Por Luz Enith Galarza Melo

Las desgracias deberían prohibirse en los días de lluvia, las madrugadas, el calor del medio día y la penumbra, refunfuñaba Miranda, absorta en sus reflexiones. —Agrega los domingos a esta lista —replicó Otto, convencido pero taciturno. 

Entre tanto, Augusto aceleraba el paso para alcanzarlos. Vamos ordenó; acompañando sus palabras con la mano Se hace tarde, replicó suavizando la voz.

¿Para qué la prisa? respondió Otto—. Ninguno de nosotros sabe a dónde va. Pero antes de que él pudiera o al menos intentara responderle, Alfaro también preguntó:

—¿Han notado que tampoco sabemos en qué día o fechas estamos? inhaló profundamente y continuó— ahora solo nos interesan los kilómetros… los recorridos y los que nos faltan. Las cosas empezaron a cambiar desde el momento mismo en que el equipaje esencial pasó a ser lo liviano, útil y pequeño, reconoció exhalando nostalgia, que todos podían respirar. 

Juntos asintieron al unísono,  coincidían en que lo recién dicho era la verdad más triste que habían escuchado. Su verdad. Tenían la sensación de que todo había cambiado y ninguno sabía si alguna vez volvería a ser lo que fue antes. Tímidamente, se escuchó la voz suave de Tatiana —Aquello que ocupa más espacio y pesa más son los recuerdos afirmó convencida —guardo los míos como si fueran tesoros, además logro sentirlos, agregó. 

También a mí me pasa —interrumpió enseguida AugustoSolo de recordar los jazmines en la entrada de la casa de la abuela vuelvo a sentir su delicioso olor e incluso, el aroma humeante del café que ella servía en aquellas tazas de cerámica que le daban un sabor especial —terminó su explicación. 

Miranda con los ojos cerrados parecía haberse transportado junto a él.  Sin poder evitarlo, comenzó a llorar, pero por primera vez, ninguno de sus parientes la recriminaba por hacerlo. Todos en silencio estaban llorando.

También Peregrino había dejado tras de sí los juicios y reproches. Se encontraba deambulando, resuelto a seguir departiendo con todos y cada uno de sus sentidos, a seguirlos distinguiendo por el nombre que se le ocurrió dar a cada uno, para saber quién tomaba la palabra en los diálogos eternos que creaba en su cabeza para sentirse acompañado. Era uno más, una cifra en una multitud de migrantes, entre los que caminaba completamente solo.