Por Dorian Huitrón Álvarez

Desde hace ya varios días, un pequeño mensaje en mi celular no deja de acosarme: “Tu teléfono no cuenta con respaldo. Renueva el espacio en tu nube para no perder tus recuerdos”. La idea del mensaje me parece, cuando menos, digno de un relato best seller de ciencia ficción: “Crónicas de los hacedores de recuerdos” o “El sindicato de los recuerdos perdidos” son sólo algunos de los títulos que vienen a mi mente al asociar las palabras con la idea de que la memoria hoy en día se ha vuelto también un objeto de consumo.

Preocupado y curioso, como supongo que a muchos les ha pasado, ingreso a ver mis opciones. No me han condicionado a nada, pero hay mucho que perder en la amenaza lanzada por un teléfono móvil. Sin siquiera levantar mi dedo de la pantalla, los precios me parecen risibles, pero no tanto como la idea de que nuestros recuerdos están, primero, condicionados al crédito y, segundo, endosados por no decir secuestrados.

¿El despojo de nuestra memoria es una estrategia de marketing o una carga de la que parecemos felices de renunciar? Mientras lo medito, reviso en mi celular y en mi nube una manera de economizar el espacio náufrago de mi memoria.

Revivo viejos videos y fotografías de conciertos a los que ya ni siquiera recuerdo haber asistido o no logro identificar: el cuadro difuso por la oscuridad, la distancia, un zoom ansioso y un pulso débil víctima del cansancio y los arrejuntes de otras manos inquietas como la mía terminan por crear imágenes apenas perceptibles, pero con un increíble entusiasmo por el ruido (no puedo distinguir nada más que gritos). Al igual que muchos que graban en conciertos, me he vuelto un camarógrafo del fallo, un espectador de la imagen difuminada que terminamos por reconocer gracias a los flashbacks efímeros de nuestro disco duro biológico: “¡Ah! Ya me acordé”, “Sí, fue cuando cantó esa”, “¿Te acuerdas que estábamos muy adelante?”. Al igual que con las fotografías de ovnis o fantasmas, mis videos y fotografías de conciertos son las pruebas fehacientes de que algo parecido a una mancha de luz es una señal de vida.

Vuelvo a poner mi dedo sobre la pantalla, ese frío contacto que me regresa al acto contemporáneo de recordar. Entre memes guardados y capturas de pantalla, encuentro fotos de fiestas familiares que me recuerdan cuántos kilos puedo llegar a acumular con el pasar de los años. Me resulta nostálgico que incluso mi familia esté al borde del olvido condicionado por el capricho capitalista de mi celular. Ahora veo con algo de recelo el álbum familiar que no requiere de actualizaciones cada cierto tiempo para albergar sin problema las fotografías de mi infancia.

Con todo y su discreto diseño, el álbum familiar cumple el papel de la versión análoga de la nube o de los mismos muros de las redes sociales. Incluso cuenta con una idea de armonía basada en recortes circulares para aprovechar los espacios de la hoja, cualidad equiparable a la manera en que retocamos nuestras imágenes antes de presumir una nueva foto de perfil. No es que el álbum familiar del anaquel esté exento del olvido, pero al menos es una remembranza táctil y concreta de lo que fuimos y que regularmente viene acompañada de un relato comunal de las diferentes perspectivas familiares. No faltará el tío que desde su nublada focalización apenas recuerda el inicio de la velada, o el testimonio de la mamá como narradora omnisciente que cuenta, con lujo de detalle, cómo nos sentíamos todos en todo momento. Quizá el álbum con su frágil existencia sea un mejor remedio para albergar las escenas infraordinarias, aquellas alejadas de la pose, el filtro o la admiración y que muestran el estado natural de quienes fuimos y somos. No hay una intención de agradar, sino solamente de ayudar a nuestra memoria a recordar esos pequeños resquicios encriptados dentro de nosotros.

Hoy en día es más común depender de las redes sociales para albergar estos recuerdos, pero cuando comenzaron, uno debía conformarse con breves mensajes que apenas daban una impresión de vivencia. Como pinturas rupestres, estos mensajes funcionaron para mostrar la urgencia por capitalizar el deseo de mostrarse en un punto y en un momento. Cuando las palabras no fueron suficientes y se volvieron obsoletas, la imagen llegó para reemplazar al relato. El futuro será visual, dicen los entusiastas mercadólogos y diseñadores que reniegan de la gran horma de las palabras que no logran calzar. Por desgracia, la imagen en las pantallas siempre será apenas un destello de información que fluye en el río de nuestros muros de inicio junto con las imágenes de nuestras amistades.

Tal vez la aversión moderna por las palabras y los grandes relatos sea la estrategia para desprendernos de nuestra memoria. La Ilíada y La Odisea son el claro ejemplo de cómo los grandes relatos pueden superar el olvido. Nuestra nueva práctica de recordar deja de lado este aspecto de los mensajes sustituyéndolos por una imagen diluida que nos esforzamos por retocar hasta que desaparezca lo que no toleramos de nosotros. Para incomodidad de los gurús de la innovación, la lengua revela eso que queremos ocultar, pero también despierta lo que dejamos a merced del olvido en imágenes cada vez más fugaces.

Quizá lo más triste de esto es que algún día los servidores digitales que albergan nuestros recuerdos dejarán de funcionar de un momento a otro arrastrando hacia lo obsoleto las vivencias que dejamos a su merced. Dentro de poco trataré de recuperar mis archivos de la nube, sólo hace falta que recuerde la contraseña.