Nexos simbólicos entre sujeto y objeto

Nexos simbólicos entre sujeto y objeto

Por Alkyoni Bouchalaki

¿Qué relación pueden tener los objetos con el inconsciente del ser humano? ¿Cómo los objetos pueden co-operar en una posible evolución personal? Con “objeto”, nos referimos a cualquier cosa que tenga existencia y finalidad, que sea transportable, tangible y manejable. Un objeto se percibe a través de nuestros sentidos y pertenece al mundo exterior. 

Según la gramática, un objeto es lo que recibe o experimenta una acción pero nunca la genera. Cuando el ser humano se vincula con él, acaso ¿el objeto no genera acción? Afirmativamente, la acción que genera es intrínseca. El objeto funciona como un enlace interno entre la memoria y la persona. Superando su uso elemental, da forma a los sentires. Crea un anclaje en un momento o una época que lo han determinado. Así, el objeto expandido va más allá de su utilidad ordinaria y se convierte en un símbolo. 

Un símbolo no aparece solamente en representaciones religiosas ni en lugares de referencia en las ciudades. Cada ser humano con su experiencia vivencial crea los símbolos de su historia personal. De hecho, muchas personas se aferran a estos objetos y les resulta muy difícil desprenderse de ellos porque así dejarían ir una parte de sí mismos. Resisten en depositarlos y entregarlos al pasado, como los regalos de boda de mis padres que todavía están guardados en su aparador; ni se usan ni se tiran. 

Ocurre incluso lo contrario: se tira un objeto y con él se deja ir algo de su carga, formando un modo de cierre, un ritual contemporáneo recomendado para todas las edades y culturas. Un símbolo no es un signo cuyo significado es fijo e interpretable por convención. Un signo está muerto, mientras que el símbolo está vivo y representa metafóricamente algo más allá de lo obvio y lo literal. Como Joseph Campbell ha mencionado “el símbolo es aquello a lo que transciende la palabra, todo vocabulario y toda la imagen”. 

De forma consciente, los objetos-símbolos han generado su valor representativo tanto por la repetición de su uso, como por ser poseídos y, a la vez, poseer un recuerdo importante de la vida. El ser humano, ya que dispone de intención, puede nombrar sus propios objetos como símbolos, creando un listado de su simbología basado en la biografía personal. A este, aparte de objetos, se pueden añadir sucesos de la vida. Para una experiencia de crisis o de gran impacto sólo si ésta se simboliza, toma sentido: obtiene un significado y se puede integrar, es decir, ser comprensible y transitorio. En especial, para transcender las experiencias dolorosas ante la pérdida de un ser querido, una ruptura o una enfermedad, es de gran ayuda si las vestimos con lo que representan. Con esta intención consciente de bautizar como simbología personal lo tangible y lo intangible del entorno, se facilita la propia transformación.

A su vez, un suceso vivencial doloroso puede otorgarse a un objeto concreto y de esta manera lo que no se podía palpar, de repente se hace “manejable”. La intención de la persona puede propulsar una interacción con el objeto de forma simbólica para dirigir y transformar la energía psíquica: como una comadrona que ayuda a salir de una crisis emocional. George Colleuil ha mencionado “al actuar sobre la materia, el hombre también actúa sobre sí mismo”. En la actualidad, los ritmos y el consumo de estímulos hacen que el tiempo se habite diferente mientras que “la pérdida de lo simbólico y la pérdida de lo ritual se fomentan mutuamente” (Byung-Chul, 2020). De hecho, el inconsciente no distingue entre un acto simbólico y un acto literal. 

Trabajar con el inconsciente, el objeto irreflexivo    

¿Qué pasa si invocamos un objeto mentalmente de modo espontáneo? Aparece cierta resistencia al “no tener el control” del pensamiento, pero usando la imaginación no forzada y enfocando en el momento presente se puede probar a visualizar o pensar en cualquier objeto de uso cotidiano. El primero que venga a la mente, sin intentar juzgarlo ni cambiarlo: las llaves del coche, una olla, el sofá, un jarrón o una taza; todos los objetos valen, pero fijando el primero que aparezca de forma espontánea en la pantalla mental. ¿Para qué ha venido este en concreto y cómo lo podemos interpretar?

El objeto irreflexivo surge desde un lugar incontrolable que se origina en el inconsciente. Como indica su nombre, el inconsciente es un campo no consciente, no perceptivo y difícil de alcanzar. El inconsciente habla mediante símbolos, siendo éstos el idioma a través del cual se puede comunicar con nuestra percepción y campo consciente. Por eso un sueño, que es una creación absolutamente suya, dirige nuestra atención hacia lo simbólico y no hacia lo literal. El objeto que ha visitado la pantalla mental sin intención consciente por parte de la persona, es como soñar despierto e, igual que los sueños, mayormente transmiten un mensaje de algo que no reconocemos sobre nuestra personalidad, el momento que atravesamos o una necesidad que se ignora. 

El inconsciente se manifiesta a través del mecanismo de la proyecciónPsicológicamente, la proyección es un proceso autónomo por el cual vemos, en primer lugar en la persona, objeto o sucesos a nuestro alrededor algo que no reconocemos en nosotros mismos. Esas tendencias, características, potencias y deficiencias que vemos fuera realmente nos pertenecen y están enterradas en nuestra propia profundidad. Proyectar al mundo exterior lo que llevamos dentro es un acto involuntario y lo hacemos sin querer. El mismo mecanismo se emplea en la evocación mental del objeto cotidiano, siendo portador de proyecciones. Preguntas que ayudan a descifrar el mensaje escondido que el campo inconsciente desea hacer llegar a la superficie pueden ser las siguientes:

¿Cómo describiría este objeto a un ser extraterrestre? 

¿Cómo y en qué momento he obtenido este objeto?

¿Cuál es mi relación con él?

¿Con qué frecuencia lo uso?

¿Qué me gusta y qué no me gusta de este objeto?

¿Cuáles son los beneficios que obtengo y cuáles son las deficiencias que pueden ocurrir?

La definición etimológica en griego del objeto (αντικείμενοantikímeno) proviene del anti-keimai, es decir, algo que se sitúa enfrente del sujeto, se puede observar, contemplar, usar y experimentar. Con esta distancia, distinguiendo y analizando sus aspectos, ocurre a su vez otra acción intrínseca: el observarse. Poniéndose una persona a distancia consigo misma, se exploran posibles identificaciones con el objeto irreflexivo, teniendo como guía la descripción de su forma, función, uso y materialidad. Es un proceso que apoya la recuperación de la percepción simbólica y la iniciación de un proceso auto-explorativo.

Hoy la percepción simbólica desaparece cada vez más a favor de la percepción serial, esta última la nos hace pasar de un estímulo a otro sin ser capaces de experimentar la duración. La percepción serial es extensiva, mientras que la simbólica es intensiva. “El mundo sufre hoy una fuerte carestía de lo simbólico. Los datos e informaciones carecen de toda fuerza simbólica, y por eso no permiten ningún reconocimiento” (Byung-Chul, 2020).  El psicoanalista suizo Carl Jung mencionó que “el hombre necesita una vida simbólica […] Sólo una vida simbólica puede expresar su necesidad diaria del alma.” Recurriendo al objeto mental que representa algo del momento presente de la persona, éste ayuda a la apertura hacia rincones desconocidos del ser y hacia el reconocimiento profundo propio.

Existen objetos que contienen memoria y otros que son memoria. A través de ellos no hay diferencia entre el contenedor y el contenido, entre el sujeto y objeto, entre el observador y el observado. Memorizan lo imperceptible y recuerdan dirigir la mirada hacia dentro. Los objetos que son memoria están en el lugar donde el afuera y el adentro, lo externo y lo interno, lo ajeno y lo propio, se fusionan.

Referencias

Byung-Chul H. (2020). La desaparición de los rituales. Herder.

La Casa Rivas Mercado

La Casa Rivas Mercado

Por Edith Velázquez Vargas

La tristeza colgada en la pared
en los pasillos su silencio grita,
su dolor se escucha
y su soledad le habita.
Sus paredes son pedazos del ayer
componen su belleza
dibujada en llanto
y la sentía sin poder tocarla.
Ella hablaba de una vida muerta
de desdicha hecha historia
en la admiración eterna de un artista.
Un amor del arte y que arde
de los que duelen y les aplauden,
de los que fueron y nunca mueren.
En cada rincón su color
con un pincel maquillaba sus heridas
incompleta escondía su sonrisa,
le arrancaron la vida
Y su memoria sigue viva.

La perpetuidad de las palabras

La perpetuidad de las palabras

Por Mr. Saddy (Damián Damián)

Desde que tengo uso de razón, sé que las palabras son el cuerpo de nuestras ideas, la voz del pensamiento, parte de la materialización más directa del lenguaje. Las palabras como «memoria, recuerdo u olvido» no serían lo que son si no se pronunciaran o escribieran. Así como en general ocurre con todas. En este caso, estas tres palabras, por ejemplo, son parte de una tesis o antítesis para sugerir que los objetos, cosas y, en todo caso, personas, son contenedores de la memoria. Asimismo, las palabras que pronuncian son el canal que tiende ese puente entre eso, ello o ahí y la proyección que nos da de él, siendo la memoria el almacén que desarchiva un pensamiento sobre el mismo. A eso, en términos psicólogos y llanos se le llama condicionamiento, mas no voy a tocar un tema delicado que podría llevar por otra índole esta reflexión.

Las palabras son el mejor obsequio que alguien nos puede dar u ofrecer. Ya sea para bien o para mal, enseñan, nos experiencian. Dejan una sonrisa que nos puede durar de por vida o una marca, una huella, una herida que nos acompañará hasta el momento de nuestra muerte. Las palabras duran más que la existencia de uno mismo. Son perpetuas, por decirlo así. Que en comparación con las flores que, por ejemplo, se regalan y a los pocos días se marchitan y pudren, volviéndose basura, naturaleza muerta, parte de una vida que fue despojada de sí para complacer a otra, no tienen más que un valor efímero y sin sustancia cuando no hay palabras.

Las palabras transforman o, en su defecto, nos pueden cambiar la visión totalmente. Son progenitoras de amor y revestidoras del alma. Si algo puedo decir de las palabras, las que lees en este momento, es que son yo. Significan lo que siento por ti, lo que ya sabes y he intentado demostrarte incansablemente, interminablemente, indescriptiblemente: amor.

Son el discurso hegemónico de mi ser en sociedad. Son el par de años que sigue vigente y seguirá a pesar de que ya no quieras mantenerme a tu lado. Estas palabras que evocan mi nombre te harán recordarme totalmente, y si ya no estoy en tu vida, serán el peso mismo del recuerdo que te durará por siempre. Pero si aún sigo estando contigo, serán la promesa de que los «para siempre» existen y aunque los dos tengamos que morir en algún momento, estarán presentes indefinidamente.

Y sí, por supuesto que las palabras marcan la diferencia entre las personas. Están quienes las crean y quienes sólo las utilizan siendo de alguien más, ya sea de buena manera o huecas. Están quienes las ocupan para adornar una idea o quienes idean experiencias cumbres con ellas. Las palabras y su uso marcan la diferencia entre las personas.

 

Memoria de nube

Memoria de nube

Por Dorian Huitrón Álvarez

Desde hace ya varios días, un pequeño mensaje en mi celular no deja de acosarme: “Tu teléfono no cuenta con respaldo. Renueva el espacio en tu nube para no perder tus recuerdos”. La idea del mensaje me parece, cuando menos, digno de un relato best seller de ciencia ficción: “Crónicas de los hacedores de recuerdos” o “El sindicato de los recuerdos perdidos” son sólo algunos de los títulos que vienen a mi mente al asociar las palabras con la idea de que la memoria hoy en día se ha vuelto también un objeto de consumo.

Preocupado y curioso, como supongo que a muchos les ha pasado, ingreso a ver mis opciones. No me han condicionado a nada, pero hay mucho que perder en la amenaza lanzada por un teléfono móvil. Sin siquiera levantar mi dedo de la pantalla, los precios me parecen risibles, pero no tanto como la idea de que nuestros recuerdos están, primero, condicionados al crédito y, segundo, endosados por no decir secuestrados.

¿El despojo de nuestra memoria es una estrategia de marketing o una carga de la que parecemos felices de renunciar? Mientras lo medito, reviso en mi celular y en mi nube una manera de economizar el espacio náufrago de mi memoria.

Revivo viejos videos y fotografías de conciertos a los que ya ni siquiera recuerdo haber asistido o no logro identificar: el cuadro difuso por la oscuridad, la distancia, un zoom ansioso y un pulso débil víctima del cansancio y los arrejuntes de otras manos inquietas como la mía terminan por crear imágenes apenas perceptibles, pero con un increíble entusiasmo por el ruido (no puedo distinguir nada más que gritos). Al igual que muchos que graban en conciertos, me he vuelto un camarógrafo del fallo, un espectador de la imagen difuminada que terminamos por reconocer gracias a los flashbacks efímeros de nuestro disco duro biológico: “¡Ah! Ya me acordé”, “Sí, fue cuando cantó esa”, “¿Te acuerdas que estábamos muy adelante?”. Al igual que con las fotografías de ovnis o fantasmas, mis videos y fotografías de conciertos son las pruebas fehacientes de que algo parecido a una mancha de luz es una señal de vida.

Vuelvo a poner mi dedo sobre la pantalla, ese frío contacto que me regresa al acto contemporáneo de recordar. Entre memes guardados y capturas de pantalla, encuentro fotos de fiestas familiares que me recuerdan cuántos kilos puedo llegar a acumular con el pasar de los años. Me resulta nostálgico que incluso mi familia esté al borde del olvido condicionado por el capricho capitalista de mi celular. Ahora veo con algo de recelo el álbum familiar que no requiere de actualizaciones cada cierto tiempo para albergar sin problema las fotografías de mi infancia.

Con todo y su discreto diseño, el álbum familiar cumple el papel de la versión análoga de la nube o de los mismos muros de las redes sociales. Incluso cuenta con una idea de armonía basada en recortes circulares para aprovechar los espacios de la hoja, cualidad equiparable a la manera en que retocamos nuestras imágenes antes de presumir una nueva foto de perfil. No es que el álbum familiar del anaquel esté exento del olvido, pero al menos es una remembranza táctil y concreta de lo que fuimos y que regularmente viene acompañada de un relato comunal de las diferentes perspectivas familiares. No faltará el tío que desde su nublada focalización apenas recuerda el inicio de la velada, o el testimonio de la mamá como narradora omnisciente que cuenta, con lujo de detalle, cómo nos sentíamos todos en todo momento. Quizá el álbum con su frágil existencia sea un mejor remedio para albergar las escenas infraordinarias, aquellas alejadas de la pose, el filtro o la admiración y que muestran el estado natural de quienes fuimos y somos. No hay una intención de agradar, sino solamente de ayudar a nuestra memoria a recordar esos pequeños resquicios encriptados dentro de nosotros.

Hoy en día es más común depender de las redes sociales para albergar estos recuerdos, pero cuando comenzaron, uno debía conformarse con breves mensajes que apenas daban una impresión de vivencia. Como pinturas rupestres, estos mensajes funcionaron para mostrar la urgencia por capitalizar el deseo de mostrarse en un punto y en un momento. Cuando las palabras no fueron suficientes y se volvieron obsoletas, la imagen llegó para reemplazar al relato. El futuro será visual, dicen los entusiastas mercadólogos y diseñadores que reniegan de la gran horma de las palabras que no logran calzar. Por desgracia, la imagen en las pantallas siempre será apenas un destello de información que fluye en el río de nuestros muros de inicio junto con las imágenes de nuestras amistades.

Tal vez la aversión moderna por las palabras y los grandes relatos sea la estrategia para desprendernos de nuestra memoria. La Ilíada y La Odisea son el claro ejemplo de cómo los grandes relatos pueden superar el olvido. Nuestra nueva práctica de recordar deja de lado este aspecto de los mensajes sustituyéndolos por una imagen diluida que nos esforzamos por retocar hasta que desaparezca lo que no toleramos de nosotros. Para incomodidad de los gurús de la innovación, la lengua revela eso que queremos ocultar, pero también despierta lo que dejamos a merced del olvido en imágenes cada vez más fugaces.

Quizá lo más triste de esto es que algún día los servidores digitales que albergan nuestros recuerdos dejarán de funcionar de un momento a otro arrastrando hacia lo obsoleto las vivencias que dejamos a su merced. Dentro de poco trataré de recuperar mis archivos de la nube, sólo hace falta que recuerde la contraseña.

Fotografía de Andrea Vergara

Fotografía de Andrea Vergara

Hoy en día es más común depender de las redes sociales para albergar estos recuerdos, pero cuando comenzaron, uno debía conformarse con breves mensajes que apenas daban una impresión de vivencia. Como pinturas rupestres, estos mensajes funcionaron para mostrar la urgencia por capitalizar el deseo de mostrarse en un punto y en un momento. Cuando las palabras no fueron suficientes y se volvieron obsoletas, la imagen llegó para reemplazar al relato. El futuro será visual, dicen los entusiastas mercadólogos y diseñadores que reniegan de la gran horma de las palabras que no logran calzar. Por desgracia, la imagen en las pantallas siempre será apenas un destello de información que fluye en el río de nuestros muros de inicio junto con las imágenes de nuestras amistades.

Tal vez la aversión moderna por las palabras y los grandes relatos sea la estrategia para desprendernos de nuestra memoria. La Ilíada y La Odisea son el claro ejemplo de cómo los grandes relatos pueden superar el olvido. Nuestra nueva práctica de recordar deja de lado este aspecto de los mensajes sustituyéndolos por una imagen diluida que nos esforzamos por retocar hasta que desaparezca lo que no toleramos de nosotros. Para incomodidad de los gurús de la innovación, la lengua revela eso que queremos ocultar, pero también despierta lo que dejamos a merced del olvido en imágenes cada vez más fugaces.

Quizá lo más triste de esto es que algún día los servidores digitales que albergan nuestros recuerdos dejarán de funcionar de un momento a otro arrastrando hacia lo obsoleto las vivencias que dejamos a su merced. […]

Dorian Huitrón

Hoy en día es más común depender de las redes sociales para albergar estos recuerdos, pero cuando comenzaron, uno debía conformarse con breves mensajes que apenas daban una impresión de vivencia. Como pinturas rupestres, estos mensajes funcionaron para mostrar la urgencia por capitalizar el deseo de mostrarse en un punto y en un momento. Cuando las palabras no fueron suficientes y se volvieron obsoletas, la imagen llegó para reemplazar al relato. El futuro será visual, dicen los entusiastas mercadólogos y diseñadores que reniegan de la gran horma de las palabras que no logran calzar. Por desgracia, la imagen en las pantallas siempre será apenas un destello de información que fluye en el río de nuestros muros de inicio junto con las imágenes de nuestras amistades.

Tal vez la aversión moderna por las palabras y los grandes relatos sea la estrategia para desprendernos de nuestra memoria. La Ilíada y La Odisea son el claro ejemplo de cómo los grandes relatos pueden superar el olvido. Nuestra nueva práctica de recordar deja de lado este aspecto de los mensajes sustituyéndolos por una imagen diluida que nos esforzamos por retocar hasta que desaparezca lo que no toleramos de nosotros. Para incomodidad de los gurús de la innovación, la lengua revela eso que queremos ocultar, pero también despierta lo que dejamos a merced del olvido en imágenes cada vez más fugaces.

Quizá lo más triste de esto es que algún día los servidores digitales que albergan nuestros recuerdos dejarán de funcionar de un momento a otro arrastrando hacia lo obsoleto las vivencias que dejamos a su merced. […]

Dorian Huitrón