He atentado en mi contra al mirar el cielo
como quien asoma lo prohibido,
como el que desprecia la línea final.
No es para lamentar demasiado; será que a todos nos ocurre
alguna vez para poder abrir los ojos a la realidad
y comprender los motivos del universo.
Lo digo mientras asomo al espejo, Frank,
mientras busco debajo de la mesa y la cama
sin saber todavía lo que espero hallar, pero convencido de la carencia.
He atentado, decía, contra la corriente de la vida o de esta ciudad inasible,
cuyo polvo nos asfixia hasta perder la conciencia,
hasta no saber si alguna vez tuvimos verdaderos propósitos o,
por el contrario, hemos sido siempre una habitación vacía.
Parece de repente un engaño, ilusión difusa
que nos deja varados en el sitio más lejano,
en la brutalidad de una conciencia que duda.
Será que nunca jamás el sol alumbró los campos
y estas manos con que escribo son solamente
la extensión de un anhelo insatisfecho;
será también que sospecho la tormenta acercándose
y me aferro a la calidez de una bombilla,
la cuerda inmóvil que sujeta el alma.
A estas alturas nadie quiere darse por vencido,
los que caen son solamente restos de la guerra,
llamas apagadas tras la gran explosión,
aquellos cuya fuerza dio el último azote
para ceder al fin a la hecatombe.
Pero nadie lo quiere así, sino que el destino
arranca de las manos el llanto,
la vida a secas, para abrir paso a nuevas banderas.
Día con día los barcos se hacen a la mar,
los que han sobrevivido despiertan
y se lanzan al ruedo para redimirse,
para conquistar un lugar donde reposar al fin del siglo.
Tras ellos las puertas desaparecen y no hay a dónde volver;
esta es la condena con que cargan los habitantes,
la mortal maldición de ver a la desgracia cara a cara
hasta reconocer sus muecas y tener pesadillas interminables.
Esta es, también, la cara oculta de la moneda,
un combate sin término donde gana solamente el terror,
la negra sombra del hades sobre todo el territorio.
Hemos hecho lo que no debíamos, Frank,
mordimos la mano y el alma que nos alimentaba;
ahora ya no sabremos si alguna esperanza queda,
si entre los matorrales crecerá todavía el gran árbol.
Ahora también hemos cerrado la puerta para no volver jamás,
para que no existan caminos de regreso
y no se derrame la sangre en vano.
Lo que resta es tan sólo ir adelante
aunque hieran el frío y la lluvia,
aunque el fuego queme los pasos,
hasta que un día todos los pecados puedan perdonarse.
Lo digo como quien conoce los designios,
pero la realidad es atroz y nos ciega apenas comenzamos a andar.
El resto son solamente pasos en el pantano,
siempre con el peligro de hundirse sin remedio;
la avalancha arroja su blanco lienzo sobre las naciones,
un ángel desentraña el inframundo y estamos apenas
reconociendo el error de prohibir palabras,
la brusca mano del infortunio cuyo filo nos degüella y amordaza.
Veo sin querer la caravana de bestias en estampida,
el pasado como un globo perdido en el infinito,
en la oscura llama del universo;
sé también que nos resta poco tiempo,
las alarmas suenan, Frank, y tenemos que decir adiós,
devolver los poemas prestados y salir por la ventana como los ladrones;
de nada valdrán las conquistas pasadas ni el orgullo de las aves
cuando se nos condene a la hoguera.
Sé que mientas lo pienso, la nave se aleja de mi alcance,
se desvanecen las esperanzas y comienza a oscurecer.
Adivinamos el futuro poniendo en ello todos los deseos,
la convicción de que al doblar la esquina las cosas irán mejor;
¿quién nos ha prometido dormir sin preocupaciones?
¿Quién puso nuestras manos al fuego para lanzarnos al destierro?
Construimos presas que hoy nos inundan
y resulta imposible escapar sin perder algún camarada,
salvarse impoluto de la fiesta final.
Siempre llega un momento en que ya no hay marcha atrás,
estamos cerca, Frank, pronto no podremos desdecirnos
sino solamente afrontar un destino incierto,
una cuerda oscilante donde se sostiene el resto de los días
donde bailan todas las vidas que no seremos.