Por Laura Torres

Loretta deambula por el patio con su característico y trabajoso andar.

Un sorpresivo ACV le dejó como huella un curioso movimiento de caderas que le imprime a su cadencia un porte de saltimbanqui.

―¡Loretta! ¿Todavía en pantuflas?

Oye una voz en el aire y se mira los pies apoyados en un par de zapatillas de tela esponja.

Está vestida con un batón cuadrillé mal abrochado. Un mechón de pelo plateado se escapa por debajo de la vincha que adorna su frente.

Ya ni se acuerda de los años que lleva en ese lugar. Tiempo atrás… hacía la cuenta. Hasta que no fue necesario.  Supo que a su casa ya no volvería.

Frente al ropero, con sus escasas prendas, suele recordar el abultado guardarropa que tenía cuando era joven. Ropa de fiesta, de «todo andar», media estación, hasta pantalones y chaquetas deportivas. ¡Cuánto rato pasaba frente al espejo cuando la invitaba a salir aquel chico que bailaba como Elvis!

Cuando se despierta de malhumor, descuelga bruscamente el batón y se lo pone sin mirar siquiera cómo está abotonado.

―¡Loretta! ¡Mira cómo estás vestida!

Detesta a esas cuidadoras, se creen con derecho a decidir cómo debe vestirse.

Pasados varios meses, aquejada por una enfermedad de cuidado que la mantiene en su cama, se rebela como una niña a la hora de comer. 

Frente al plato con un aséptico puré o un saludable flan que nada en almíbar, cierra la boca  apretando fuerte los dientes. Sus recuerdos viajan al pasado.  A las  grandes comilonas que se hacían en su casa los domingos. 

Una caterva de hijos y nietos rondaban desde la mañana. El silencio se rompía con sus voces y gritos. Sin embargo, al mediodía, compartían mudos la mesa. Seducidos por las fuentes de tallarines a la boloñesa, aguardaban expectantes que la mamma volcara un cucharón en cada plato. El pan esponjoso pasaba de mano en mano, se hundía en la salsa y luego se deshacía en la boca. Los niños se teñían las comisuras de un naranja intenso. Y abrían la boca sorprendidos cuando oían descorchar la botella de tinto. Sabían que apenas una mínima  gota de tan preciada bebida, teñiría de rosado el agua de sus vasos. La hora del postre era muy esperada. El manjar del cielo, broche final del banquete, era aplaudido por todos los comensales.

A Loretta el estómago se le cierra con desazón al ver lo que hay sobre la mesa.  El vaso de hojalata, el plato rojo de melanina y la comida «de enfermos» que sirven en ese lugar.  Aborrece ese nauseabundo almuerzo.

―¡Loretta! ¡Estás revolviendo el puré! ¡No te «hagas la viva»!  Comé, ¿me hacés el favor? El flan mejor te lo doy yo. ¡No cierres la boca! pero… ¡qué caprichosa!

Loretta detesta a esas cuidadoras, se creen con derecho a decidir lo que debe comer.

Se revuelve en su cama, intenta desprenderse la aguja que inmoviliza su brazo. El esfuerzo desencadena un acceso de tos. La enfermera lo vuelve a acomodar y la rezonga por querer sacarse el suero con el antibiótico. Toma  la bandeja con el resto del almuerzo y se retira.

Loretta se exaspera. Hace varios intentos más con la aguja hasta que lo logra. Se para con esfuerzo. Se pone las pantuflas y el batón. Atraviesa el pasillo con dificultad, con su clásica marcha discontinua. Nadie la ve. Están ocupados sirviendo el almuerzo.  Inhibe otro acceso de tos para no ser descubierta. Con los ojos llorosos por el empeño, sale al amplio jardín y se sienta en un banco en el lugar más apartado bajo el frío severo del invierno. Siente arder el pecho con cada respiración. Inhala cada vez con más fuerza. El aire helado desata un torbellino de tos.  Siente el ulular asmático de su pecho.  Al cabo de un tiempo, la encuentran. 

―¡Loretta! ¡No vuelvas a hacer esto! ¿Te querés matar?

Ya están otra vez esas cuidadoras. Loretta las detesta. Se creen con derecho a decidir cómo debe morirse.