Por Juan Carlos Moreno Rosas

Quisiera estar acostado viendo la tele, comiendo botana en calzones y camiseta, pero estoy aquí, muriendo de calor, ahogándome con esta corbata que me dificulta la respiración. Siento el sudor deslizarse por mi frente. 

Las personas a mi alrededor mantienen una plática acalorada, yo solo escucho ruidos de fondo, asiento de vez en cuando para que no se den cuenta de mi ausencia. No sé cuánto tiempo llevo inmerso en las carreras que organizan las gotas de mi vaso.

Emilia toma mi mano mientras les dice algo a sus amigos, la volteo a ver y le sonrío automáticamente. Me lamento no haber inventado algún pretexto para no estar aquí, me hubiera roto algún hueso, aventado a un carro en movimiento, cualquier cosa es preferible que estar sufriendo aquí. 

Veo los ojos de Emilia, se ve tan feliz, ¿en qué momento dejé de ser feliz con ella? Antes, con solo verla sonreír se me erizaba la piel, no había nada que no hiciera por ver brillar sus ojos como los veo brillar ahora, pero hoy prefiero ver mi vaso antes que sus ojos.  

Suelto su mano con el pretexto de encender un cigarro. Con este calor ni ganas tengo de fumar, pero me siento incómodo teniendo contacto con ella. Me voltea a ver, dispersa el humo con la mano, hace cara de asco, no le gusta que fume cerca de ella.

—Ahora vengo —me levanto, le toco el hombro y camino lejos de la mesa. 

La observo, se ríe con sus amigos. Yo también disfrutaba estas reuniones. Miro el reloj, no llevamos ni media hora aquí… para mí ha sido una eternidad. Respiro profundamente, a fin de cuentas, ella no tiene la culpa de que me sienta así, no puedo hacerla pasar un mal rato por mi falta de valor. 

Debo regresar a la mesa, pero mis piernas no me responden, me tienen clavado en este lugar, prendo otro cigarro para disimular, noto que, cada tanto, Emilia voltea. 

Hurgo en mi cerebro, busco en qué momento empecé a sentirme así, pasó sin que me diera cuenta, hace no mucho no me quería separar de ella, quería tener su mano entre las mías en todo momento, hacía cualquier tontería para vislumbrar su sonrisa, cualquier pretexto era bueno para besarla. 

El día en que nos mudamos juntos fue el día más feliz de mi vida, después de dos años de ser pareja dimos el paso. Juntos fuimos a buscar el lugar adecuado para nosotros, pasamos semanas buscando. Fue un poco difícil complacer sus exigencias, pero no importaba nada con tal de verla feliz. Encontramos el lugar indicado. Amueblarlo fue más divertido de lo que imaginaba, poco a poco llenamos la casa; la terraza llena de flores, los muebles que no combinaban con nada pero los elegimos a nuestro gusto, cuadros en todas las paredes sin ninguna temática, todo lo que compramos era porque nos gustaba, no nos interesaba la estética del lugar, lo volvimos un hogar donde nos sentíamos cómodos, un refugio en dónde escondernos de los problemas del mundo exterior. 

Siento un pequeño roce en el cachete que me regresa a la realidad. Los enormes ojos de Emilia están clavados en los míos, no hay muestra de enojo, es la mirada inocente que me encantaba ver, unos ojos a los que no le puedes negar nada. —¿Está todo bien? Ya está servida la comida, si no vamos se va a enfriar.

Me parte el corazón ver su sonrisa, en el fondo todavía la amo, pero ya no me siento cómodo estando a su lado, su tacto me genera rechazo, aunque no puedo negar que de momentos sigo deseándola, hay instantes que el ver sus ojos su sonrisa me sigue haciendo feliz, hay instantes en que deseo besarla más que otra cosa en el mundo. Pero cada vez son más escasos esos momentos. La sigo a la mesa tomados de la mano, nos sentamos y ella vuelve a la plática con sus amigos. 

Me concentro en mi plato de sopa, la revuelvo con la cuchara y me pierdo en el humo que sale de ella. Escucho el bla, bla, bla de mis acompañantes. Sin pensarlo suelto un suspiro, Emilia voltea y me mira con unos ojos que dan miedo. Debería disimular mejor, se va a dar cuenta y no estoy con el humor adecuado para soportar una pelea y menos enfrente de la gente. No quiero explotar y decir cosas de las que después me arrepienta. 

Respiro profundo y volteo para verla con la mejor sonrisa que puedo actuar. Finjo estar interesado por su plática, ella sigue y yo sigo con mi sopa. La reunión termina, después de todo no me la pasé tan mal, pude obligarme a conversar y divertirme.

Vamos en el auto en silencio, pongo música, me siento tenso y no quiero estar en completo silencio. —Hoy has estado muy ausente —. Emilia apaga la música. No sé qué contestar, miro fijo el camino y aprieto la mandíbula. No quiero pelear, pero siento como se apodera de mí un enojo al que no le encuentro explicación. Aprieto las manos en el volante.

—¿Qué tienes? —Ya no aguanto más, voy a estallar, las lágrimas resbalan por mis mejillas. Ella me mira sorprendida, trata de tocarme, pero yo empujo su mano. —Esto ya no da para más —me limpio las lágrimas. —Mi intención nunca ha sido lastimarte, pero, de verdad, ya no doy más. Necesito alejarme de ti.

Vamos llegando a la casa, a Emilia no se le ha pasado el asombro. —Buscaré en donde dormir, en otro momento mandaré por mis cosas. Emilia se baja del carro dando un portazo. La veo esperando a que yo baje y la siga para disculparme, pero ya no puedo dar marcha atrás, sin darle oportunidad a que pueda hacer nada, arranco.

Voy sin rumbo, sin cosas y con poco dinero en la cartera, pero hace mucho tiempo que no me sentía tan libre, tan ligero y tan feliz.