El huésped

El huésped

Por Damián Damián

Pude decirle adiós de muchas maneras: canciones, poemas, fotografías, cuentos, obsequios, cartas, chats, manualidades, sexo, lágrimas, risas, caricias y etcétera, si olvidé otras más.

Si lo tomó como un buen gesto —de despedida— ya quedará en ella. De mi parte solo fueron “adiós de amor”. Me lo dijo y se lo dije y así fue, pues, en todo caso, verdad o no, fueron sus palabras.

Me fui de su vida, porque así me lo pidió.

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Están de más las circunstancias: muchas buenas y otras malas, pero vaya que no es fácil. Son de las despedidas más dolorosas a las que el ser humano, a pesar de estar acostumbrado siempre diciéndole a todo el mundo: adiós, hasta pronto, hasta luego, cuídate, nos vemos, me voy, estamos en contacto o solo dejarlas en visto en las redes sociales.

Pero ¿por qué es difícil? Simple.

Hay amor. O cualquier otro sentimiento de pertenecer que ya no va existir. Ese sentimiento que creó sueños, ilusiones e incluso planes de vida ahora serán serán serán y nada a su debido tiempo.

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Siempre hay que tener un especial cuidado al despedirnos de los seres que amamos porque, para bien o para mal, algún día puede que ya no estén a nuestro lado. Clásico.

Esto es, entonces, disfrutar solo el momento, pues nadie tiene el mañana asegurado. Clásico: vintage.

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Sin embargo, entre ella y yo, estoy seguro, nos despedimos amándonos. Es mucho mejor que decirse adiós de dientes para afuera, como dicen, o a la mala, como es que sucede en algunos casos.

Si en algún momento ella lee estas palabras me gustaría a mí que pudiéramos volvernos a ver y aclarar todos los inconvenientes que en estos momentos nos separaron. Pues no está demás, como hombres, ver nuestros errores reflejados en los ojos de una mujer, así

Como nuestros aciertos, porque uno siempre se despide dejando cuentas pendientes, asuntos sin resolver y demás contratiempos.

Curioso es que para cuando se publique esta misiva hubiésemos cumplido un año de relación, pendiente al que nos faltaba solo un mes.

Por consiguiente, mis sentimientos de pérdida son frescos, pululan tristeza todavía, y a pesar de la resignación a la que estoy sumamente amordazado, el vacío ya me pudre.

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El aroma de mis besos apesta. La esencia de mis sueños ciega. No se ve nada, todo me sabe a simple. Vuelo al olvido y aterrizo en el recuerdo de un madero en forma de banquillo de ningún lugar. Huelo a plantas marchitas a las orillas de un cajón.

Comprendo que estoy lleno de ti, y eso casi derrama lástima. Soy un hombre en la memoria y la memoria de un cuerpo. Y si la imaginación tiene colores y puntos guías ¿dónde están los trazos?

La emoción habita en los sentidos y la enjundia del corazón es huésped, otra vez, otra más. Pero por qué seremos tan insensatos: los sentidos, el sentimiento y el sentir son cosas tan diferentes y nos aferramos a meterlas a una pequeña botellita de cristal y agitarlas.

Esto escrito es dolor de partida con los puntos necesarios para entenderlo.

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Cuando aún vivía en aquellos tiempos, fui a ver cómo trabajaba. Su departamento era muy pequeño considerando el tamaño de sus ideas. La recámara donde trabajaba era blanca, con una puerta pequeña y sin ventanas. La mujer era muda y desconcentrada, sumisa, fría, con fugas entre las pestañas.

Su tintero, un lagrimal raro, se parecía a un puño. Y cada palabra o frase que escribía se soltaba al llanto colérico e incontenible de tener o no, de sentir o no, el peso de los dedos.

Cuando terminaba el verso se sentaba a platicarme sus penas, con sus sucios dientes y mí apestosa boca. Y así nos besábamos, siempre entre whisky y mediodía. Entre: seco, caluroso y, sobre todo, de módico precio.

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Cuando murió, lo primero que hice fue darle el pésame a su máquina de escribir. Ahí estaba. Y qué por alguna extraña razón ya tenía poco menos de la mitad de las teclas.

Cuando me presenté al velorio y me asomé al ataúd, observé en ese hermoso y siempre pálido rostro, algunas de las teclas dentro de la boca. No comprendí aquella extraña situación, pero supuse que ella tenía que reclamarle pendientes a la muerte. Y como en el purgatorio, se pierde la voz temporalmente, porque solo se gime angustia, dolor y placer, ella le iba a escupir las teclas, letra por letra, en la cara.

Lo comprensible de estar en una casa sin nadie es sentir el espacio entre el interior. Hasta se siente alejado uno del ruido que se escucha susurrar a los entrepaños contando nuestra propia historia.

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Llevo varios días sin dormir. Al cerrar los ojos, perturbado, una melancolía recorre mi cuerpo. No he logrado descansar. Su impresentable me abruma.

Cuando aún vivía yo también, y su mujer de paso, lo peor del asunto, el sufrimiento que me causaron: yo contaba su historia. La hacía mía y no viento, que es de quien se supone es.

Y con todo respeto, que a esta nostalgia se la lleve la chingada.

Auto-suicidio

Auto-suicidio

Por Homero Baeza Arroyo

Tengo o, más bien, tenía un amigo que siempre se estaba quejando. Platicar con él era un verdadero martirio, algunas de las personas que también se consideraban sus amigos decían igual que sus vecinos: “Él siempre se está quejando”, “Hasta lo que no come, le hacía daño”, “Sufre de una disfrazada melancolía”.

Tenía tiempo que no iba a visitarlo, pero un recuerdo me hizo buscarlo en su casa para ver cómo se encontraba, porque vivía solo y con una notoria tristeza, desde que en sus brazos falleció su madre de un coma diabético. 

Cuando llegué a su casa me pareció que no estaba, que tal vez hubiese salido al supermercado o, como era media tarde, quizás se encontraba dormido tomando alguna siesta como acostumbraba. Insistí tocando el timbre y con una moneda golpeé la puerta metálica de su casa, tal vez hice mucho ruido porque una de sus vecinas contestó a mi insistente llamado, que ahora hacía con mi voz. 

—No está. No hay nadie —me gritó desde el interior de su ventana—. Estoy buscando a José, soy su amigo, no sabe dónde está o a qué hora regresa, —le pregunté en voz alta para que me escuchara desde donde estaba. —Espere un momento, voy para allá—. Era extraño que no sé encontrara en casa, nunca salía, se mantenía casi siempre encerrado. 

Cuando la vecina se acercó a mí la saludé y le volví a preguntar sobre Pepe. Se quedó viéndome en una forma extraña, como cuando todos saben algo de alguien y tú no sabes nada, luego, como un suave reproche, me comentó en forma de pregunta: —¿Qué no sabe lo que pasó? —yo le contesté curioso —No señora, no sé lo que haya pasado, hace un buen rato que no lo veo. —Ni lo verá nunca más. —¿Por qué? ¿Pues qué pasó? —pregunté preocupado. —Se murió, se suicidó, en una palabra se mató. —Pero cómo fue, yo no estoy enterado. Podría decirme cómo pasó. —Claro que sí, mire, pase a mi casa, aquí afuera en el jardín tengo unas sillas y una mesa con sombrilla para que estemos más a gusto y podamos platicar mejor. ¿Gusta tomar algún refresco? —me preguntó. —Solo un poco de agua y se lo agradezco. Luego nos sentamos en aquellas cómodas sillas, bajo la sombra de la frondosa sombrilla. 

Comenzó con su relato. —La verdad es que se murió porque él así lo quiso, nadie lo estaba obligando a vivir. Desde que murió doña Chole, su mamá, todo se le vino abajo, se la pasaba diciendo todo nostálgico que ya no quería vivir, que no sabía para qué había nacido, que no quería estar en este mundo, que le iba muy mal en todo. Empezó con esto desde hace poco más de un año, nunca lo entendí, pensé que estaba enfermo o volviéndose loco. 

La interrumpí para decirle. —Es que así era él, siempre se estaba quejando de todo. —Mire, —continuó después de tomar un poco de refresco de cola que le había traído su pequeña hija, yo hice lo mismo con mi agua con hielo para refrescarnos la garganta y calmar los efectos del calor. —Nunca lo entendí —continuó con su plática. —Lo tenía todo. Ahí está su casa, no sé qué va a pasar con ella, su automóvil ya se lo llevó su hermana junto con su perro, además, su madre le dejó algo de dinero en herencia. ¿De su salud? Pues, no se veía que estuviera enfermo, solo eso de estar aborreciendo su existencia a cada momento, pero que yo supiera nunca visitó a algún médico, es más, nunca lo escuché decir que tuviera algún dolor de estómago o de cabeza y mucho menos tomar medicinas para eso—. Quizás estaba muy solo le comenté. —No creo, tenía su perro y siempre venían a verlo algunos amigos que se juntaban a comer o tomar con él, y hasta a mí me invitaba a tomar una cerveza para platicar un rato. Yo veía que a él no le faltaba nada, creo que lo tenía todo, pero tanto repetía que se quería morir y, pues ahí tiene, se le concedió.

—¿Usted sabe si antes de morir le avisó a alguien? —pregunté. —No. Lo encontraron muerto cuando vino su hermana y lo vio cómodamente sentado en su sillón de reposo, donde tomaba sus siestas vespertinas, decía él. Su perrito, a su lado, sin ladrar. Había un frasco de pastillas vacío en la mesa del centro. Quién sabe de dónde lo habría sacado o cómo lo consiguió, tal vez del botiquín de su difunta madre.

Qué mal, pero ¿no dejó algún escrito, o algo para decir por qué lo hacía? —Sí claro. Encontramos una carta, digo que encontramos porque cuando llegó su hermana y vio que no estaba dormido sino muerto, salió apresurada de la casa para pedirnos auxilio a los vecinos, pero ya era demasiado tarde. El médico que vino con la policía, dijo que tenía como dos días muerto. —¿Y la carta? —insistí. —Creo que como en todos los suicidios decía que no sé culpara a nadie de su muerte, que lo hacía por voluntad propia, que ya no quería seguir con su soledad en este mundo, que se despedía de todos sin ningún resentimiento, y sin más palabras, claro, con letra muy fina porque escribía muy bonito, estampó su nombre como firma; José Dolores Rodríguez Escápita.

Yo nunca le conocí el nombre de Dolores —le dije. —Yo sí —me contestó. —Algunas veces su mamá de cariño le decía Lolito. Pensé entonces que por su segundo nombre se quejaba tanto. Continuamos platicando un buen rato sobre mi melancólico amigo, pero ella insistía en que se había muerto porque él lo estaba deseando desde hacía mucho tiempo. Que nadie lo había venido a matar. 

Al final me despedí de ella y le agradecí por su información y su refresco, haciéndole saber que me hubiera gustado estar en el funeral de mi amigo, pero al no enterarme qué más podía haber hecho yo. Entonces me dijo. —Ojalá hubieras estado con él porque estuvo muy solo, unos cuantos vecinos fuimos a su sepelio y su hermana que también llevó a su triste perro, que lloró y aulló mucho al despedir a su inseparable dueño. 

Aves en ruta

Aves en ruta

Por Luz Enith Galarza Melo

Las desgracias deberían prohibirse en los días de lluvia, las madrugadas, el calor del medio día y la penumbra, refunfuñaba Miranda, absorta en sus reflexiones. —Agrega los domingos a esta lista —replicó Otto, convencido pero taciturno. 

Entre tanto, Augusto aceleraba el paso para alcanzarlos. Vamos ordenó; acompañando sus palabras con la mano Se hace tarde, replicó suavizando la voz.

¿Para qué la prisa? respondió Otto—. Ninguno de nosotros sabe a dónde va. Pero antes de que él pudiera o al menos intentara responderle, Alfaro también preguntó:

—¿Han notado que tampoco sabemos en qué día o fechas estamos? inhaló profundamente y continuó— ahora solo nos interesan los kilómetros… los recorridos y los que nos faltan. Las cosas empezaron a cambiar desde el momento mismo en que el equipaje esencial pasó a ser lo liviano, útil y pequeño, reconoció exhalando nostalgia, que todos podían respirar. 

Juntos asintieron al unísono,  coincidían en que lo recién dicho era la verdad más triste que habían escuchado. Su verdad. Tenían la sensación de que todo había cambiado y ninguno sabía si alguna vez volvería a ser lo que fue antes. Tímidamente, se escuchó la voz suave de Tatiana —Aquello que ocupa más espacio y pesa más son los recuerdos afirmó convencida —guardo los míos como si fueran tesoros, además logro sentirlos, agregó. 

También a mí me pasa —interrumpió enseguida AugustoSolo de recordar los jazmines en la entrada de la casa de la abuela vuelvo a sentir su delicioso olor e incluso, el aroma humeante del café que ella servía en aquellas tazas de cerámica que le daban un sabor especial —terminó su explicación. 

Miranda con los ojos cerrados parecía haberse transportado junto a él.  Sin poder evitarlo, comenzó a llorar, pero por primera vez, ninguno de sus parientes la recriminaba por hacerlo. Todos en silencio estaban llorando.

También Peregrino había dejado tras de sí los juicios y reproches. Se encontraba deambulando, resuelto a seguir departiendo con todos y cada uno de sus sentidos, a seguirlos distinguiendo por el nombre que se le ocurrió dar a cada uno, para saber quién tomaba la palabra en los diálogos eternos que creaba en su cabeza para sentirse acompañado. Era uno más, una cifra en una multitud de migrantes, entre los que caminaba completamente solo. 

Costumbres

Costumbres

Por Juan Carlos Moreno Rosas

Quisiera estar acostado viendo la tele, comiendo botana en calzones y camiseta, pero estoy aquí, muriendo de calor, ahogándome con esta corbata que me dificulta la respiración. Siento el sudor deslizarse por mi frente. 

Las personas a mi alrededor mantienen una plática acalorada, yo solo escucho ruidos de fondo, asiento de vez en cuando para que no se den cuenta de mi ausencia. No sé cuánto tiempo llevo inmerso en las carreras que organizan las gotas de mi vaso.

Emilia toma mi mano mientras les dice algo a sus amigos, la volteo a ver y le sonrío automáticamente. Me lamento no haber inventado algún pretexto para no estar aquí, me hubiera roto algún hueso, aventado a un carro en movimiento, cualquier cosa es preferible que estar sufriendo aquí. 

Veo los ojos de Emilia, se ve tan feliz, ¿en qué momento dejé de ser feliz con ella? Antes, con solo verla sonreír se me erizaba la piel, no había nada que no hiciera por ver brillar sus ojos como los veo brillar ahora, pero hoy prefiero ver mi vaso antes que sus ojos.  

Suelto su mano con el pretexto de encender un cigarro. Con este calor ni ganas tengo de fumar, pero me siento incómodo teniendo contacto con ella. Me voltea a ver, dispersa el humo con la mano, hace cara de asco, no le gusta que fume cerca de ella.

—Ahora vengo —me levanto, le toco el hombro y camino lejos de la mesa. 

La observo, se ríe con sus amigos. Yo también disfrutaba estas reuniones. Miro el reloj, no llevamos ni media hora aquí… para mí ha sido una eternidad. Respiro profundamente, a fin de cuentas, ella no tiene la culpa de que me sienta así, no puedo hacerla pasar un mal rato por mi falta de valor. 

Debo regresar a la mesa, pero mis piernas no me responden, me tienen clavado en este lugar, prendo otro cigarro para disimular, noto que, cada tanto, Emilia voltea. 

Hurgo en mi cerebro, busco en qué momento empecé a sentirme así, pasó sin que me diera cuenta, hace no mucho no me quería separar de ella, quería tener su mano entre las mías en todo momento, hacía cualquier tontería para vislumbrar su sonrisa, cualquier pretexto era bueno para besarla. 

El día en que nos mudamos juntos fue el día más feliz de mi vida, después de dos años de ser pareja dimos el paso. Juntos fuimos a buscar el lugar adecuado para nosotros, pasamos semanas buscando. Fue un poco difícil complacer sus exigencias, pero no importaba nada con tal de verla feliz. Encontramos el lugar indicado. Amueblarlo fue más divertido de lo que imaginaba, poco a poco llenamos la casa; la terraza llena de flores, los muebles que no combinaban con nada pero los elegimos a nuestro gusto, cuadros en todas las paredes sin ninguna temática, todo lo que compramos era porque nos gustaba, no nos interesaba la estética del lugar, lo volvimos un hogar donde nos sentíamos cómodos, un refugio en dónde escondernos de los problemas del mundo exterior. 

Siento un pequeño roce en el cachete que me regresa a la realidad. Los enormes ojos de Emilia están clavados en los míos, no hay muestra de enojo, es la mirada inocente que me encantaba ver, unos ojos a los que no le puedes negar nada. —¿Está todo bien? Ya está servida la comida, si no vamos se va a enfriar.

Me parte el corazón ver su sonrisa, en el fondo todavía la amo, pero ya no me siento cómodo estando a su lado, su tacto me genera rechazo, aunque no puedo negar que de momentos sigo deseándola, hay instantes que el ver sus ojos su sonrisa me sigue haciendo feliz, hay instantes en que deseo besarla más que otra cosa en el mundo. Pero cada vez son más escasos esos momentos. La sigo a la mesa tomados de la mano, nos sentamos y ella vuelve a la plática con sus amigos. 

Me concentro en mi plato de sopa, la revuelvo con la cuchara y me pierdo en el humo que sale de ella. Escucho el bla, bla, bla de mis acompañantes. Sin pensarlo suelto un suspiro, Emilia voltea y me mira con unos ojos que dan miedo. Debería disimular mejor, se va a dar cuenta y no estoy con el humor adecuado para soportar una pelea y menos enfrente de la gente. No quiero explotar y decir cosas de las que después me arrepienta. 

Respiro profundo y volteo para verla con la mejor sonrisa que puedo actuar. Finjo estar interesado por su plática, ella sigue y yo sigo con mi sopa. La reunión termina, después de todo no me la pasé tan mal, pude obligarme a conversar y divertirme.

Vamos en el auto en silencio, pongo música, me siento tenso y no quiero estar en completo silencio. —Hoy has estado muy ausente —. Emilia apaga la música. No sé qué contestar, miro fijo el camino y aprieto la mandíbula. No quiero pelear, pero siento como se apodera de mí un enojo al que no le encuentro explicación. Aprieto las manos en el volante.

—¿Qué tienes? —Ya no aguanto más, voy a estallar, las lágrimas resbalan por mis mejillas. Ella me mira sorprendida, trata de tocarme, pero yo empujo su mano. —Esto ya no da para más —me limpio las lágrimas. —Mi intención nunca ha sido lastimarte, pero, de verdad, ya no doy más. Necesito alejarme de ti.

Vamos llegando a la casa, a Emilia no se le ha pasado el asombro. —Buscaré en donde dormir, en otro momento mandaré por mis cosas. Emilia se baja del carro dando un portazo. La veo esperando a que yo baje y la siga para disculparme, pero ya no puedo dar marcha atrás, sin darle oportunidad a que pueda hacer nada, arranco.

Voy sin rumbo, sin cosas y con poco dinero en la cartera, pero hace mucho tiempo que no me sentía tan libre, tan ligero y tan feliz. 

Como si el viento adivinara, de la nostalgia que me embarga. Nostalgia de los jóvenes migrantes quechuas en una ciudad intermedia aymara de Puno, Perú

Como si el viento adivinara, de la nostalgia que me embarga. Nostalgia de los jóvenes migrantes quechuas en una ciudad intermedia aymara de Puno, Perú

Por Fredy Machicao Castañón

La cultura en la actualidad se ofrece como escenario reflexivo, abierto y en disputa, en el que los actores sociales pugnan por definir los contenidos de lo cultural en cuanto definiciones de sí mismos y de sus destinos colectivos. Abordaremos, desde la antropología, el estudio de este escenario desde una perspectiva retórica de la cultura. La voz nostalgia, creada con dos raíces griegas: nóstos que significa regreso, y álgos dolor, lo que traduce un ‘deseo doloroso de regresar’ (Corominas, 2006), se asumió entonces como memoria reclamando y haciendo presencia. Briceño Guerrero escribe que “…en toda música hay algo de nostalgia, el lamento sutil por algo perdido o su transitoria y fugaz recuperación. Como si toda la especie humana fuera el resultado de una gran catástrofe, la fragmentación traumática de un gran ser martirizado. Los hombres, tercos añicos de un dios despedazado, briznas de una gloria difunta” (Briceño Guerrero, 2009: 80).

Desde la década de los 60 del siglo pasado, Juliaca (distrito del departamento de Puno-Perú) empezó a surgir como una ciudad intermedia andina, gracias al comercio y los medios de transporte y comunicación. Étnicamente está compuesto por aymaras, quechuas, criollos y mestizos. Los comerciantes que llegaron a Juliaca para construir un espacio de oportunidad, tuvieron que aprender la cultura de quechuas y aymaras. El pequeño poblado en la década de los 80, ya era un prospecto de ciudad en ciernes. Así como atraía gente la naciente ciudad expulsaba (migración). Es en este escenario, de adoptar y expulsar donde la población cada año convive en la cotidianeidad. Los poblados y ciudades tienen una dinámica de manejo de su población, los migrantes nuevos se quedan y los pobladores viejos generalmente migran a ciudades más desarrolladas.

Empecemos por la dolorosa separación del individuo de su terruño. Nadie, en sus cinco sentidos, desea abandonar su tierra, ya que en ella tiene sus parientes, paisanos, amigos y a la muchacha(o) que desea enamorar. Ha nacido oliendo, sintiendo el frío, aromas, sonidos, formas, luz, tacto y sentido. Sus primeras impresiones con la naturaleza serán su guía venidera, luego accederá a las sensaciones con otros humanos, le llamará la atención su variedad de actitudes, comportamientos y manifestaciones emocionales. Lo primero es el miedo, la soledad y la protección de la progenitora, es decir, la mano donde busca y encuentra la seguridad.

Para la década de los 80, Juliaca era un espacio sociocultural anhelado por los pobladores del entorno físico. Familias y personas quechuistas migraron en busca de oportunidades, pero lo que encontraron fue soledad, anonimato y desarraigo. Los jóvenes, principalmente, buscaban comprender la dinámica urbana, creían que como en el campo los límites se podían traspasar sin inconvenientes. No es que no haya límites físicos en el campo, sí los hay, pero es un espacio muy amplio en el cual el individuo puede tranquilamente movilizarse, en la ciudad el rosarse es una imprudencia. El sufrimiento que aqueja de estar en un espacio social extraño, donde es sujeto de observaciones, burlas en la escuela y exclusión en la cotidianeidad va a permitir que el joven reaccione.

En la mayoría de sus días en la ciudad, la nostalgia, el recuerdo frecuentemente se hará presente, empezará a escuchar su música y tocará su añorada quena (instrumento musical hecha de caña), recordará sus llamas, alpacas, aves, sapos y arañas. El olvido se hace presente como una amenaza a su nostalgia, pero el joven debe seguir adelante, tratar de dominar el nuevo espacio en la ciudad. Juliaca, en un tiempo de más o menos tres décadas, cambió drásticamente en su dinámica poblacional, comercial, tecnológica, comunicacional y principalmente en el campo folclórico. Los aymaras se han apropiado de dos fiestas, el carnaval (de 9 días de duración) y la fiesta de las cruces (3 de mayo), los quechuistas, machuaychas y chiñipilcos (20 de enero). En las emisoras, en esas épocas se transmitía música de extracción aymara y en poca escala la música quechua. Hoy Juliaca es un emporio de producción musical a nivel nacional.

Los jóvenes quechuistas llevan en desventaja su empoderamiento en la ciudad, el constante recordar de su pueblo, comunidad ayllu o parcialidad está presente y será un obstáculo para su adaptación de migrante rural a citadino. Recordando a Darwin, están en una carrera de sobrevivencia, el más apto persistirá. Lo harán, pero a un precio altísimo culturalmente. El alto nivel de suicidios, desadaptación cultural, rechazo, delincuencia, abandono familiar y violencia son algunos de los resultados con los que vive hoy Juliaca. Esa angustia permanente va a dar paso a que estos jóvenes añoren esa vida de niños en su terruño de origen. Ahora, después de algunos años en la ciudad, van asumir nuevas vivencias y relaciones como los amigos, enamorados, gente de la otra etnia; cuando sea la fiesta patronal de su pueblo, viajarán y llevarán consigo el nuevo comportamiento citadino en todo orden.

En ese proceso de visitar el pueblo de origen y la ciudad donde vive la nostalgia inicial, antes de migrar, estará cambiando con respecto a la vivencia en la ciudad. Muy pocos jóvenes no se adaptarán a la ciudad, muchos lo harán a un costo cultural elevado, sus recuerdos entrarán en un proceso de selección, la tecnología facilitará amenguar esa nostalgia por medio de los videos, fotos, redes sociales, hoy con la pandemia, un estar allí o un estar aquí virtual formará parte de nuestra convivencia. La distancia (física) se ha acortado con el uso de la tecnología, pero la distancia entre lo vivido y lo que se vive, todavía no se puede resolver. A menudo la llegada o pérdida de un familiar, conversar o ver a un paisano, oler los aromas de nuestra niñez, ver las imágenes o siluetas de nuestro antiguo paisaje, escuchar los sonidos, irremediablemente nos aflorará la nostalgia y no todos reaccionarán de la misma manera, algunos llorarán, la tristeza les invadirá, a otros les será pasajero, lejano y hasta inadvertido.

Los jóvenes, en muchas ocasiones por recomendación de los adultos o amistades, buscarán nuevas salidas a esa presión nostálgica, como por ejemplo trabajar, hacer deporte, pertenecer a un grupo religioso, cultural o social. Nadie desea una muerte social y menos cultural, a quien nadie recuerde o cuando uno no pueda recordar a los demás, la nostalgia no hizo mella, pero es mentira cuando alguien dice no tener nostalgia de nada y que los recuerdos son una tontería. Por lo contrario, esa persona no sabe cómo abordar sus recuerdos ya que le abruman cotidianamente y trata de suplantarlos con acciones perentorias.

Muchos intentamos borrar nuestras experiencias, algunos los logran, otros continuamos con ellas, nuestras preocupaciones automáticamente nos ponen nostálgicos. Con el abandono en que vivimos en la ciudad, los individuos, los jóvenes buscarán espacios públicos para andar como eternos fantasmas, cargando a cuesta una solitaria vida a pesar de vivir con miles de personas. El espacio privado es peligroso, la calle es más prometedora, ya que en ella podemos acceder a sexo, identidad, temor, amor verdadero y engaños. Los jóvenes quechuas buscan encontrar o recuperar su alma que los identifique con un pasado, presente y futuro.

La nostalgia debe ser asumida como una aliada para fortalecer nuestra vida y la toma de decisiones, los jóvenes quechuistas de manera tosca y abrupta son arrojados al espacio citadino, los actores sociales son imperdonables, si eres motoso (pronunciar mal las palabras), usas ojotas (calzado hecho de jebe), hablas quechua, chacchas (mascar) coca y tienes un apellido rural eres un candidato fijo de ser excluido social. Reza la frase, eres de polvo y en polvo te convertirás, pero también la vida nos enseña a vivirla con fracasos, virtudes, lágrimas y risas. La nostalgia, así como la risa, el hambre, el odio, amor y desprecio son pasajeros, pero a pesar de ser cortos esas vivencias, nos llena un espacio y nos hace recordar lo frágil que somos, por otro lado nos permite forjar nuestro acero de la vida.

Bibliografía:

Briceño Guerrero, J. M. (2009). «La Mirada Terrible». Procesos Históricos, núm. 18, julio-diciembre, pp. 103-105. Universidad de los Andes. Mérida, Venezuela.

Corominas Rovira, E. (2006). Vinculación de los enfoques de aprendizaje con los intereses profesionales y los rasgos de personalidad: aportaciones a la innovación del proceso de enseñanza y aprendizaje en la educación superior. Revista de investigación educativa, RIE, ISSN 0212-4068, ISSN-e 1989-9106, Vol. 24, Nº 2, 2006, págs. 443-474.