Auto-suicidio

Auto-suicidio

Por Homero Baeza Arroyo

Tengo o, más bien, tenía un amigo que siempre se estaba quejando. Platicar con él era un verdadero martirio, algunas de las personas que también se consideraban sus amigos decían igual que sus vecinos: “Él siempre se está quejando”, “Hasta lo que no come, le hacía daño”, “Sufre de una disfrazada melancolía”.

Tenía tiempo que no iba a visitarlo, pero un recuerdo me hizo buscarlo en su casa para ver cómo se encontraba, porque vivía solo y con una notoria tristeza, desde que en sus brazos falleció su madre de un coma diabético. 

Cuando llegué a su casa me pareció que no estaba, que tal vez hubiese salido al supermercado o, como era media tarde, quizás se encontraba dormido tomando alguna siesta como acostumbraba. Insistí tocando el timbre y con una moneda golpeé la puerta metálica de su casa, tal vez hice mucho ruido porque una de sus vecinas contestó a mi insistente llamado, que ahora hacía con mi voz. 

—No está. No hay nadie —me gritó desde el interior de su ventana—. Estoy buscando a José, soy su amigo, no sabe dónde está o a qué hora regresa, —le pregunté en voz alta para que me escuchara desde donde estaba. —Espere un momento, voy para allá—. Era extraño que no sé encontrara en casa, nunca salía, se mantenía casi siempre encerrado. 

Cuando la vecina se acercó a mí la saludé y le volví a preguntar sobre Pepe. Se quedó viéndome en una forma extraña, como cuando todos saben algo de alguien y tú no sabes nada, luego, como un suave reproche, me comentó en forma de pregunta: —¿Qué no sabe lo que pasó? —yo le contesté curioso —No señora, no sé lo que haya pasado, hace un buen rato que no lo veo. —Ni lo verá nunca más. —¿Por qué? ¿Pues qué pasó? —pregunté preocupado. —Se murió, se suicidó, en una palabra se mató. —Pero cómo fue, yo no estoy enterado. Podría decirme cómo pasó. —Claro que sí, mire, pase a mi casa, aquí afuera en el jardín tengo unas sillas y una mesa con sombrilla para que estemos más a gusto y podamos platicar mejor. ¿Gusta tomar algún refresco? —me preguntó. —Solo un poco de agua y se lo agradezco. Luego nos sentamos en aquellas cómodas sillas, bajo la sombra de la frondosa sombrilla. 

Comenzó con su relato. —La verdad es que se murió porque él así lo quiso, nadie lo estaba obligando a vivir. Desde que murió doña Chole, su mamá, todo se le vino abajo, se la pasaba diciendo todo nostálgico que ya no quería vivir, que no sabía para qué había nacido, que no quería estar en este mundo, que le iba muy mal en todo. Empezó con esto desde hace poco más de un año, nunca lo entendí, pensé que estaba enfermo o volviéndose loco. 

La interrumpí para decirle. —Es que así era él, siempre se estaba quejando de todo. —Mire, —continuó después de tomar un poco de refresco de cola que le había traído su pequeña hija, yo hice lo mismo con mi agua con hielo para refrescarnos la garganta y calmar los efectos del calor. —Nunca lo entendí —continuó con su plática. —Lo tenía todo. Ahí está su casa, no sé qué va a pasar con ella, su automóvil ya se lo llevó su hermana junto con su perro, además, su madre le dejó algo de dinero en herencia. ¿De su salud? Pues, no se veía que estuviera enfermo, solo eso de estar aborreciendo su existencia a cada momento, pero que yo supiera nunca visitó a algún médico, es más, nunca lo escuché decir que tuviera algún dolor de estómago o de cabeza y mucho menos tomar medicinas para eso—. Quizás estaba muy solo le comenté. —No creo, tenía su perro y siempre venían a verlo algunos amigos que se juntaban a comer o tomar con él, y hasta a mí me invitaba a tomar una cerveza para platicar un rato. Yo veía que a él no le faltaba nada, creo que lo tenía todo, pero tanto repetía que se quería morir y, pues ahí tiene, se le concedió.

—¿Usted sabe si antes de morir le avisó a alguien? —pregunté. —No. Lo encontraron muerto cuando vino su hermana y lo vio cómodamente sentado en su sillón de reposo, donde tomaba sus siestas vespertinas, decía él. Su perrito, a su lado, sin ladrar. Había un frasco de pastillas vacío en la mesa del centro. Quién sabe de dónde lo habría sacado o cómo lo consiguió, tal vez del botiquín de su difunta madre.

Qué mal, pero ¿no dejó algún escrito, o algo para decir por qué lo hacía? —Sí claro. Encontramos una carta, digo que encontramos porque cuando llegó su hermana y vio que no estaba dormido sino muerto, salió apresurada de la casa para pedirnos auxilio a los vecinos, pero ya era demasiado tarde. El médico que vino con la policía, dijo que tenía como dos días muerto. —¿Y la carta? —insistí. —Creo que como en todos los suicidios decía que no sé culpara a nadie de su muerte, que lo hacía por voluntad propia, que ya no quería seguir con su soledad en este mundo, que se despedía de todos sin ningún resentimiento, y sin más palabras, claro, con letra muy fina porque escribía muy bonito, estampó su nombre como firma; José Dolores Rodríguez Escápita.

Yo nunca le conocí el nombre de Dolores —le dije. —Yo sí —me contestó. —Algunas veces su mamá de cariño le decía Lolito. Pensé entonces que por su segundo nombre se quejaba tanto. Continuamos platicando un buen rato sobre mi melancólico amigo, pero ella insistía en que se había muerto porque él lo estaba deseando desde hacía mucho tiempo. Que nadie lo había venido a matar. 

Al final me despedí de ella y le agradecí por su información y su refresco, haciéndole saber que me hubiera gustado estar en el funeral de mi amigo, pero al no enterarme qué más podía haber hecho yo. Entonces me dijo. —Ojalá hubieras estado con él porque estuvo muy solo, unos cuantos vecinos fuimos a su sepelio y su hermana que también llevó a su triste perro, que lloró y aulló mucho al despedir a su inseparable dueño. 

Costumbres

Costumbres

Por Juan Carlos Moreno Rosas

Quisiera estar acostado viendo la tele, comiendo botana en calzones y camiseta, pero estoy aquí, muriendo de calor, ahogándome con esta corbata que me dificulta la respiración. Siento el sudor deslizarse por mi frente. 

Las personas a mi alrededor mantienen una plática acalorada, yo solo escucho ruidos de fondo, asiento de vez en cuando para que no se den cuenta de mi ausencia. No sé cuánto tiempo llevo inmerso en las carreras que organizan las gotas de mi vaso.

Emilia toma mi mano mientras les dice algo a sus amigos, la volteo a ver y le sonrío automáticamente. Me lamento no haber inventado algún pretexto para no estar aquí, me hubiera roto algún hueso, aventado a un carro en movimiento, cualquier cosa es preferible que estar sufriendo aquí. 

Veo los ojos de Emilia, se ve tan feliz, ¿en qué momento dejé de ser feliz con ella? Antes, con solo verla sonreír se me erizaba la piel, no había nada que no hiciera por ver brillar sus ojos como los veo brillar ahora, pero hoy prefiero ver mi vaso antes que sus ojos.  

Suelto su mano con el pretexto de encender un cigarro. Con este calor ni ganas tengo de fumar, pero me siento incómodo teniendo contacto con ella. Me voltea a ver, dispersa el humo con la mano, hace cara de asco, no le gusta que fume cerca de ella.

—Ahora vengo —me levanto, le toco el hombro y camino lejos de la mesa. 

La observo, se ríe con sus amigos. Yo también disfrutaba estas reuniones. Miro el reloj, no llevamos ni media hora aquí… para mí ha sido una eternidad. Respiro profundamente, a fin de cuentas, ella no tiene la culpa de que me sienta así, no puedo hacerla pasar un mal rato por mi falta de valor. 

Debo regresar a la mesa, pero mis piernas no me responden, me tienen clavado en este lugar, prendo otro cigarro para disimular, noto que, cada tanto, Emilia voltea. 

Hurgo en mi cerebro, busco en qué momento empecé a sentirme así, pasó sin que me diera cuenta, hace no mucho no me quería separar de ella, quería tener su mano entre las mías en todo momento, hacía cualquier tontería para vislumbrar su sonrisa, cualquier pretexto era bueno para besarla. 

El día en que nos mudamos juntos fue el día más feliz de mi vida, después de dos años de ser pareja dimos el paso. Juntos fuimos a buscar el lugar adecuado para nosotros, pasamos semanas buscando. Fue un poco difícil complacer sus exigencias, pero no importaba nada con tal de verla feliz. Encontramos el lugar indicado. Amueblarlo fue más divertido de lo que imaginaba, poco a poco llenamos la casa; la terraza llena de flores, los muebles que no combinaban con nada pero los elegimos a nuestro gusto, cuadros en todas las paredes sin ninguna temática, todo lo que compramos era porque nos gustaba, no nos interesaba la estética del lugar, lo volvimos un hogar donde nos sentíamos cómodos, un refugio en dónde escondernos de los problemas del mundo exterior. 

Siento un pequeño roce en el cachete que me regresa a la realidad. Los enormes ojos de Emilia están clavados en los míos, no hay muestra de enojo, es la mirada inocente que me encantaba ver, unos ojos a los que no le puedes negar nada. —¿Está todo bien? Ya está servida la comida, si no vamos se va a enfriar.

Me parte el corazón ver su sonrisa, en el fondo todavía la amo, pero ya no me siento cómodo estando a su lado, su tacto me genera rechazo, aunque no puedo negar que de momentos sigo deseándola, hay instantes que el ver sus ojos su sonrisa me sigue haciendo feliz, hay instantes en que deseo besarla más que otra cosa en el mundo. Pero cada vez son más escasos esos momentos. La sigo a la mesa tomados de la mano, nos sentamos y ella vuelve a la plática con sus amigos. 

Me concentro en mi plato de sopa, la revuelvo con la cuchara y me pierdo en el humo que sale de ella. Escucho el bla, bla, bla de mis acompañantes. Sin pensarlo suelto un suspiro, Emilia voltea y me mira con unos ojos que dan miedo. Debería disimular mejor, se va a dar cuenta y no estoy con el humor adecuado para soportar una pelea y menos enfrente de la gente. No quiero explotar y decir cosas de las que después me arrepienta. 

Respiro profundo y volteo para verla con la mejor sonrisa que puedo actuar. Finjo estar interesado por su plática, ella sigue y yo sigo con mi sopa. La reunión termina, después de todo no me la pasé tan mal, pude obligarme a conversar y divertirme.

Vamos en el auto en silencio, pongo música, me siento tenso y no quiero estar en completo silencio. —Hoy has estado muy ausente —. Emilia apaga la música. No sé qué contestar, miro fijo el camino y aprieto la mandíbula. No quiero pelear, pero siento como se apodera de mí un enojo al que no le encuentro explicación. Aprieto las manos en el volante.

—¿Qué tienes? —Ya no aguanto más, voy a estallar, las lágrimas resbalan por mis mejillas. Ella me mira sorprendida, trata de tocarme, pero yo empujo su mano. —Esto ya no da para más —me limpio las lágrimas. —Mi intención nunca ha sido lastimarte, pero, de verdad, ya no doy más. Necesito alejarme de ti.

Vamos llegando a la casa, a Emilia no se le ha pasado el asombro. —Buscaré en donde dormir, en otro momento mandaré por mis cosas. Emilia se baja del carro dando un portazo. La veo esperando a que yo baje y la siga para disculparme, pero ya no puedo dar marcha atrás, sin darle oportunidad a que pueda hacer nada, arranco.

Voy sin rumbo, sin cosas y con poco dinero en la cartera, pero hace mucho tiempo que no me sentía tan libre, tan ligero y tan feliz. 

Como si el viento adivinara, de la nostalgia que me embarga. Nostalgia de los jóvenes migrantes quechuas en una ciudad intermedia aymara de Puno, Perú

Como si el viento adivinara, de la nostalgia que me embarga. Nostalgia de los jóvenes migrantes quechuas en una ciudad intermedia aymara de Puno, Perú

Por Fredy Machicao Castañón

La cultura en la actualidad se ofrece como escenario reflexivo, abierto y en disputa, en el que los actores sociales pugnan por definir los contenidos de lo cultural en cuanto definiciones de sí mismos y de sus destinos colectivos. Abordaremos, desde la antropología, el estudio de este escenario desde una perspectiva retórica de la cultura. La voz nostalgia, creada con dos raíces griegas: nóstos que significa regreso, y álgos dolor, lo que traduce un ‘deseo doloroso de regresar’ (Corominas, 2006), se asumió entonces como memoria reclamando y haciendo presencia. Briceño Guerrero escribe que “…en toda música hay algo de nostalgia, el lamento sutil por algo perdido o su transitoria y fugaz recuperación. Como si toda la especie humana fuera el resultado de una gran catástrofe, la fragmentación traumática de un gran ser martirizado. Los hombres, tercos añicos de un dios despedazado, briznas de una gloria difunta” (Briceño Guerrero, 2009: 80).

Desde la década de los 60 del siglo pasado, Juliaca (distrito del departamento de Puno-Perú) empezó a surgir como una ciudad intermedia andina, gracias al comercio y los medios de transporte y comunicación. Étnicamente está compuesto por aymaras, quechuas, criollos y mestizos. Los comerciantes que llegaron a Juliaca para construir un espacio de oportunidad, tuvieron que aprender la cultura de quechuas y aymaras. El pequeño poblado en la década de los 80, ya era un prospecto de ciudad en ciernes. Así como atraía gente la naciente ciudad expulsaba (migración). Es en este escenario, de adoptar y expulsar donde la población cada año convive en la cotidianeidad. Los poblados y ciudades tienen una dinámica de manejo de su población, los migrantes nuevos se quedan y los pobladores viejos generalmente migran a ciudades más desarrolladas.

Empecemos por la dolorosa separación del individuo de su terruño. Nadie, en sus cinco sentidos, desea abandonar su tierra, ya que en ella tiene sus parientes, paisanos, amigos y a la muchacha(o) que desea enamorar. Ha nacido oliendo, sintiendo el frío, aromas, sonidos, formas, luz, tacto y sentido. Sus primeras impresiones con la naturaleza serán su guía venidera, luego accederá a las sensaciones con otros humanos, le llamará la atención su variedad de actitudes, comportamientos y manifestaciones emocionales. Lo primero es el miedo, la soledad y la protección de la progenitora, es decir, la mano donde busca y encuentra la seguridad.

Para la década de los 80, Juliaca era un espacio sociocultural anhelado por los pobladores del entorno físico. Familias y personas quechuistas migraron en busca de oportunidades, pero lo que encontraron fue soledad, anonimato y desarraigo. Los jóvenes, principalmente, buscaban comprender la dinámica urbana, creían que como en el campo los límites se podían traspasar sin inconvenientes. No es que no haya límites físicos en el campo, sí los hay, pero es un espacio muy amplio en el cual el individuo puede tranquilamente movilizarse, en la ciudad el rosarse es una imprudencia. El sufrimiento que aqueja de estar en un espacio social extraño, donde es sujeto de observaciones, burlas en la escuela y exclusión en la cotidianeidad va a permitir que el joven reaccione.

En la mayoría de sus días en la ciudad, la nostalgia, el recuerdo frecuentemente se hará presente, empezará a escuchar su música y tocará su añorada quena (instrumento musical hecha de caña), recordará sus llamas, alpacas, aves, sapos y arañas. El olvido se hace presente como una amenaza a su nostalgia, pero el joven debe seguir adelante, tratar de dominar el nuevo espacio en la ciudad. Juliaca, en un tiempo de más o menos tres décadas, cambió drásticamente en su dinámica poblacional, comercial, tecnológica, comunicacional y principalmente en el campo folclórico. Los aymaras se han apropiado de dos fiestas, el carnaval (de 9 días de duración) y la fiesta de las cruces (3 de mayo), los quechuistas, machuaychas y chiñipilcos (20 de enero). En las emisoras, en esas épocas se transmitía música de extracción aymara y en poca escala la música quechua. Hoy Juliaca es un emporio de producción musical a nivel nacional.

Los jóvenes quechuistas llevan en desventaja su empoderamiento en la ciudad, el constante recordar de su pueblo, comunidad ayllu o parcialidad está presente y será un obstáculo para su adaptación de migrante rural a citadino. Recordando a Darwin, están en una carrera de sobrevivencia, el más apto persistirá. Lo harán, pero a un precio altísimo culturalmente. El alto nivel de suicidios, desadaptación cultural, rechazo, delincuencia, abandono familiar y violencia son algunos de los resultados con los que vive hoy Juliaca. Esa angustia permanente va a dar paso a que estos jóvenes añoren esa vida de niños en su terruño de origen. Ahora, después de algunos años en la ciudad, van asumir nuevas vivencias y relaciones como los amigos, enamorados, gente de la otra etnia; cuando sea la fiesta patronal de su pueblo, viajarán y llevarán consigo el nuevo comportamiento citadino en todo orden.

En ese proceso de visitar el pueblo de origen y la ciudad donde vive la nostalgia inicial, antes de migrar, estará cambiando con respecto a la vivencia en la ciudad. Muy pocos jóvenes no se adaptarán a la ciudad, muchos lo harán a un costo cultural elevado, sus recuerdos entrarán en un proceso de selección, la tecnología facilitará amenguar esa nostalgia por medio de los videos, fotos, redes sociales, hoy con la pandemia, un estar allí o un estar aquí virtual formará parte de nuestra convivencia. La distancia (física) se ha acortado con el uso de la tecnología, pero la distancia entre lo vivido y lo que se vive, todavía no se puede resolver. A menudo la llegada o pérdida de un familiar, conversar o ver a un paisano, oler los aromas de nuestra niñez, ver las imágenes o siluetas de nuestro antiguo paisaje, escuchar los sonidos, irremediablemente nos aflorará la nostalgia y no todos reaccionarán de la misma manera, algunos llorarán, la tristeza les invadirá, a otros les será pasajero, lejano y hasta inadvertido.

Los jóvenes, en muchas ocasiones por recomendación de los adultos o amistades, buscarán nuevas salidas a esa presión nostálgica, como por ejemplo trabajar, hacer deporte, pertenecer a un grupo religioso, cultural o social. Nadie desea una muerte social y menos cultural, a quien nadie recuerde o cuando uno no pueda recordar a los demás, la nostalgia no hizo mella, pero es mentira cuando alguien dice no tener nostalgia de nada y que los recuerdos son una tontería. Por lo contrario, esa persona no sabe cómo abordar sus recuerdos ya que le abruman cotidianamente y trata de suplantarlos con acciones perentorias.

Muchos intentamos borrar nuestras experiencias, algunos los logran, otros continuamos con ellas, nuestras preocupaciones automáticamente nos ponen nostálgicos. Con el abandono en que vivimos en la ciudad, los individuos, los jóvenes buscarán espacios públicos para andar como eternos fantasmas, cargando a cuesta una solitaria vida a pesar de vivir con miles de personas. El espacio privado es peligroso, la calle es más prometedora, ya que en ella podemos acceder a sexo, identidad, temor, amor verdadero y engaños. Los jóvenes quechuas buscan encontrar o recuperar su alma que los identifique con un pasado, presente y futuro.

La nostalgia debe ser asumida como una aliada para fortalecer nuestra vida y la toma de decisiones, los jóvenes quechuistas de manera tosca y abrupta son arrojados al espacio citadino, los actores sociales son imperdonables, si eres motoso (pronunciar mal las palabras), usas ojotas (calzado hecho de jebe), hablas quechua, chacchas (mascar) coca y tienes un apellido rural eres un candidato fijo de ser excluido social. Reza la frase, eres de polvo y en polvo te convertirás, pero también la vida nos enseña a vivirla con fracasos, virtudes, lágrimas y risas. La nostalgia, así como la risa, el hambre, el odio, amor y desprecio son pasajeros, pero a pesar de ser cortos esas vivencias, nos llena un espacio y nos hace recordar lo frágil que somos, por otro lado nos permite forjar nuestro acero de la vida.

Bibliografía:

Briceño Guerrero, J. M. (2009). «La Mirada Terrible». Procesos Históricos, núm. 18, julio-diciembre, pp. 103-105. Universidad de los Andes. Mérida, Venezuela.

Corominas Rovira, E. (2006). Vinculación de los enfoques de aprendizaje con los intereses profesionales y los rasgos de personalidad: aportaciones a la innovación del proceso de enseñanza y aprendizaje en la educación superior. Revista de investigación educativa, RIE, ISSN 0212-4068, ISSN-e 1989-9106, Vol. 24, Nº 2, 2006, págs. 443-474.

Hermanos

Hermanos

Por L. Dante Gorena V.

Saúl, el joven universitario fallecido en la revuelta de noviembre en 2019, no solo había sido su hermano (tres años menor que él) sino también su amigo, su confidente en todo y cómplice de travesuras desde temprana edad. Así lo habría de recordar el capitán Abel Lima, con los ojos comidos por la nostalgia y un sentimiento culposo, denso y sublimado. Pero de eso ya pasaron tres años y sentía todavía el fantasma de ese recuerdo como una especie de astilla enquistada en el corazón. Es que, estando todavía el uniformado en las calles metiéndole gases a los revoltosos, nunca podría imaginar que su hermano Saúl había sido hallado por un grupo de vecinos en un recodo periférico de la ciudad, con el cuerpo como un hilacho y la testa deshuesada por un proyectil de largo alcance; todavía con un soplo de vida y esperando vanamente el auxilio de una ambulancia que pudiera rescatarlo. El vehículo no había podido vencer los bloqueos de la turba enardecida y finalmente el joven estiró las chanclas allí mismo. Eso le dijeron después.

Dicen que cuando uno va a morir se orina con todo y ropa, se santigua, reza su propio responso, se le vuelve pálido el rostro y le entra un frío helado en las tripas. Debe ser una horrible sensación, sin duda. ¿Pero qué sucede con aquellos que, sin siquiera haberlo soñado, de pronto se dan de narices con la parca? Porque nadie pudo finalmente asegurar si la muerte de Saúl fue por causa de una bala perdida que accidentalmente rebotó en las nubes y vino después a dar en la mera calavera del susodicho. No señor. Aunque, quién sabe; pues se sabía de antemano que cualquier ciudadano de a pie no solo podía resultar herido sino despachado al otro mundo, así sin mayores trámites, porque la orden en definitiva era disparar a matar. Al fin que los milicos y la Policía, como brazo operativo del Estado, ya tenían en el bolsillo el decreto del gobierno que los eximía de culpa si acaso se les ocurría enfriar a más de un revoltoso, sea por tratarse de un “perro comunista, sin alma y sin dios”, o por una simple sospecha de conspiración. Todo facineroso, entonces, era considerado enemigo principal de la democracia (la nueva, la actual, la verdadera; según lo decía el flamante ministro de seguridad nacional) y podía ser pasado por las armas con frialdad reptiliana.

Por lo cual el susodicho (un teniente efectivo en aquel tiempo), enfundado en su uniforme salpicado de verde rabioso, habría de cumplir su tarea represiva como manda la constitución. Estaba en la línea de contención desde la pasada jornada, al mando de una tropa de treinta mostrencos con hambre de guerra, nerviosamente inquietos y siempre avispas por si acaso. Además, estando en peligro de ser rebasada la policía por la turba enardecida, había llegado el momento de liberar a los milicos de sus cuarteles de engorde, y estos sí que no se andaban con contemplaciones.

Para su hermano Saúl, cuando estaba todavía en calidad de organismo vivo, aquel asunto de respetar el reglamento de la doctrina castrense le valía un poroto. Ahora, con sus veinticinco años mal contados, trabajaba a medias y recientemente había decidido sacudirse la modorra para retomar su carrera de periodismo y acomodarse en el ala izquierda de una ideología tallada en las aulas universitarias.

Los días uno y dos de aquel estallido social no se podía cuantificar aún el número exacto de heridos y muertos. Pero lo que sí se sabía es que hubo enfrentamientos entre la población civil y los policías en cinco zonas de la urbe. Después todo fue transcurriendo vertiginosamente, entre arengas incendiarias y el trasnoche furtivo como un grueso manto de polvo sobre las barricadas barriales; con su racimo de gentes en las calles, atrincherada detrás de montículos de piedras, arbustos y tierra rebelde. Con aquellos vientos sin edad, endémicos, provenientes de los Andes y colándose por entre los cerros pelados en que se encajonaba la ciudad. Ya para entonces, el descontento del populacho triplicaba en cantidad a la tropa de uniformados.

El diario amanecer era una masa espesa de un plomo ceniza, con penachos de alquitrán flotante buscando el cielo que no había. Ahora el teniente Lima y su tropa avanzaban los primeros metros con suma cautela. Un centenar de insurgentes había brincado desde el distrito barrial más próximo como una plaga de langostas, y esto dio pie a una nueva escaramuza. Cuando se está en tal situación, uno va escuchando estruendos en el cerebro, sin poder distinguir si en efecto son puros cohetes, piedras, gases, balines o disparos de verdad. Y cada paso que se da es un reto al destino. Es cuando se huele el peligro y el pellejo parece desprenderse de los huesos. A la distancia, hasta los perros se tragaban sus ladridos.

Sin los cascos y las máscaras protectoras de unos y sin los pasamontañas o pañuelos sobre la cara de los otros, tan parecidos eran todos ellos —policías y milicos— con los otros —insurgentes y deshabitados, los desplazados de siempre—; en medio de todo ese desvarío colectivo que, ciertamente, ya estaba de buen tamaño. En síntesis, aburridos estaban todos de tener que hacer lo mismo que hacían siempre: enfrentarse por nada. Porque al final todos estaban hechos de la misma tierra rasposa y silente. Esto fue lo que debió desalentar a la tropa del teniente Lima, y ganas no les faltaron de mandar al carajo todo ese quilombo y estrecharse en un abrazo allí mismo, hablándose a una sola cuerda: “Hermano, ¿qué nos estamos haciendo?”. ¡Y que se joda el nuevo gobierno! 

***

El capitán de la policía se presentó en la sala de la morgue judicial, atiborrada de cuerpos sin alma y oliendo a puro formol, para reconocer el de su hermano Saúl. Ahora sin el uniforme verde pacay, era simplemente Abel Lima; lo acompañaba su vetusta madre, con el rostro impávido y blanco como un pergamino, la mirada descolorida y la respiración pedregosa de quien nunca podrá comprender el profundo e impenetrable misterio de la muerte. Tuvieron que esperar un siglo de horas para el respectivo informe del médico forense y salir de allí después los tres, uno en calidad de fiambre y los otros dos con la resignación en los suelos. 

Estando acomodados dentro del carro fúnebre, que ahora llevaba a su nuevo pasajero hacia el salón velatorio —sumergido en su sueño eterno y acomodado en una flamante caja de madera—, Abel Lima pudo finalmente derramar un lagrimón de plomo, mientras estrechaba tibiamente las manos de su madre. 

Y en un instante profundo, volvió al mundo nunca olvidado de su infancia, avivando la llama de su temprana existencia. Acariciando tiempos felices de aquellas lúdicas tardes de sábado sobre la alfombra de la sala, y esa misma ensoñación lo devolvió a esos primeros años; así entonces, se puso a jugar con sus recuerdos: los soldaditos de plomo estaban dispuestos en posición de ataque; dos, tres y hasta cuatro filas en cada bando. Había también tanquetas y cañones acompañando a sus trompas por ambos flancos; la caballería iba por delante de la infantería. Los de chaqueta azul eran comandados por Saúl y los de rojo obedecían las órdenes de Abel. A veces la discusión se encendía con algún reclamo airado: “Hiciste trampa, primero yo te tumbé a cinco y vi cómo hiciste parar a dos”. “Mentiroso, llorón; ya nada más falta que vayas a quejarte con papá”. Saúl, herido en su dignidad naciente, dejaba crecer sus ojos sobre la alfombra, doblando las rodillas sobre la misma, hasta que, resignado, comenzaría de nuevo resucitando a su vapuleada tropa de chaquetas azules. Al frente tenía al odiado enemigo, agazapado, y adelante iba un diminuto general de plomo con sus pesados galones, lo suficiente como para azuzar a su veintena de subalternos…

Finalmente, el coche fúnebre frenó en las puertas del salón velatorio. El zafarrancho anterior se había calmado en parte y de a poco todo iba volver a su color natural. Se respiraba una tensa calma y los vientos de la altura comenzaron a lamer las heridas.

Fin

Tu silueta

Tu silueta

Por Ramsés Oviedo

Esperé una fecha sencilla, un día de pasión,
un tiempo donde un abrazo o un solo beso
por fin nos colmaron con la furia infinita del llanto;
ya no fue necesario más futuro
llegando juntos, un encuentro coronando instantes
con café, desacuerdos y cigarrillos de compañía.
Yo de pronto me desvanecí.
¿Qué mirada fue esa, la total, la desprendida?
Temí que nada nos faltara; temí que nos faltara
inventar más palabras, risas o caricias.

¿Qué debemos a esa carencia?
Esa recóndita pregunta
es la abrupta palpitación del tiempo.
Mi esperanza es poder reencontrar
ese abrazo, beso o mirada.
Si no muero para saberlo (y sabes que miles
se han esfumado en busca de verdades)
quiero saber, en el sortilegio de tus sombras,
¿qué futuro guarda nuestra ausencia?
De ningún dolor… de nada sabido…
dime si te irás como ola de mar tras
llegar a la costa a diseminar su presencia.
No importa si floto bajo la luna para saberlo.

Jugaste al silencio,
transeúnte de un mundo arrebatado,
te vi palpando miradas, recorriendo sonrisas,
tomando al mando labios de destinos insomnes.
Me salvé durante un tiempo en la soledad de tu piel,
estuve en tu tacto cual memoria intacta.
Hui del adiós hasta el día afanoso
que declaró constante tu despedida.
Ignorar el último día, lo último me alegraba
el viaje develado de nuestros cuerpos.

Indeciso es el misterio a fin de cuentas.
Consciente de esa desgracia, esperé
que mis ojos jóvenes descifraran del amor,
de sus muertes y resurrecciones,
todo, todo lo que nos hiciera innecesarios
el uno para el otro. Y algo en la espera
me promete presagio: serás
la silueta que se encienda a diario
en las ceremonias pertinaces de mi nostalgia.

Vivos-muertos

Vivos-muertos

Por Tonatiuh Vladimir Romano Ramírez

En otras partes de México también se les suele conocer como los “teporochos”, indigentes, los desahuciados o como el temido “escuadrón de la muerte. Nombramientos que bien podrían ser ciertos, y lo cierto también es que detrás de sus rostros enrojecidos por la charanda y el sol se encuentran historias desgarradoras y puntos de quiebre que los llevaron a caminar los senderos de la calle y la soledad.

Sus historias de vida suelen ser confusas, pues constantemente mezclan la realidad, la fantasía y la enfermedad. Las razones que les llevaron a esa vida se encierran en lo más profundo de su cuerpo y solo ellos las saben o las olvidan. En el estado de Tlaxcala, un punto de reunión de las personas que padecen esta afección suelen ser los panteones municipales; en donde comparten espacio con la muerte ajena y quizás también con el destino de su muerte misma. Detrás de sus ojos lejanos se esconden sueños como los de cualquier otra persona, detrás de su sombra hay una familia que dejaron atrás, amistades y lugares que ocupaban antes de caer en las fauces del alcohol.

El vivir en un estado de existencia que es parecido a estar muerto, es casi como ser un autómata que mantiene algunas funciones vitales para pasar el día a día, es un estado de letargo y ansiedad por la necesidad de beber su elixir de aguardiente. Se podría entender que el simbolismo detrás de morar entre tumbas es significativo, puesto que  asumen no solo su muerte biológica, sino también la muerte social y cualquier otra muerte. Los “vivos-muertos” suelen ser acompañados por su propia jauría de perros, deambulan por las banquetas en las noches frías, se encuentran cara a cara con el hambre y su oscuridad.

Entre las flores marchitas y el olor a tierra húmeda, la muerte en pandemia se ha vuelto más recurrente y cada vez más “vivos-muertos” se refugian en los panteones para servir de cuidadores y  sepultureros a cambio de un plato de comida y unas botellas de tequila. Se han vuelto los testigos de primera mano de la constante de esta vida: tiempo y muerte. Entre sus balbuceos y palabras inconexas, entre líneas y sin decirlo, nos platican de sus azares y a gritos claman ayuda, pero inútilmente pues las cartas están echadas, porque además el ser humano suele ser incapaz de empatizar con el otro. Entonces solo miramos hacia otro lado y seguimos nuestro paso.

Otra certeza es que son expresión de un sistema de exclusión y desvalorización de la vida, son las secuelas que ha dejado la imposición de un modelo que hemos aceptado, que nos habitúa a tener que subsistir y adaptarnos ante el panorama de lo que podría resumirse como el capitalismo, el capital por encima de todo. Los “vivos-muertos” son resultado de no seguir los parámetros de la normalidad, el no ambicionar con la mejor casa, un auto y un empleo estable. El alcohol se ha vuelto el sentido diario y han rechazando así la promesa del bienestar que brinda el trabajar arduamente, a cambio de un poco de olvido y mareo.

Es también un reflejo de “nosotros”, es el temor ir contra lo establecido, ya que podemos ser devorados por el sistema y despojados de nuestra humanidad, ser un “muerto”, un desarraigado, un ente innecesario para el capital. Son producto de la desigualdad porque demarcan los límites sociales; no queremos pertenecer a la configuración del “teporocho”, entendido como portador de la suciedad, la holgazanería y la vergüenza. Quizás entonces podemos hablar de “castas” o clases sociales, sectores o grupos de riesgo, la clasificación y la exhibición son elementos de esta realidad que nos aqueja desde hace siglos.

No pretendo dar un juicio de valor acerca de las decisiones de cada persona, puesto que cada quien percibe su propia realidad, carga con sus propios fantasmas y transita su propio viaje. Tal vez su misión sea acelerar el ciclo vital, acercarse de una forma más rápida al fin inevitable de la existencia, no dar tantos rodeos al tiempo y entregarse así a la guadaña segadora de la Muerte, compañera muerte. Si bien se ha dicho que en México se toma a la muerte como una amiga y como algo alegre, lo cierto es que es todo lo contrario, puesto que en México la muerte se asume con un dolor muy profundo y los días de duelo se extienden por meses, convirtiendo la ausencia del ser querido en una herida que nunca termina de cerrar.

Entre los camposantos, la música fúnebre, las últimas palabras de despedida y los sollozos constantes son los elementos que acompañan el vals que han elegido los “vivos-muertos”. El alcohol como el veneno de una serpiente que recorre el cuerpo y lo va matando poco a poco, y con ellos también se mueren sus más hermosos sueños, sus anhelos, sus neblinas y ríos internos en donde se ahoga el pasado de su infancia, tras el velo de sus ojos se esconde el misterio y la nostalgia.