Por Homero Baeza Arroyo

Tengo o, más bien, tenía un amigo que siempre se estaba quejando. Platicar con él era un verdadero martirio, algunas de las personas que también se consideraban sus amigos decían igual que sus vecinos: “Él siempre se está quejando”, “Hasta lo que no come, le hacía daño”, “Sufre de una disfrazada melancolía”.

Tenía tiempo que no iba a visitarlo, pero un recuerdo me hizo buscarlo en su casa para ver cómo se encontraba, porque vivía solo y con una notoria tristeza, desde que en sus brazos falleció su madre de un coma diabético. 

Cuando llegué a su casa me pareció que no estaba, que tal vez hubiese salido al supermercado o, como era media tarde, quizás se encontraba dormido tomando alguna siesta como acostumbraba. Insistí tocando el timbre y con una moneda golpeé la puerta metálica de su casa, tal vez hice mucho ruido porque una de sus vecinas contestó a mi insistente llamado, que ahora hacía con mi voz. 

—No está. No hay nadie —me gritó desde el interior de su ventana—. Estoy buscando a José, soy su amigo, no sabe dónde está o a qué hora regresa, —le pregunté en voz alta para que me escuchara desde donde estaba. —Espere un momento, voy para allá—. Era extraño que no sé encontrara en casa, nunca salía, se mantenía casi siempre encerrado. 

Cuando la vecina se acercó a mí la saludé y le volví a preguntar sobre Pepe. Se quedó viéndome en una forma extraña, como cuando todos saben algo de alguien y tú no sabes nada, luego, como un suave reproche, me comentó en forma de pregunta: —¿Qué no sabe lo que pasó? —yo le contesté curioso —No señora, no sé lo que haya pasado, hace un buen rato que no lo veo. —Ni lo verá nunca más. —¿Por qué? ¿Pues qué pasó? —pregunté preocupado. —Se murió, se suicidó, en una palabra se mató. —Pero cómo fue, yo no estoy enterado. Podría decirme cómo pasó. —Claro que sí, mire, pase a mi casa, aquí afuera en el jardín tengo unas sillas y una mesa con sombrilla para que estemos más a gusto y podamos platicar mejor. ¿Gusta tomar algún refresco? —me preguntó. —Solo un poco de agua y se lo agradezco. Luego nos sentamos en aquellas cómodas sillas, bajo la sombra de la frondosa sombrilla. 

Comenzó con su relato. —La verdad es que se murió porque él así lo quiso, nadie lo estaba obligando a vivir. Desde que murió doña Chole, su mamá, todo se le vino abajo, se la pasaba diciendo todo nostálgico que ya no quería vivir, que no sabía para qué había nacido, que no quería estar en este mundo, que le iba muy mal en todo. Empezó con esto desde hace poco más de un año, nunca lo entendí, pensé que estaba enfermo o volviéndose loco. 

La interrumpí para decirle. —Es que así era él, siempre se estaba quejando de todo. —Mire, —continuó después de tomar un poco de refresco de cola que le había traído su pequeña hija, yo hice lo mismo con mi agua con hielo para refrescarnos la garganta y calmar los efectos del calor. —Nunca lo entendí —continuó con su plática. —Lo tenía todo. Ahí está su casa, no sé qué va a pasar con ella, su automóvil ya se lo llevó su hermana junto con su perro, además, su madre le dejó algo de dinero en herencia. ¿De su salud? Pues, no se veía que estuviera enfermo, solo eso de estar aborreciendo su existencia a cada momento, pero que yo supiera nunca visitó a algún médico, es más, nunca lo escuché decir que tuviera algún dolor de estómago o de cabeza y mucho menos tomar medicinas para eso—. Quizás estaba muy solo le comenté. —No creo, tenía su perro y siempre venían a verlo algunos amigos que se juntaban a comer o tomar con él, y hasta a mí me invitaba a tomar una cerveza para platicar un rato. Yo veía que a él no le faltaba nada, creo que lo tenía todo, pero tanto repetía que se quería morir y, pues ahí tiene, se le concedió.

—¿Usted sabe si antes de morir le avisó a alguien? —pregunté. —No. Lo encontraron muerto cuando vino su hermana y lo vio cómodamente sentado en su sillón de reposo, donde tomaba sus siestas vespertinas, decía él. Su perrito, a su lado, sin ladrar. Había un frasco de pastillas vacío en la mesa del centro. Quién sabe de dónde lo habría sacado o cómo lo consiguió, tal vez del botiquín de su difunta madre.

Qué mal, pero ¿no dejó algún escrito, o algo para decir por qué lo hacía? —Sí claro. Encontramos una carta, digo que encontramos porque cuando llegó su hermana y vio que no estaba dormido sino muerto, salió apresurada de la casa para pedirnos auxilio a los vecinos, pero ya era demasiado tarde. El médico que vino con la policía, dijo que tenía como dos días muerto. —¿Y la carta? —insistí. —Creo que como en todos los suicidios decía que no sé culpara a nadie de su muerte, que lo hacía por voluntad propia, que ya no quería seguir con su soledad en este mundo, que se despedía de todos sin ningún resentimiento, y sin más palabras, claro, con letra muy fina porque escribía muy bonito, estampó su nombre como firma; José Dolores Rodríguez Escápita.

Yo nunca le conocí el nombre de Dolores —le dije. —Yo sí —me contestó. —Algunas veces su mamá de cariño le decía Lolito. Pensé entonces que por su segundo nombre se quejaba tanto. Continuamos platicando un buen rato sobre mi melancólico amigo, pero ella insistía en que se había muerto porque él lo estaba deseando desde hacía mucho tiempo. Que nadie lo había venido a matar. 

Al final me despedí de ella y le agradecí por su información y su refresco, haciéndole saber que me hubiera gustado estar en el funeral de mi amigo, pero al no enterarme qué más podía haber hecho yo. Entonces me dijo. —Ojalá hubieras estado con él porque estuvo muy solo, unos cuantos vecinos fuimos a su sepelio y su hermana que también llevó a su triste perro, que lloró y aulló mucho al despedir a su inseparable dueño.