Hermanos

Hermanos

Por L. Dante Gorena V.

Saúl, el joven universitario fallecido en la revuelta de noviembre en 2019, no solo había sido su hermano (tres años menor que él) sino también su amigo, su confidente en todo y cómplice de travesuras desde temprana edad. Así lo habría de recordar el capitán Abel Lima, con los ojos comidos por la nostalgia y un sentimiento culposo, denso y sublimado. Pero de eso ya pasaron tres años y sentía todavía el fantasma de ese recuerdo como una especie de astilla enquistada en el corazón. Es que, estando todavía el uniformado en las calles metiéndole gases a los revoltosos, nunca podría imaginar que su hermano Saúl había sido hallado por un grupo de vecinos en un recodo periférico de la ciudad, con el cuerpo como un hilacho y la testa deshuesada por un proyectil de largo alcance; todavía con un soplo de vida y esperando vanamente el auxilio de una ambulancia que pudiera rescatarlo. El vehículo no había podido vencer los bloqueos de la turba enardecida y finalmente el joven estiró las chanclas allí mismo. Eso le dijeron después.

Dicen que cuando uno va a morir se orina con todo y ropa, se santigua, reza su propio responso, se le vuelve pálido el rostro y le entra un frío helado en las tripas. Debe ser una horrible sensación, sin duda. ¿Pero qué sucede con aquellos que, sin siquiera haberlo soñado, de pronto se dan de narices con la parca? Porque nadie pudo finalmente asegurar si la muerte de Saúl fue por causa de una bala perdida que accidentalmente rebotó en las nubes y vino después a dar en la mera calavera del susodicho. No señor. Aunque, quién sabe; pues se sabía de antemano que cualquier ciudadano de a pie no solo podía resultar herido sino despachado al otro mundo, así sin mayores trámites, porque la orden en definitiva era disparar a matar. Al fin que los milicos y la Policía, como brazo operativo del Estado, ya tenían en el bolsillo el decreto del gobierno que los eximía de culpa si acaso se les ocurría enfriar a más de un revoltoso, sea por tratarse de un “perro comunista, sin alma y sin dios”, o por una simple sospecha de conspiración. Todo facineroso, entonces, era considerado enemigo principal de la democracia (la nueva, la actual, la verdadera; según lo decía el flamante ministro de seguridad nacional) y podía ser pasado por las armas con frialdad reptiliana.

Por lo cual el susodicho (un teniente efectivo en aquel tiempo), enfundado en su uniforme salpicado de verde rabioso, habría de cumplir su tarea represiva como manda la constitución. Estaba en la línea de contención desde la pasada jornada, al mando de una tropa de treinta mostrencos con hambre de guerra, nerviosamente inquietos y siempre avispas por si acaso. Además, estando en peligro de ser rebasada la policía por la turba enardecida, había llegado el momento de liberar a los milicos de sus cuarteles de engorde, y estos sí que no se andaban con contemplaciones.

Para su hermano Saúl, cuando estaba todavía en calidad de organismo vivo, aquel asunto de respetar el reglamento de la doctrina castrense le valía un poroto. Ahora, con sus veinticinco años mal contados, trabajaba a medias y recientemente había decidido sacudirse la modorra para retomar su carrera de periodismo y acomodarse en el ala izquierda de una ideología tallada en las aulas universitarias.

Los días uno y dos de aquel estallido social no se podía cuantificar aún el número exacto de heridos y muertos. Pero lo que sí se sabía es que hubo enfrentamientos entre la población civil y los policías en cinco zonas de la urbe. Después todo fue transcurriendo vertiginosamente, entre arengas incendiarias y el trasnoche furtivo como un grueso manto de polvo sobre las barricadas barriales; con su racimo de gentes en las calles, atrincherada detrás de montículos de piedras, arbustos y tierra rebelde. Con aquellos vientos sin edad, endémicos, provenientes de los Andes y colándose por entre los cerros pelados en que se encajonaba la ciudad. Ya para entonces, el descontento del populacho triplicaba en cantidad a la tropa de uniformados.

El diario amanecer era una masa espesa de un plomo ceniza, con penachos de alquitrán flotante buscando el cielo que no había. Ahora el teniente Lima y su tropa avanzaban los primeros metros con suma cautela. Un centenar de insurgentes había brincado desde el distrito barrial más próximo como una plaga de langostas, y esto dio pie a una nueva escaramuza. Cuando se está en tal situación, uno va escuchando estruendos en el cerebro, sin poder distinguir si en efecto son puros cohetes, piedras, gases, balines o disparos de verdad. Y cada paso que se da es un reto al destino. Es cuando se huele el peligro y el pellejo parece desprenderse de los huesos. A la distancia, hasta los perros se tragaban sus ladridos.

Sin los cascos y las máscaras protectoras de unos y sin los pasamontañas o pañuelos sobre la cara de los otros, tan parecidos eran todos ellos —policías y milicos— con los otros —insurgentes y deshabitados, los desplazados de siempre—; en medio de todo ese desvarío colectivo que, ciertamente, ya estaba de buen tamaño. En síntesis, aburridos estaban todos de tener que hacer lo mismo que hacían siempre: enfrentarse por nada. Porque al final todos estaban hechos de la misma tierra rasposa y silente. Esto fue lo que debió desalentar a la tropa del teniente Lima, y ganas no les faltaron de mandar al carajo todo ese quilombo y estrecharse en un abrazo allí mismo, hablándose a una sola cuerda: “Hermano, ¿qué nos estamos haciendo?”. ¡Y que se joda el nuevo gobierno! 

***

El capitán de la policía se presentó en la sala de la morgue judicial, atiborrada de cuerpos sin alma y oliendo a puro formol, para reconocer el de su hermano Saúl. Ahora sin el uniforme verde pacay, era simplemente Abel Lima; lo acompañaba su vetusta madre, con el rostro impávido y blanco como un pergamino, la mirada descolorida y la respiración pedregosa de quien nunca podrá comprender el profundo e impenetrable misterio de la muerte. Tuvieron que esperar un siglo de horas para el respectivo informe del médico forense y salir de allí después los tres, uno en calidad de fiambre y los otros dos con la resignación en los suelos. 

Estando acomodados dentro del carro fúnebre, que ahora llevaba a su nuevo pasajero hacia el salón velatorio —sumergido en su sueño eterno y acomodado en una flamante caja de madera—, Abel Lima pudo finalmente derramar un lagrimón de plomo, mientras estrechaba tibiamente las manos de su madre. 

Y en un instante profundo, volvió al mundo nunca olvidado de su infancia, avivando la llama de su temprana existencia. Acariciando tiempos felices de aquellas lúdicas tardes de sábado sobre la alfombra de la sala, y esa misma ensoñación lo devolvió a esos primeros años; así entonces, se puso a jugar con sus recuerdos: los soldaditos de plomo estaban dispuestos en posición de ataque; dos, tres y hasta cuatro filas en cada bando. Había también tanquetas y cañones acompañando a sus trompas por ambos flancos; la caballería iba por delante de la infantería. Los de chaqueta azul eran comandados por Saúl y los de rojo obedecían las órdenes de Abel. A veces la discusión se encendía con algún reclamo airado: “Hiciste trampa, primero yo te tumbé a cinco y vi cómo hiciste parar a dos”. “Mentiroso, llorón; ya nada más falta que vayas a quejarte con papá”. Saúl, herido en su dignidad naciente, dejaba crecer sus ojos sobre la alfombra, doblando las rodillas sobre la misma, hasta que, resignado, comenzaría de nuevo resucitando a su vapuleada tropa de chaquetas azules. Al frente tenía al odiado enemigo, agazapado, y adelante iba un diminuto general de plomo con sus pesados galones, lo suficiente como para azuzar a su veintena de subalternos…

Finalmente, el coche fúnebre frenó en las puertas del salón velatorio. El zafarrancho anterior se había calmado en parte y de a poco todo iba volver a su color natural. Se respiraba una tensa calma y los vientos de la altura comenzaron a lamer las heridas.

Fin

Tu silueta

Tu silueta

Por Ramsés Oviedo

Esperé una fecha sencilla, un día de pasión,
un tiempo donde un abrazo o un solo beso
por fin nos colmaron con la furia infinita del llanto;
ya no fue necesario más futuro
llegando juntos, un encuentro coronando instantes
con café, desacuerdos y cigarrillos de compañía.
Yo de pronto me desvanecí.
¿Qué mirada fue esa, la total, la desprendida?
Temí que nada nos faltara; temí que nos faltara
inventar más palabras, risas o caricias.

¿Qué debemos a esa carencia?
Esa recóndita pregunta
es la abrupta palpitación del tiempo.
Mi esperanza es poder reencontrar
ese abrazo, beso o mirada.
Si no muero para saberlo (y sabes que miles
se han esfumado en busca de verdades)
quiero saber, en el sortilegio de tus sombras,
¿qué futuro guarda nuestra ausencia?
De ningún dolor… de nada sabido…
dime si te irás como ola de mar tras
llegar a la costa a diseminar su presencia.
No importa si floto bajo la luna para saberlo.

Jugaste al silencio,
transeúnte de un mundo arrebatado,
te vi palpando miradas, recorriendo sonrisas,
tomando al mando labios de destinos insomnes.
Me salvé durante un tiempo en la soledad de tu piel,
estuve en tu tacto cual memoria intacta.
Hui del adiós hasta el día afanoso
que declaró constante tu despedida.
Ignorar el último día, lo último me alegraba
el viaje develado de nuestros cuerpos.

Indeciso es el misterio a fin de cuentas.
Consciente de esa desgracia, esperé
que mis ojos jóvenes descifraran del amor,
de sus muertes y resurrecciones,
todo, todo lo que nos hiciera innecesarios
el uno para el otro. Y algo en la espera
me promete presagio: serás
la silueta que se encienda a diario
en las ceremonias pertinaces de mi nostalgia.

Vivos-muertos

Vivos-muertos

Por Tonatiuh Vladimir Romano Ramírez

En otras partes de México también se les suele conocer como los “teporochos”, indigentes, los desahuciados o como el temido “escuadrón de la muerte. Nombramientos que bien podrían ser ciertos, y lo cierto también es que detrás de sus rostros enrojecidos por la charanda y el sol se encuentran historias desgarradoras y puntos de quiebre que los llevaron a caminar los senderos de la calle y la soledad.

Sus historias de vida suelen ser confusas, pues constantemente mezclan la realidad, la fantasía y la enfermedad. Las razones que les llevaron a esa vida se encierran en lo más profundo de su cuerpo y solo ellos las saben o las olvidan. En el estado de Tlaxcala, un punto de reunión de las personas que padecen esta afección suelen ser los panteones municipales; en donde comparten espacio con la muerte ajena y quizás también con el destino de su muerte misma. Detrás de sus ojos lejanos se esconden sueños como los de cualquier otra persona, detrás de su sombra hay una familia que dejaron atrás, amistades y lugares que ocupaban antes de caer en las fauces del alcohol.

El vivir en un estado de existencia que es parecido a estar muerto, es casi como ser un autómata que mantiene algunas funciones vitales para pasar el día a día, es un estado de letargo y ansiedad por la necesidad de beber su elixir de aguardiente. Se podría entender que el simbolismo detrás de morar entre tumbas es significativo, puesto que  asumen no solo su muerte biológica, sino también la muerte social y cualquier otra muerte. Los “vivos-muertos” suelen ser acompañados por su propia jauría de perros, deambulan por las banquetas en las noches frías, se encuentran cara a cara con el hambre y su oscuridad.

Entre las flores marchitas y el olor a tierra húmeda, la muerte en pandemia se ha vuelto más recurrente y cada vez más “vivos-muertos” se refugian en los panteones para servir de cuidadores y  sepultureros a cambio de un plato de comida y unas botellas de tequila. Se han vuelto los testigos de primera mano de la constante de esta vida: tiempo y muerte. Entre sus balbuceos y palabras inconexas, entre líneas y sin decirlo, nos platican de sus azares y a gritos claman ayuda, pero inútilmente pues las cartas están echadas, porque además el ser humano suele ser incapaz de empatizar con el otro. Entonces solo miramos hacia otro lado y seguimos nuestro paso.

Otra certeza es que son expresión de un sistema de exclusión y desvalorización de la vida, son las secuelas que ha dejado la imposición de un modelo que hemos aceptado, que nos habitúa a tener que subsistir y adaptarnos ante el panorama de lo que podría resumirse como el capitalismo, el capital por encima de todo. Los “vivos-muertos” son resultado de no seguir los parámetros de la normalidad, el no ambicionar con la mejor casa, un auto y un empleo estable. El alcohol se ha vuelto el sentido diario y han rechazando así la promesa del bienestar que brinda el trabajar arduamente, a cambio de un poco de olvido y mareo.

Es también un reflejo de “nosotros”, es el temor ir contra lo establecido, ya que podemos ser devorados por el sistema y despojados de nuestra humanidad, ser un “muerto”, un desarraigado, un ente innecesario para el capital. Son producto de la desigualdad porque demarcan los límites sociales; no queremos pertenecer a la configuración del “teporocho”, entendido como portador de la suciedad, la holgazanería y la vergüenza. Quizás entonces podemos hablar de “castas” o clases sociales, sectores o grupos de riesgo, la clasificación y la exhibición son elementos de esta realidad que nos aqueja desde hace siglos.

No pretendo dar un juicio de valor acerca de las decisiones de cada persona, puesto que cada quien percibe su propia realidad, carga con sus propios fantasmas y transita su propio viaje. Tal vez su misión sea acelerar el ciclo vital, acercarse de una forma más rápida al fin inevitable de la existencia, no dar tantos rodeos al tiempo y entregarse así a la guadaña segadora de la Muerte, compañera muerte. Si bien se ha dicho que en México se toma a la muerte como una amiga y como algo alegre, lo cierto es que es todo lo contrario, puesto que en México la muerte se asume con un dolor muy profundo y los días de duelo se extienden por meses, convirtiendo la ausencia del ser querido en una herida que nunca termina de cerrar.

Entre los camposantos, la música fúnebre, las últimas palabras de despedida y los sollozos constantes son los elementos que acompañan el vals que han elegido los “vivos-muertos”. El alcohol como el veneno de una serpiente que recorre el cuerpo y lo va matando poco a poco, y con ellos también se mueren sus más hermosos sueños, sus anhelos, sus neblinas y ríos internos en donde se ahoga el pasado de su infancia, tras el velo de sus ojos se esconde el misterio y la nostalgia.

Loretta

Loretta

Por Laura Torres

Loretta deambula por el patio con su característico y trabajoso andar.

Un sorpresivo ACV le dejó como huella un curioso movimiento de caderas que le imprime a su cadencia un porte de saltimbanqui.

―¡Loretta! ¿Todavía en pantuflas?

Oye una voz en el aire y se mira los pies apoyados en un par de zapatillas de tela esponja.

Está vestida con un batón cuadrillé mal abrochado. Un mechón de pelo plateado se escapa por debajo de la vincha que adorna su frente.

Ya ni se acuerda de los años que lleva en ese lugar. Tiempo atrás… hacía la cuenta. Hasta que no fue necesario.  Supo que a su casa ya no volvería.

Frente al ropero, con sus escasas prendas, suele recordar el abultado guardarropa que tenía cuando era joven. Ropa de fiesta, de «todo andar», media estación, hasta pantalones y chaquetas deportivas. ¡Cuánto rato pasaba frente al espejo cuando la invitaba a salir aquel chico que bailaba como Elvis!

Cuando se despierta de malhumor, descuelga bruscamente el batón y se lo pone sin mirar siquiera cómo está abotonado.

―¡Loretta! ¡Mira cómo estás vestida!

Detesta a esas cuidadoras, se creen con derecho a decidir cómo debe vestirse.

Pasados varios meses, aquejada por una enfermedad de cuidado que la mantiene en su cama, se rebela como una niña a la hora de comer. 

Frente al plato con un aséptico puré o un saludable flan que nada en almíbar, cierra la boca  apretando fuerte los dientes. Sus recuerdos viajan al pasado.  A las  grandes comilonas que se hacían en su casa los domingos. 

Una caterva de hijos y nietos rondaban desde la mañana. El silencio se rompía con sus voces y gritos. Sin embargo, al mediodía, compartían mudos la mesa. Seducidos por las fuentes de tallarines a la boloñesa, aguardaban expectantes que la mamma volcara un cucharón en cada plato. El pan esponjoso pasaba de mano en mano, se hundía en la salsa y luego se deshacía en la boca. Los niños se teñían las comisuras de un naranja intenso. Y abrían la boca sorprendidos cuando oían descorchar la botella de tinto. Sabían que apenas una mínima  gota de tan preciada bebida, teñiría de rosado el agua de sus vasos. La hora del postre era muy esperada. El manjar del cielo, broche final del banquete, era aplaudido por todos los comensales.

A Loretta el estómago se le cierra con desazón al ver lo que hay sobre la mesa.  El vaso de hojalata, el plato rojo de melanina y la comida «de enfermos» que sirven en ese lugar.  Aborrece ese nauseabundo almuerzo.

―¡Loretta! ¡Estás revolviendo el puré! ¡No te «hagas la viva»!  Comé, ¿me hacés el favor? El flan mejor te lo doy yo. ¡No cierres la boca! pero… ¡qué caprichosa!

Loretta detesta a esas cuidadoras, se creen con derecho a decidir lo que debe comer.

Se revuelve en su cama, intenta desprenderse la aguja que inmoviliza su brazo. El esfuerzo desencadena un acceso de tos. La enfermera lo vuelve a acomodar y la rezonga por querer sacarse el suero con el antibiótico. Toma  la bandeja con el resto del almuerzo y se retira.

Loretta se exaspera. Hace varios intentos más con la aguja hasta que lo logra. Se para con esfuerzo. Se pone las pantuflas y el batón. Atraviesa el pasillo con dificultad, con su clásica marcha discontinua. Nadie la ve. Están ocupados sirviendo el almuerzo.  Inhibe otro acceso de tos para no ser descubierta. Con los ojos llorosos por el empeño, sale al amplio jardín y se sienta en un banco en el lugar más apartado bajo el frío severo del invierno. Siente arder el pecho con cada respiración. Inhala cada vez con más fuerza. El aire helado desata un torbellino de tos.  Siente el ulular asmático de su pecho.  Al cabo de un tiempo, la encuentran. 

―¡Loretta! ¡No vuelvas a hacer esto! ¿Te querés matar?

Ya están otra vez esas cuidadoras. Loretta las detesta. Se creen con derecho a decidir cómo debe morirse.

Nostalgia en la pandemia

Nostalgia en la pandemia

Por Armando Vera Pizaña

La pandemia de COVID-19 ha quitado la vida a millones de personas alrededor del mundo, dejando a muchas más sufriendo debido a estas pérdidas. Andrea, una joven de 26 años proveniente del estado de México, sufrió hace algunos meses la pérdida de su abuelo, con quien todos los miembros de su familia mantenían un lazo muy fuerte. En estas circunstancias en las que el distanciamiento social es imprescindible, despedirse del difunto es casi imposible, o al menos las formas se consideran ritualmente inadecuadas y, por lo tanto, más dolorosas. Andrea relata:

“Fue muy feo. En el hospital cuando es muerte por COVID-19 tiene ser muy rápido todo, ya que hay un punto muy grande de infección y mi abuelito podía contagiarnos. Se lo llevaron directo al servicio fúnebre para incinerarlo. No pudimos ir porque teníamos que cuidar a mi abuela. Solo estuvieron mis tíos. Todo eso me afectó mucho, de hecho a toda mi familia.”

Si el proceso de duelo suele ser una vivencia difícil, este tipo de pérdidas contextualizadas por la pandemia pueden promover complicaciones en cómo las personas afrontan la pérdida. En esta situación problemática, experimentar el sentimiento de la nostalgia podría ser un medio para hacer más llevadera la pérdida.

La nostalgia nació como una explicación a una serie de padecimientos experimentados por soldados expedicionarios suizos del siglo XVII. El médico J. Hofer acuñó el término (Garrocho, 2019) tras observar la persistencia de diversos síntomas en estas tropas: frecuentemente eran invadidos por pensamientos de su hogar, una ansiedad constante, latidos irregulares, insomnio recurrente e incluso amnesia. Al considerar la especificidad de este estado, Hofer tomó prestado del griego los términos nostos (νόστος), palabra alusiva al “regreso”, y algos, (ἄλγος,) “dolor”, para dar forma a una concepción primordial de la nostalgia, una muy relacionada con los sentimientos de los soldados por retornar a su patria. Es también la añoranza que comparten los exiliados de sus propias naciones, quienes en la nostalgia, más que una enfermedad, encuentran un refugio; es también esa búsqueda la de los desplazados a quienes se ha arrebatado sus tierras. En cierto sentido quien ha perdido algo o algún ser querido, quien ha sido obligado a dejar atrás el pasado y a sus amigos, es un exiliado también de ese pasado. Nuestro anhelo por volver a ellos es la nostalgia en la que nos resguardamos.

Como advierte Nöel Valis (2000), la nostalgia no puede ser separada de los hechos históricos y políticos de ese exilio, por lo tanto la dolorosa sensación de extracción permanece, se asoma con tristeza. En el fatídico encuentro con la irreversible muerte, el dolor se presenta como parte de una estructura inestable y atemporal, pero junto a él, lo perdido están acompañado con los recuerdos de lo perdido. Si la pandemia ha dilatado nuestra percepción del tiempo, como acontecimiento inacabable, no por ello diluye las experiencias vividas previo a ella, ni aquellas trágicamente formadas durante ella. Así, Andrea retorna con frecuencia a sus memorias para sobrellevar el dolor: recuerda con cariño cómo cantaban en las fiestas familiares viejos boleros, cómo cuando niña su abuelo la sentaba en la mecedora con ella; escribe con frecuencia para encarnar esa patria perdida.

Tras el acontecimiento, la muerte en este caso, pueden verse florecer estas “prácticas nostálgicas”, medios por los cuales esa añoranza toma forma, una forma de conectar con lo perdido en el exilio que permite dar enfoque a la propia vida. Estas prácticas nostálgicas tienen un importante rol en la resiliencia psicológica y a nivel neuronal la memoria es puesta con sistemas de recompensa: reduce la sensación de soledad, la depresión, la excesiva meditación en la muerte, además de otras ventajas personales como el deseo de vivir (Oba et al.,  2016). Las “prácticas nostálgicas” pueden entenderse como rituales personales establecidos para resimbolizar los sentimientos de dolor producto de la pérdida, resignificar el valor de lo perdido a partir de diversos tipos de estímulos como los olores, los sabores, la música, las fotografías. Dejarse llevar por la nostalgia puede ser un medio para confrontar el exceso de la muerte, para conectar con los demás en tiempos difíciles, un modo de sobreponerse al absurdo y aferrarse a la vida.

 

Bibliografía:

Garrocho, D. (2019). Nostalgia. Sobre el origen y el nombre de una patología sentimental. ISEGORÍA. Revista de Filosofía moral y Política, 61, 673-688.

Oba, K., Noriuchi, M, Atomi, T., Moriguchi, Y., Kikuchi. Y., (2016). Memory and reward systems coproduce ‘nostalgic’ experiences in the brain. Social Cognitive and Affective Neuroscience, 11, 1069-1077.

Valis, N. (2010). Nostalgia and exile. Journal of Spanish Cultural Studies, 1, 117-133.