Por Daniela Perlín Vega

Mandó a hacer una réplica en miniatura de él en la tienda de juguetes que se encontraba frente a su casa. El muñeco de tela le fue entregado a Lucía en cuanto estuvo terminado, y éste le cubrió apenas la palma de su mano. La dejó encantada. La fabricante había incluido ciertos detalles que también suelen servir para identificar a personas reales, detalles que la juguetera pudo observar en las fotos del álbum que la pequeña niña le había prestado como guía. Lucy encontró una media sonrisa parecida a la que se mostraba en las imágenes, el cabello hecho con estambre del color café exacto, ni más claro ni más oscuro, y un diminuto traje gris en imitación al original que él solía usar para ir al trabajo. 

Se aseguró de sostener bien el álbum y con la otra mano estrujó a aquel padre de juguete, a cuyo modelo no podía recordar a pesar de sus esfuerzos. Lo conocía sólo a partir de las pláticas de su madre y de los abuelos, además de las fotos tomadas cuando Lucía todavía cabía en una cuna de no tantos centímetros. La niña cruzó la calle hacia su casa acompañada por el primer objeto que compraba ella misma, sin ayuda de su madre, en sus ocho años de vida. Había reunido dinero gracias a lo que su abuela le daba en monedas cada fin de semana, ahorro que comenzó evitando la tentación de los chocolates desde que descubrió una figura coleccionable en la habitación de uno de sus primos. 

—¿Quién es él? —había dicho Lucía, señalando a la persona de plástico sobre la repisa. 

—Charles Chaplin —contestó su primo. 

—¿De qué caricatura es? —preguntó ella, sonriendo ante el gracioso sombrerito. 

—Era un hombre famoso, vivió hace mucho tiempo. Está disfrazado de su personaje, Charlot —le contestó. 

—Entonces, ¿era una persona de verdad, Cha-plin? —dijo la niña.

La respuesta afirmativa de su primo le dio la idea a Lucy, pues hasta ese momento ella había creído que sólo se fabricaban muñecos basados en personajes animados y no en gente real. Al principio, le pidió a la juguetera una copia de plástico de su padre, pero la mujer de la tienda le indicó que con el dinero que llevaba sólo le alcanzaba para uno de trapo. Aquello no la desanimó. No le importaba el material, siempre y cuando se pareciera al joven de las fotos, aquel que la había cargado hasta conseguir que cerrara los ojos cantándole “Las mañanitas” para arrullarla porque “era la única canción más o menos infantil que tu papá se sabía”, según le fue contado a Lucy por su madre. 

Llevaba a su diminuto padre para todos lados, resguardado en las bolsas de sus pantalones, vestidos y chamarras. Algunas veces lo mantenía dentro de su puño: en los días alegres como cuando la llevaban al cine o también en los ratos tristes, por ejemplo, si había tenido demasiadas taches en sus exámenes o si perdía en los juegos con su hermana Estela. Acomodándose para dormir, Lucy colocaba al muñequito sobre su almohada cerca de su oído y se ponía a imaginar que éste le traía la voz de su papá, su canción de cuna, al igual que las caracolas evocan el lejano sonido del mar. Así, la niña sentía como si su cumpleaños se repitiera más seguido que el de los demás, siendo cumpli-noches, la palabra que Lucía se había inventado. 

Una mañana, muy temprano, antes de su hora habitual para levantarse de la cama, la pequeña se despertó debido a que cuchicheaban en la sala. Tomó su muñeco y pegó la oreja a la puerta de su habitación. Aunque por lo regular todos los susurros se escuchan igual, la niña creyó distinguir una tercera voz además de la de su madre y la de su hermana mayor. Entreabrió despacio la puerta para asegurarse, cerrándola casi de inmediato, asustada. Miró en su mano para comprobar que la persona de tela seguía ahí y, en efecto, su muñequito continuaba inmóvil. El diminuto papá no había crecido hasta tamaño adulto ni cambiado la media sonrisa de hilo por ese aspecto serio que mostraba aquel hombre sentado en uno de los sillones de la casa. 

Aspirando todo el valor que pudieron recargar sus pequeños pulmones, la niña salió de la habitación con el muñeco guardado dentro del bolsillo de su camisón. En la sala, aquellas tres personas voltearon a mirarla. A pesar de ello, Lucy no se detuvo hasta estar frente a frente del señor con ropa gris. Lo observó cuidadosamente, dándose cuenta de las diferencias entre el joven de las fotos y el hombre de ahí, hallando arrugas en su cara, menos cabello sobre su cabeza, un saco gastado. Sin duda, su muñeco era una copia más fiel a su padre que aquel tipo de carne y hueso. La hermana mayor, con el ceño fruncido y los brazos cruzados, interrumpió de pronto los pensamientos de la pequeña con una voz normal, dejándose ya de cuchicheos. 

—¿No tienes nada qué decirle a Lucía? —interrogó Estela.

—Debiste esperar, Rodrigo, ¿por qué justo hoy? —agregó la madre.

—Si me hubieras dado el álbum desde el principio, esto no habría pasado —dijo el padre a la exesposa, tratando de evadir los grandes ojos de Lucía—. Necesito las fotos. Mi hija Susy quiere saber cómo me veía antes de que ella naciera y nunca sé qué hacer cuando se encapricha con algo. Es todo por lo que vine.

Estela se levantó bruscamente del sillón sin decir nada y se encerró en su cuarto, mientras que la madre fue a buscar dentro del ropero donde guardaban las cosas propias del pasado. Lucía por su parte, dejó de escudriñar a aquel extraño y, cansada de sus piernas, decidió sentarse en el lugar donde había estado antes su hermana. El hombre permaneció en silencio hasta que le fueron dadas las fotos, entonces salió de la casa rápidamente. Luego de haber dado algunos pasos en la calle, la niña fue a alcanzarlo.

—Está bien que se te haya olvidado felicitarme. Estela se enojó contigo por eso… hoy es mi cumpleaños, pero está bien. Yo tampoco te podía recordar, nueve años es mucho tiempo —le dijo Lucía y con una media sonrisa se despidió del alto, arrugado y enmudecido señor. 

Pasados los años, siendo Lucy una joven, cada que sus grandes ojos llegaban a encontrarse con los del muñeco que descansaba ya para siempre en la repisa de su habitación, pensaba en aquel cumpleaños y en la figura coleccionable de Charles Chaplin disfrazado de Charlot en el cuarto de su primo. Llegó a la conclusión de que quizá su muñeco de tela también representaba un personaje y que al igual que pasa con el resto de los juguetes, llámense de colección o no, éste se hallaría siempre en una especie de ambigüedad entre lo real y lo ficticio.