándose ya de cuchicheos. 

—¿No tienes nada qué decirle a Lucía? —interrogó Estela.

—Debiste esperar, Rodrigo, ¿por qué justo hoy? —agregó la madre.

—Si me hubieras dado el álbum desde el principio, esto no habría pasado —dijo el padre a la exesposa, tratando de evadir los grandes ojos de Lucía—. Necesito las fotos. Mi hija Susy quiere saber cómo me veía antes de que ella naciera y nunca sé qué hacer cuando se encapricha con algo. Es todo por lo que vine.

Estela se levantó bruscamente del sillón sin decir nada y se encerró en su cuarto, mientras que la madre fue a buscar dentro del ropero donde guardaban las cosas propias del pasado. Lucía por su parte, dejó de escudriñar a aquel extraño y, cansada de sus piernas, decidió sentarse en el lugar donde había estado antes su hermana. El hombre permaneció en silencio hasta que le fueron dadas las fotos, entonces salió de la casa rápidamente. Luego de haber dado algunos pasos en la calle, la niña fue a alcanzarlo.

—Está bien que se te haya olvidado felicitarme. Estela se enojó contigo por eso… hoy es mi cumpleaños, pero está bien. Yo tampoco te podía recordar, nueve años es mucho tiempo —le dijo Lucía y con una media sonrisa se despidió del alto, arrugado y enmudecido señor. 

Pasados los años, siendo Lucy una joven, cada que sus grandes ojos llegaban a encontrarse con los del muñeco que descansaba ya para siempre en la repisa de su habitación, pensaba en aquel cumpleaños y en la figura coleccionable de Charles Chaplin disfrazado de Charlot en el cuarto de su primo. Llegó a la conclusión de que quizá su muñeco de tela también representaba un personaje y que al igual que pasa con el resto de los juguetes, llámense de colección o no, éste se hallaría siempre en una especie de ambigüedad entre lo real y lo ficticio.

1964[1]

1964[1]

Por Andrea Gómez 

No le quiero contar, mi amor. No me parece. Primero porque tiene 13 años. Yo amo a mis hijos, los adoro. Ella es una buena chica, hace caso, no se desespera para salir. Pero es niña. No entiende, pues. Se va a sentar, va a luchar con ella misma para no mirar la pantalla del celular delante de mí y después ni se va a acordar. Yo también pienso lo mismo, yo sé que es importante. Por eso, porque es tan grave, esperemos un poquito, amor. Ya madurará y rápido. Es la mayor. No le queda de otra. 

Luego, quien les debería decir es mi mamá. Yo ya nací aquí en la ciudad, ella todavía vivió e hizo toda su secundaria en Islandia. Sí, qué bromista. Islandia del Yavarí. Para mi mami era una gran cosa salir de su comunidad. Fue la primera vez que vio blancos y que oyó el inglés. Justamente, es única su vida, entonces ¿por qué me adelantaría cuando ella misma es capaz de relatarlo y tan detallado, tan bonito? 

Ah, sí. Ufff… Yo sé que mi madre es una persona muy especial. Aunque quisiera no vivimos con ella. Es mi madre. No te pido que la soportes o que la entiendas. Yo no me fui de su casa hasta que te conocí, recuerdo perfectamente sus gritos de histérica, sus constantes lamentos por no vivir en “familia” y porque su propia sangre la ha abandonado, blablablá… Claro que sé que los niños la odian. Luisito le tiró sus arvejas, sí, y le cayó su tunda por eso, también. Pero, amor, después de ello nunca regresó mi mamá a la casa. Sólo por esto yo la haría venir.

Esa es otra razón. Yo solamente hablo español. No entiendo ciertas expresiones. La hierba no es hierba ¿sabes? Son distintos tipos. El barro es un conjunto de texturas, de colores, de espesura. Yo no conozco nada de eso. ¿Cómo explicarle la realidad de la fuga de la abuela, los caminos que tuvo que lampear con machete? ¿Cómo le describo el lugar donde antes se asentaron mis ancestros si no estuve ahí? Ni siquiera me acuerdo de cómo se vestía la abuela. A mí me perforaron las orejas en el hospital y con agujita en alcohol, no me colocaron el tawa.[2] ¿A ver, cómo miércoles le explico el porobitsi?[3]

Se lo contaré porque es la mayor. Es su responsabilidad saber. Yo comprendo, mi vida, te juro que te comprendo. No intento que ignore de dónde viene. Quiero que sepa… que sepa que la abuela perdió el brazo y que tuvo suerte, porque nadie más escapó. Que sepa que los matsés sí luchamos y resistimos, aunque solamente teníamos arcos y flechas. Quiero que tenga orgullo por que viene de guerreros que aún viven allá, peleando entre las cuencas. Sobre todo, quiero que se le taladren en la cabeza las heridas de la abuela y las manchas de la espalda de mamá. No son lejía que se cayó. No fue su marido borracho. Fueron los gringos desde los helicópteros botándoles ese gas naranja del demonio. Los gringos y los milicos, supuestamente de nuestra tierra ¿no?

Podemos pensar en algo. Ya te oí, no quieres que mi mamá entre. ¿Podríamos, quizá, grabarla? ¿Como un video para los nietos? Dame un tiempo y lo calculo mejor. Tú y yo estamos conscientes de que en el colegio no se enterará de nada. Sí, amor. Sí. Está bien. Vamos a tomarnos un cafecito. 

Referencias

Dourojeanni, M. J. (12 de junio de 2017). Belaúnde en la Amazonía. Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica – CAAAPhttps://www.academia.edu/33435284/Bela%C3%BAnde_en_la_Amazonia

Erikson, P. (1994) Los Mayoruna en F. Santos y F. Barclay (Ed.), Guía Etnográfica de la Alta Amazonía (Vol. II, pp. 1 – 128). FLACSO-Sede Ecuador.

Nascimento, H. (6 de julio de 2023) Matis. Enciclopédia Povos Indígenas no Brasil. Publicado originalmente en abril de 2008. https://pib.socioambiental.org/es/Povo:Matis

Quevedo Bardález, L. (18 de abril de 2017). El genocidio perpetrado por Fernando Belaúnde contra los mayorunas. Servindihttps://www.servindi.org/actualidad-noticias/17/04/2017/el-genocidio-perpetrado-contra-los-mayorunas-por-fernando-belaunde


[1] El presente texto está inspirado en el bombardeo con napalm en octubre de 1964, en el marco del genocidio contra el grupo indígena Matsés/Mayoruna en la Amazonía peruana (Dourojeanni, 2017; Quevedo Bardález, 2017). 

[2] Disco circular que se coloca en perforaciones en los lóbulos de la oreja a los niños, el cual previamente fue extendido con palos de madera que van aumentando de diámetro (Nascimento, 2023).

[3] Piel de miembro, es “aquello que emana de la persona, sobre todo después de la muerte” (Erikson, 1994, p. 75).

Calientes primaveras

Calientes primaveras

Por Eduardo Omar Honey Escandón

Yaramel no esperó. En cuanto vio volar las lacrimógenas desde el batallón de policías que teníamos unos cincuenta metros enfrente, se lanzó a la carrera a su encuentro. Un casco amarillo para construcción con rayas negras era su distintivo. Su rostro estaba cubierto por una vieja máscara de gas que consiguió en uno de los saqueos a los viejos depósitos del centro de la ciudad. Un escudo multicolor de aluminio reforzado por un esqueleto de hierro era más que suficiente para dar cobertura a su metro y medio de estatura.

En verdad siempre estaba llena de energía, motivaba a los compañeros, sacaba fuerzas de quién sabe dónde para arrastrar a los que caían bajo las balas de goma y con los impactos asesinos de las bombas lacrimógenas. Alguien alguna vez la comparó con un Pikachu enojado y ella, luego de mostrarle el dedo medio de ambas manos, imitó el “Pika-pika-pikachú” de las caricaturas que veían nuestros padres, rompió en carcajada y desde entonces Yaramel García Núñez fue conocida como “Pika-Pika”.

Qué diferente a la chica que conocí el segundo año del medio superior y que vestía con uniforme escolar, algo apocada y que sólo hablaba en clase dejando en ridículo a todos los demás porque ella sí sabía de todo. Le caía mal al resto del grupo por ser tan aplicada, llevar trabajos que casi rayaban en la perfección y estar dispuesta a cumplir con las fechas que los profesores establecían antes de que el grupo rogara por moverlas lo más lejos en el periodo escolar.

Menos le cayó en gracia a las chicalokas el que Rubén Jaramillo, mi hermano, el guapo que no andaba con ninguna, se enamorara de ella a pesar de estar un grado adelante. Eso generó el fenómeno de tener un ambiente gélido en las cada vez más cálidas primaveras, mientras mi querido Rubén se desvivía por tratar de ponerse a la altura en calificaciones y admiración del profesorado para así llamar la atención de Yaramel.

Las chicalokas trataron de desesperarla robándole cuadernos, manchándole la blusa con tinta, dejando recados amenazadores y tratando de generar una escena en clase que implicara expulsión al intentar provocarla a pelear. Insultos iban, Yaramel no los respondía y, con enorme paciencia, avanzaba cada día. Los profesores, aterrados por el poder de los padres, no metían mano y aunque algunos pedimos apoyo a la directora, ésta temió más por su plaza que por parar el bullying.

El desastre para las chicalokas llegó cuando trataron de hacerle montón en el baño para cortarle el cabello. Diez se encerraron con ella en un receso y sólo Yaramel salió, con la ropa rota por aquí y por allá, despeinada, pero con los ojos llenos de determinación y dureza. En el baño quedaron diez chicas desmayadas, sangrando de nariz y boca; varias con torceduras o luxaciones en rodillas, hombros, muñecas o brazos; con el cabello recortado y las tres tijeras en manos de las líderes.

Ninguna quiso hablar de esa mañana, de lo que sucedió allí y menos acusar a Yaramel de lo que aconteció. La dejaron en paz y ella no les prestó mayor atención. Mientras tanto, un Rubén enamorado estudió con intensidad por meses, subió su promedio y se graduó entre los primeros diez. Nuestros padres estaban felices en la ceremonia y Yaramel, invitada por mi hermano, llegó arreglada y seria.

Un día normal en la vida típica de un país cualquiera. O eso queríamos pensar. A cierta edad sólo prestas atención a tu celular, a los chats con tus panas, a los videos y hashtags, a lo que se chismea quizás sobre un actor o algún influencer, a la serie de moda o a cómo van ciertas pelis. No te das cuenta de cómo está la política, el enojo, los problemas sociales. Y estos te asaltarán tarde o temprano.

Tras la comida de graduación, Rubén y Yaramel se fueron al cine. Una cuadra antes de llegar al centro comercial, un pequeño grupo de manifestantes avanzaba y bloqueaba un cruce. Por la avenida principal el cuádruple de policías antimotines los esperaba. De súbito se lanzaron a la carga y golpearon con escudos y bastones a quienes alcanzaron. Mi hermano y mi compañera de clases quedaron en medio de la trifulca, donde los policías se ensañaron con él a golpes y patadas. Se lo llevaron arrastrando y lo arrojaron en una furgoneta.

Yaramel quiso tomar video y le trozaron el celular, además de recibir un bastonazo en la cabeza. Quizás por ser tan menuda y por como vestía por la graduación no se ensañaron más. Vio lo que sucedió y regresó para avisarnos. Por setenta y dos horas no localizamos a mi hermano en ninguno de los ministerios ni centros de detención que surgieron como plaga por la ciudad.

En la ronda de la desesperación buscamos en cualquier hospital y clínica, tanto de la ciudad como de la periferia. Lo hallamos en un hospital perdido junto a la autopista del sur. Estaba inconsciente, con lesión grave en el cráneo y con la columna vertebral destrozada. Nos dieron pocas esperanzas.

Mientras hacíamos guardias y veíamos cómo conseguir dinero para cubrir medicinas y la cuenta hospitalaria, algo pasó en la escuela. Yaramel habló con las chicalokas lo que vivió, comentó con los otros grupos y no se calló. Había una inconformidad subterránea en la mayoría de las familias. Los atropellos estaban al orden del día con represión constante que alcanzaba a familiares y amigos, tuvieran o no que ver con protestas, trabajos a enorme distancia y bajo salario, inseguridad, candidatos que venían un día y desaparecían por años.

Así que cuando se convocó a la gran marcha por el descontento, Yaramel y media escuela acudió. Estuvieron allí cuando inició desde diversas partes de la ciudad, cuando los contingentes inundaron la plaza central y las calles circundantes, vivieron el momento en que los antimotines, apoyados por francotiradores, perpetraron la matanza mientras en medios públicos y privados clamaban por el intento de golpe de Estado empujado por intereses internacionales. Estuvieron allí para transmitir lo que nos quisieron ocultar.

Esa tarde fue cuando Rubén despertó y preguntó cómo estaba Yaramel, que si le había pasado algo. Le pasé mi teléfono para que viera lo que ella transmitía con las personas levantando barricadas, encendiendo negocios, enfrentando a los antimotines. Su mirada era la misma de Yaramel cuando sucedió lo del baño.

Esa larga noche fue la primera de muchas que siguieron y a las que me uní cuando dieron de alta a Rubén con una placa en el cráneo y un futuro donde no volvería a caminar. Las chicalokas formaron una brigada con otros grupos de mujeres y aprendieron a elaborar escudos, a conseguir cascos, a fabricar molotovs y a operar en pequeñas unidades. Yaramel se volvió una de las líderes, además de entrenarlas en artes marciales entre las guardias de los campamentos.

Mi hermano no se arredró, se integró a las redes de apoyo que emplearon internet para mantener la comunicación, hackear cámaras donde hubiera para avisarnos de la ida y venida de las tropas, romper el bloqueo de señal al exterior vía antenas con comunicación satelital.

—Minerva —sonó la voz de Rubén en mi auricular—, no dejen que se vaya sola, vayan a apoyarlas, es el último grupo organizado antes del palacio presidencial.

Le hice señal a las coordinadoras de que debíamos cargar y de inmediato nos soltamos a la carrera para alcanzar a Yaramel. Chocamos con los escudos del grupo antimotines y de inmediato retrocedimos cinco pasos para ponernos en formación rodeando a Yaramel. El rugido detrás de nosotras creció en intensidad cuando las demás compañeras y compañeros cargaron.

A través de la angosta malla metálica de mi escudo, miré los rostros sudorosos y aterrados detrás del acrílico de los escudos y los cascos. Como si un rayo cayera entre los antimotines, rompieron la formación y echaron a correr huyendo.

Yaramel se puso de pie y me tomó del brazo para que me levantara, mientras un mar de personas pasaba a nuestro lado. Apuntó al cielo donde un avión tomaba altura.

—¡Hijos de su madre! —resonó la voz de Rubén en mi auricular— Confirmado que el presidente y su familia ya despegaron.

—Huyen los cobardes con sus maletas y, como siempre, dejan atrás a la tropa —expresó con voz llena de furia y alegría.

La primavera de este año cerró con la mayor temperatura que el país jamás sintió.

El peón de la libertad

El peón de la libertad

Por Rusvelt Nivia Castellanos

Desde que tengo memoria, hace muchos años, me levanté del suelo de ajedrez. Soy un peón guerrero de los más legendarios. Llevo bastante tiempo en la insurgencia. Incluso ahora libro una batalla iracunda contra los enemigos. Audaz, actúo con valentía con tal de defender a la reina negra. Durante la lucha he cometido varios homicidios. Me ha tocado degollar alfiles y jinetes blancos con azarosa gravedad. Por lo demás, descubro que mi destino es un poco curioso. En el instante, yo sigo con vida extrañamente y precisamente yo hago la diferencia en esta guerra civil. Por lo valioso, soy la ventaja de mi legión negra. Siempre me muevo con sigilo entre cada casilla de cristal. El peligro es que la reina blanca es muy fuerte. Ella tiene la mejor posición en su campo imperial. Por tal motivo, todavía no puedo asediarla porque sé que me vencería con facilidad. Está de frente a mí, por lo cual debo ser fuerte y resistir hasta el final, así quizá sea el salvador de esta barbarie.

De repente se rompe el espacio compacto. Los centros se separan como agujeros. Mientras, yo subo con coraje de camino al castillo maligno. Al día de hoy los libertarios vamos unidos por la victoria. En efecto, queremos acabar con el terror, nos duele el ver tantas muertes. Por eso como héroes vamos con las torres a conquistar el reino blanco. El rey nos acompaña con cautela. Juntos corremos de marcha por la justicia humana. Añoramos un mundo nuevo. Más si al declive del sol ganamos, nuestros compatriotas por fin dejarán de ser esclavos y volverán entonces a nuestro país. Todo esto tan revolucionario lo inspiramos para luego irnos a rescatar la otra nación igual de humilde a nuestro pueblo. Y rebelde por mi ideología, yo sigo peleando en pie de ataque.

Ahora sin temor, combato contra un peón adversario. Sufro un poco sus arremetidas. Es duro estar vivo en este tablero de indecencia, sobre el furor, hiere mi brazo con su daga. Menos mal, lo cojo por la cabeza. Se siente angustiado. Acto seguido, le destrozo la garganta. Por ser cruel, acabo de matarlo a punta de cuchilladas. Era un terrorista de los racistas. Tras la acción, veo cómo él empieza a desangrarse horriblemente, cayendo despacio a un costado mío. Me acostumbré además a subsistir entre cualquier cantidad de cadáveres esparcidos por los diferentes cuadros. En verdad son muchos los gladiadores que han agonizado durante esta inmunda matanza.

Ante mi ruda destreza, por aquí dejo al soldado rezagado. Desde lo lógico, sé que como misión tengo que convertirme, por lo menos, en un digno caballero. Por eso no retrocedo. Esto causal, para gestar bien pronto la independencia social. Al tanto, voy para arriba siendo sigiloso. De paso como prosigo, resurge la hecatombe tan arrasadora, sólo hay mortandad. Sobre lo colosal, me debato entre los espectros y la supervivencia. Así de dual, evidencio este ambiente. De resto, consigo avizorar el futuro cual tendré que encauzarlo. Para lo certero, parece venirse encima el acabose de esta masacre sin restricciones. Por ahí quedan algunos enfermos moribundos, aún siguen de brutos soportando nuestra arremetida, guerreada contra la dama aria. Pero ninguno nos podrá aguantar por más de cinco minutos.

De sorpresa, sucede un sortilegio y es que logré llegar a la corona. Entonces, mejor escojo ser un alfilero antes que pedir ser un jinetillo. Más rápido me alisto para comerme a la reina tirana. Y sí, victoria, sorprendente victoria; jornaleros, hoy somos los vencedores. Por fin pudimos derrotar a los ignorantes. Mientras, yo me quedo con la dama cautiva, ilustrándola con ideas fraternas. Devoto, le ofrendo la dignidad y así volvemos de a poco a la felicidad. Ahora todos en paz.

La función no termina hasta que termina

La función no termina hasta que termina

Por Eduardo Omar Honey Escandón

Aún con el rostro destruido por el ácido que le arrojó un enamorado que rechazó, decidió no abandonar los escenarios.

       Rápidamente preparó una coreografía en tres actos.

      En el primero, danzó ataviada con una burka para señalar el ocultamiento al que se le quería obligar.

      Vistió como bailarina clásica en el segundo. Se mantuvo de espaldas al público para señalar lo omisa que es la autoridad.

      Para el último, apareció desnuda. Mientras las demás bailarinas vestían de negro y portaban grotescas máscaras, ella enseñaba su faz quemada y deforme como evidencia final de la justicia inexistente.

     En el telón de fondo se proyectaba la cara del perpetrador, quien se paseaba libre y absuelto por su ciudad natal años después del crimen.

     Las funciones siempre terminaban en un estruendoso aplauso de pie.

     Ella, en cada ciudad y foro que visitaba, extendía invitaciones a políticos, funcionarios, jueces y policías. Esos asientos rara vez se ocuparon.

     Tiempo después una activista ultra, en un acto individual, lanzó ácido al rostro del agresor. En menos de un mes se localizó y fincó larga sentencia a la culpable, además de mostrarla en cualquier medio como una loca.

    Entonces la bailarina y las muchedumbres sacaron la coreografía a las calles para danzar con el fuego encendido en pos de un “Basta ya”.

La lección está más que aprendida

La lección está más que aprendida

Ilustración por Ansa Mustafa

Por Ailton Téllez Campos

Al ver a su esposa afligida por la pérdida de Pablo, el señor Arango propuso que fueran a “Angelitos de consuelo”. Una agencia dedicada a vender la experiencia de la paternidad a parejas jóvenes, a partir de la renta de infantes rescatados de las calles. Sin dudarlo, a la mañana siguiente, los Arango se encontraban reluciendo sus mejores prendas ante Consuelo, la directora de la agencia. Pasaron varios minutos tratando de convencerla de posibilitarles a uno de los desahuciados. Si bien ella sabía del poder adquisitivo que tenían los Arango para mantener a un niño, se encontraba un tanto hostil ante la petición de la insistente pareja. Al final, los Arango lograron que la directora los llevara al patio de juegos, donde escogerían a su próximo hijo. La señora Arango no tardó en señalar a uno de los niños, argumentando con la voz quebradiza que su rostro le recordaba mucho al de Pablito. Después de un rato de convivencia con el pequeño Luis, de tan solo ocho años, los Arango pasaron a la oficina de Consuelo para firmar el contrato de renta, el cual estipulaba que tendrían al niño bajo su protección por un periodo de dos meses.

Durante el primer mes, Luis obtuvo la atención y cariño que nunca había recibido en “Angelitos de consuelo”, y mucho menos en las calles. Aunque la mayor parte de los días el señor Arango llegaba agotado de la oficina, guardaba un poco de energía para la alegría de la casa. Si el clima lo permitía, jugaban futbol en el patio trasero. O si no, pasaban horas en la sala de entretenimiento, pegados al televisor jugando videojuegos. Por otro lado, la señora Arango, quien pasaba la mayor parte del día con Luis, se dedicaba a enseñarle lo más básico de la lengua inglesa, como los colores y los números. También preparaban recetas de postres que veían en internet, para después irse al cine y atascarse en más chucherías de la fuente de sodas.

Cuando llegó la fecha para devolver a Luis, los Arango estaban perdidamente encariñados con él, por lo que el señor Arango, con dinero en efectivo, fue con la directora Consuelo para ampliar el contrato de renta por seis meses más.

Conforme avanzaban los meses, el pequeño Luis empezó a tener actitudes caprichosas con los Arango. Como estaba atiborrado de juguetes, le era fácil romperlos, rayarlos e incluso quemarlos. Sabía perfectamente que, por medio del chantaje, no se le negaría nada. Cuando no le gustaba la comida casera, sin importar que la vajilla fuera valiosa, Luis no dudaba ni un segundo en tirar todo al suelo e irse sin comer a su habitación, pues en la madrugada podía atascarse del postre de la tarde sin que nadie lo molestara. La señora Arango comenzó a cuestionarse lo que había hecho mal con ese niño. ¿Era bueno cumplirle cada uno de sus antojos? O simplemente ¿servía para ser madre? Poco a poco, esas incógnitas brotaban por medio de peleas e insultos entre la pareja. Provocando que el señor Arango decidiera llegar a altas horas de la noche a casa, al estar reviviendo una aventura amorosa que, desde la llegada de Luis, había pausado con una de sus empleadas. Mientras que la señora Arango recaía en los fármacos para calmar la ansiedad.

Sin embargo, una de esas raras mañanas en las que Luis se portaba decentemente, jugaba con la señora Arango a las aventuras con sus muñecos de acción. Luis se había concentrado tanto en mover y darle voz al muñeco de su historia ficticia, que terminó ignorando a su madre. De igual manera, la señora Arango olvidó que estaba jugando con su hijo. Su mirada inexpresiva se había perdido en dirección a Luis, mientras que su mente caía en una espiral oscura que la hacía recorrer ideas perturbadoras. Esto provocó que con la fuerza de su puño tratara de hacer añicos el muñeco que sostenía en su mano. —Sólo es un niño —dijo en un suspiro, reincorporándose con entusiasmo al juego de Luis. Ese mismo día, en la noche, como ya era costumbre, el señor Arango había llegado tarde a casa. Al entrar, se percató de la penumbra que llenaba cada rincón y de un lamento que lo encaminó hasta la cocina. —¿Por qué la luz del refrigerador te alumbra? —Gritó con sarcasmo el señor Arango buscando el interruptor—. Podrías usar una de las lámparas para llorar con más claridad. Pero, al encender la luz, su mirada se llenó de inquietud al ver que de las patas de la mesa escurría un líquido rojo, hasta contemplar la cabeza de Luis reposando en un extenso charco de sangre, el cual cubría por igual el pastel con el que, minutos antes de ser acribillado, el pequeño saciaba su hambre. Y, sentada en el suelo, la señora Arango con un martillo entre las manos. Fue ahí donde el matrimonio pasó casi una hora de impetuosa discusión, junto al mal tercio que formaba el cadáver. Después de escupir sus errores y verdades, con la mente fría, los Arango tomaron acción antes de que los primeros rayos de luz se hicieran presentes. Mientras la señora Arango limpiaba la cocina y se lamentaba porque recién la habían remodelado, el señor Arango trataba de enrollar el cuerpo del niño con unas sabanas que estaban por tirar.

A primera hora del día, los Arango se encontraban relucientes en la oficina de la directora Consuelo. Intrigada por la ausencia del niño, con el ceño fruncido, la directora preguntó —¿Dónde lo tienen? —Apenados, sin decir una palabra, los Arango llevaron a la directora al estacionamiento de la agencia, donde al abrir la cajuela del auto mostraron la bolsa de basura en la que se encontraba Luis. La directora llamó a uno de los empleados de limpieza e indicó el traslado del cuerpo directamente al crematorio, ya que los contenedores de desecho se hallaban saturados. Luego de que los Arango costearan una multa costosa por la pérdida total del producto, los tres habían entablado una plática amena. No obstante, antes de despedirse, en un lapso silencioso, la directora Consuelo señaló el vientre de la señora Arango —Me lo tratan bien, eh. —La señora Arango frotó con delicadeza su vientre —Con dos errores la lección está más que aprendida —contestó la señora Arango con una tierna risotada.