Por Lizbeth González Mejía

Morir es el destino final de todo ser viviente que habite la tierra; y qué es la muerte si no el enigma más grande de todos los tiempos, y el duelo un proceso que por excelencia los seres humanos son capaces de sentir. Saber cuándo pasará, en dónde y por qué moriremos es un infortunio, pero es la única certeza con la que convivimos diariamente; plagados de riesgos e inmersos en distintos contextos (Beck en Enciso, 2018: 162) somos los luchadores por la supervivencia, defendiendo nuestro palpitar efervescente que grita desde el interior: ¡aquí estoy!

Morir es la fase final de nuestro ciclo de vida porque aquel que vive, muere; dicho en el sentido más orgánico para definir este concepto, colapsan todas nuestras capacidades fisiológicas, pueden detenerse con naturalidad, ser arrebatadas o puede que seamos nosotros mismos los responsables de nuestro propio morir. Morir es un juego de azar, una ruleta que gira eternamente sin descanso, como deshojar una margarita para ver si es hoy o quizá sea hasta mañana.

En resumen, morir es un verbo que cohesiona el destino finito de todos los seres vivos, que es también el reconocimiento de un proceso individual de la culminación de la vida en un contexto plagado de riegos; pero entonces, visto de esta manera, morir no es otra cosa más que un acontecimiento universal e irrecusable por excelencia” (Thomas, 1983: 7). Sin embargo, así también se trataría de un suceso vacío, cargado de toda indiferencia e intrascendencia, y pasaría a ser desapercibido para la memoria de los sujetos, aunque no para sus narices…

El cuerpo muerto aún nos habla en su forma tan peculiar de hablar como despedir olores fétidos y tener un aspecto repulsivo al pasar de los días, se vuelve necesario deshacernos de él, pues se vuelve impuro e insano para los que conservan la vida; ya no es posible la convivencia física y es necesario distanciar la vida de la muerte.

La muerte es uno de los misterios más grandes de toda la historia y son los seres humanos los únicos responsables de fabricarle distintos significados a través de la cultura a la que pertenecen, de esta manera la han (re)simbolizado y (re)significado para sopesar el miedo y aligerar la incertidumbre que provoca. “La prohibición de la muerte” (Thomas, 1983: 7) nos condujo a la práctica primigenia del desahogo de los restos mortales, sea de distintas formas y en distintos lugares, el fin siempre fue, es y será el mismo, ya que además de ser una práctica de higiene, también se vuelve una práctica de estética (Douglas, 1970 :89-93) pues, los restos mortales ahora son parte del repertorio de riesgos para provocar enfermedades y defunciones.

Pero así como el cuerpo se vuelve profano, también es sagrado; situar a la muerte es darle un lugar entre los vivientes y dependiendo de la cultura, la muerte como práctica estética se ha vuelto tema entre las musas de las artes; la muerte es música, es poema, es arquitectura, es pintura, es imaginación y creatividad, así entonces no nos deshacemos de ella porque espante, más bien la trascendemos en nuestra memoria social (Fentress y Wickham, 2003: 25-26). Por lo menos en México el arquetipo contemporáneo de la muerte es esa “calavera” que muestra las desigualdades sociales, pero la igualdad del destino de todos los seres humanos, y es en los Días de muertos donde se visibiliza a este “tótem nacional de México” (Lomnitz, 2010: 402).

Como mencionamos anteriormente, situar la muerte es darle un lugar, pero hablemos ahora de un lugar tangible —cuya función principal es la morada de los restos mortales—, los cuales han estado al margen de la liturgia de las instituciones de poder como es el caso de la Iglesia, siendo ésta una especie de “memoria autorizada” (Candau, 2006: 105), nos estamos refiriendo a los cementerios como los lugares más populares por excelencia para reubicar a los muertos, y reubicarnos a los que estamos vivos, es decir, enfrentarnos a una verdad que es dejar ir físicamente a nuestros difuntos.

Detenernos en esta perspectiva nos llevaría a pensar los cementerios solo como el vertedero de cuerpos en descomposición, pero son los lazos afectivos en conjunto con las creencias religiosas los que coartan esta definición realista, aunque cruda al final de cuentas para los poseedores de cultura y memoria… Los cementerios son el espacio de socialización final, donde los restos mortales son depositados con el objetivo de darle continuidad a un culto o remembranza de los muertos. Los cementerios son un lugar de cita en donde algún día hemos de reunirnos—si es que somos inhumados—. Los cementerios son entonces “lugares de la memoria” social (Nora en Mendlovic, 2014: 303-304) que crean un sentimiento de arraigo, pertenencia y una identidad dentro de un territorio en específico y que, a pesar de ser estáticos, son vividos, redefinidos y resignificados por las colectividades que asisten a ellos (Mendlovic, 2014: 304). Así entonces, son lugares que se apropian y contienen un sinfín de nombres, fechas, epitafios; también son contenedores de muchos estilos arquitectónicos (Herrera, 2013: 114-136), en donde las diferencias de clase, edad y género transcienden más allá del morir, ya que son los familiares los encargados de llevar a cabo arduos trabajos de memoria para poder hacer del lugar parte de la personalidad de quién ha partido del mundo terrenal.

Ahora bien, el duelo es visto como un proceso emocional que se evoca en momentos de socialización de una pérdida familiar, ya sea desde la trinchera individual o colectiva y tiene un trasfondo que consiste específicamente en la memorialización de eventos pasados con miradas hacia el futuro en un ejercicio de transmisión y transmutación a las siguientes generaciones, de esta forma el duelo como parte fundamental de los trabajos de la memoria permite a través de testimonios que surgen de la memoria colectiva (Halbwachs, 1968: 25-51) reconstruir la presencia de los difuntos. Así, se estaría imposibilitando el olvido “total” de quien formó parte de nuestra vida, de nuestra memoria, porque como hipótesis “la muerte tuya es la muerte mía”; al hacer un cuidado de la memoria del otro estamos haciendo también una labor de autocuidado de nuestra memoria, este “cuidado de sí” (Foucault en Garcés y Giraldo, 2013: 187-201) que imposibilitará también no olvidarnos a nosotros mismos.

El morir como suceso vacío sería caer en el olvido, si es que no lo simbolizamos a través de mitos y lo actuamos en rituales, así que cada cultura se encarga de apropiarse de la muerte, y lo que nos permite hacerlo es el duelo como un proceso emotivo que le da continuidad a la presencia de un ser querido que ha fallecido, todo en función de memoria.

 

Bibliografía

  • Candau, Joel. (2006). “Capítulo VI: El campo de la antropología de la memoria” en Antropología de la memoria. Nueva Visión. Buenos Aires.
  • Douglas, M. (1970). “Los dos cuerpos” en Símbolos naturales. Exploraciones en cosmología. Editorial Alianza. Madrid, España.
  • Enciso, J. (2018). “La muerte en las ciudades: una vía de abordaje a la antropología urbana” en Dossier La Muerte: pasado y presente. Núm 41.
  • Fentress, J. y Wickham, C. (2003). “Recordar” en Memoria social. Ediciones Cátedra. Madrid, España. Pp. 19-62.
  • Garcés, L. y Giraldo, C. (2013). “El cuidado de sí y de los otros en Foucault, principio orientador para la construcción de una bioética del cuidado” Divisiones Filosóficas. Año 14, núm. 22, enero-junio 2013.
  • Halbwachs, M. (2014). “Memoria colectiva y memoria individual” en Memoria Colectiva. Prensas Universitarias de Zaragoza, Clásicos. España.
  • Herrera, E. (2013). Arquitectura funeraria en la Ciudad de México desde la Época Virreinal. Revistainter-legere. Río de Janeiro.
  • Lomnitz, C. (2006). “Las tribulaciones políticas del esqueleto, 1923-1985” en La idea de la muerte en México. Fondo de Cultura Económica. México.
  • Mendlovic, Bertha. (2014). “¿Hacia una “nueva época” en los estudios de la memoria social?”. Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales. UNAM. Nueva Época, Año, LXI, núm. 221, mayo-agosto 2014.
  • Thomas, L-V. (1983). “Prefacio” en Antropología de la muerte. Fondo de Cultura Económica. México.