por Redacción | Mar 15, 2021 | Marzo
Por Arturo Waldo
Escuché la tristeza de mi padre a través del teléfono. Posiblemente fue la primera vez que lo escuché así. Me contó que le dolía respirar y que llevaba varios días encerrado en su habitación. Me dijo que no me preocupara, sin embargo, cuando nos despedimos tuve la sensación de que el «adiós» era distinto. Cuatro horas más tarde lo hospitalizaron y diez días después falleció. Ha sido extraño desapegarme de escucharlo o verlo y aunque a veces tengo miedo y tristeza, también tengo la certeza de que ahora estamos más cerca que antes.
La renuncia al cuerpo, mente y emociones es, como lo dice Swami Satyananda, una renuncia que no resta. No es una resignación, sino una valiosa suma. La fusión con el Todo.
Me doy cuenta de que el desapego no es sencillo si no se practica constantemente.
Muchas veces he estado apegado a mis virtudes y defectos. He sido generoso, amable, envidioso, orgulloso y egoísta.
Desapegarme de mi personalidad implica perder la identidad que mi mente ha diseñado para mí, y expandir mi conciencia a una visión luminosa de la realidad.
La comprensión de que la paz sigue a la renuncia del «Yo» y que ninguna de las cosas que me rodean son mías, me instalan en una fragante paz, más allá de la felicidad o infelicidad y eso me permite vivir fuera de la inercia y la inconsciencia.
Los días, envueltos en la adversidad de los tiempos me han enfrentado a la muerte de mi padre; el dolor y la incertidumbre se manifestaron también, sin embargo, la convicción de saberme capaz de abrirme al amor y a la vida me mantiene sereno porque siempre hay una luz que me invita a florecer.
por Redacción | Mar 15, 2021 | Marzo
Por Víctor Alexis Enciso Salinas
El ser humano florece con el arte, con la convicción de plasmar sus expresiones y compartir su subjetividad; el arte es un medio de transmisión de la revelación de su existencia. Es también un intento por organizarse y hacerse uno con los demás creando sistemas complejos, estructuras sociales, movimientos, culturas y sociedades. El arte nace como una simultaneidad, una necesidad y una expresión.
La música entendida como arte revela su búsqueda constante de transmisión de las formas ontológicas, estéticas, subjetivas y filosóficas que los humanos crean y emplean como si fueran puentes conectados unos con otros. La música es una metáfora del florecimiento humano, la colectividad, el ingenio, la imaginación y el trabajo constante detrás de una historia de composiciones, géneros y estilos musicales.
El florecimiento[1] del arte se constituye a partir de la práctica constante de reinvención, donde el arte es una expresión que transmite ideas y pensamientos, los cuales son interpretados como sentimientos y emociones. Lo subjetivo en el arte es el humano, su inventor, su reproductor y su innovador. El artista florece en tanto su arte vive, es visto y consumido, es decir, siempre que éste se dirige a transmitir, a reflexionar, a buscar la verdad y la crítica. La construcción humana del arte, es entonces, florecer.
El arte en la antropología es una relación del humano y los objetos, es decir, su agencia[2] (Martínez, 2012). Todas las culturas humanas tienen arte, y son las experiencias estéticas las que crean en sus individuos valores y juicios. La diversidad cultural permite a la antropología entender el arte bajo sus propios términos, la misma historia del arte occidental ha creado una linealidad en su comprensión, además de cánones basados en la reducción de la expresión a normas específicas.
Pero, ¿no es la creatividad y la transmisión humana lo que da sentido al arte? ¿La cultura es un mediador entre lo que las personas podrían o no entender como arte? ¿La cultura es el medio por el cual florece del arte? La heterogeneidad antropológica retoma la sensibilidad, la contemplación y los “usos de la obra de arte o modos de recepción en torno a la configuración de una noción de arte y la normalización de la experiencia estética” (Martínez, 201 p. 5).
El uso de la etnografía permite entender los discursos culturales acerca del arte y su función en la sociedad, tomando en cuenta consumo, producción y circulación. La cultura permite que los seres humanos den agencia a los objetos, se identifiquen con las obras y les otorguen una multiplicidad de direcciones y orientaciones.
La música como florecimiento de las sociedades humanas
La música como arte significa creación, expresión y construcción que da sentido al ser humano. Surge del silencio y es una metáfora de la condición de los humanos como seres creativos; comprende lo sublime y lo bello, lo ontológico y lo contemplativo. En este sentido, la música es intrínsecamente un valor ético humano. El sonido humanamente organizado (Blacking, 2015), permite reconocer la música como un rasgo específico de nuestra especie, un acto de organización y de construcción que posibilita la valoración estética de las culturas humanas a través del sonido y lo que se hace con él.
Hay tanta música en el mundo que es razonable pensar que la música, como el lenguaje y posiblemente la religión, es un rasgo específico de nuestra especie (Blacking, 2015, p. 39).
Por otro lado, la composición, la interpretación y ejecución musical es, en un principio, organización y percepción del sonido. Escalas y notas son sistemas de credos para que la humanidad se redima ante la creación musical en una catarsis y en procesos que conlleven a la efervescencia, al éxtasis colectivo y al florecimiento de ideologías, estilos, géneros y movimientos. La música es expresión, significado e historia de las experiencias humanas, una estilización concreta de la cultura que está íntimamente ligada a la vida social.
También representa procesos culturales que se manifiestan en experiencias sociales de los cuerpos, es decir, en la corporeidad de la cultura; un ejemplo es la danza generada por ritmo, armonías e instrumentos que movilizan conciencias. Por otra parte, también están las letras poéticas que transmiten mensajes fundados en sistemas de valores y creencias colectivas. El florecimiento musical lleva a los seres humanos a crear e innovar ritmos, géneros, instrumentos, poesía y la subjetividad impresa en estas formas humanas de comunicación.
La música dentro de la cultura, de manera que la música dejaba de ser un ámbito para convertirse en el entorno dentro del cual se puede entender toda una sociedad (Coplan, 2003, p. 6).
Un ejemplo del florecimiento humano a través de la música
La música es entendida según quién la escuche; sin embargo, de vez en cuando es necesario acercarse a la interpretación del compositor, aunque ésta no exista explícitamente. “Primavera” de Piazzolla es el inicio de la obra Estaciones porteñas (1921-1992), pretendo pensar que se llama así porque representa un nuevo comienzo, un acontecimiento cosmológico que aterriza en la subjetividad del artista. La primavera es el comienzo, el renacer de las hojas y las flores, el despertar de animales hibernando, jovialidad, juventud, fuerza y energía.
Si escuchamos la obra entenderemos el movimiento siempre andante, regocijante, impregnado de emoción, intensidad y dinamismo, como si nos contara una historia; Piazzolla en su intención temática demuestra la jovialidad, la ligereza, pero también un romanticismo ligado al cambio, la exaltación y la melancolía. Un cantar largo dramático y estruendoso que requiere metáforas para interpretarlo.
Propongo que el florecer en la música de Piazzola se vea como un ejercicio imaginativo e interpretativo, considerando que la música es amoral, no contiene prejuicios y es libre de ser interpretada como uno quiera. En este caso, es el florecimiento humano el que paradójicamente nos lleva a la creación y reflexión de nuestro arte.
Bibliografía.
Blacking, J. (2015). ¿Hay música en el hombre? Alianza.
Coplan, David (2003) “Músicas”, http://unesco.org/issj/risc154/coplanspa.html
Lorenzo, D. (2014). El concepto de ‘Florecimiento’: una antropología desde el pensamiento de A, MAncintyre. Revista de Filosofía, 5 (9), 1-15.
Martínez, S. (2012). La antropología, el arte y la vida de las cosas. Una aproximación desde Art and Agency de Alfred Gell. Revista de Antropología Iberoamericana, 7, 171-19.
[1] El florecimiento entendido como el fin último de los humanos, el bien y la felicidad de un ser libre, crítico y con virtudes; el florecimiento como virtud y las acciones como un camino hacia él (Lorenzo, 2014).
[2] Alfred Gell en su concepto de “agencia del objeto” habla sobre las respuestas emocionales que generan ideas, y una variedad de acciones y procesos sociales, y de la experiencia estética en relación con las prácticas de las culturas (Martínez, 2012).
por Diego R. Hernandez | Mar 15, 2021 | Marzo
Por Diego R. Hernández
“La vida es eterna en cinco minutos”
Víctor Jara
Los higos negros siempre han sido uno de los frutos preferidos de mi madre, así que cuando tuvo la oportunidad de tener una porción de tierra en su patio no dudó en sembrar una rama de higuera que le habían obsequiado. Pasó un año, lo recuerdo bien, y el árbol se asentó de maravilla llegando a medir cerca de dos metros de altura. Fue al siguiente abril cuando los frutos comenzaron a llenar el aún pequeño árbol de higos, todos en la casa estuvimos felices comiendo lo que las aves nos dejaban pues tener alas siempre es una ventaja. La única persona que no estuvo satisfecha fue mi madre; los higos, aunque de buen tamaño y en su mayoría dulces, eran verdes.
En época de cosecha, por las mañanas, mi madre salía al patio y seleccionaba un higo para cortarlo y después comerlo lentamente durante cinco minutos al sol, que siempre le da vida al desierto que nos rodea. Lo disfrutaba viéndolo con ganas de desaparecerlo, mientras comía el fruto pensaba en la manera de arrancar de tajo esa condenada higuera que no daba higos negros. Desde entonces comenzó una relación de amor y odio entre mi madre y aquel árbol.
En más de una ocasión la descubrí con machete en mano a punto de cometer su crimen, era difícil hacerle entender que los árboles crecen hacia abajo la misma distancia que lo hacen hacia arriba, por lo que cortarlo de raíz resultaba una tarea casi imposible. Después de una discusión y de mis argumentos filosóficos de la vida de los árboles y otros chorizos bizantinos, mi madre se defendía diciendo que solo le iba a cortar las ramas que ya estaban muy largas con el fin de que creciera más bonito para la siguiente temporada.
Fueron muchos años en que la higuera no floreció y cuyos frutos solo fueron un bonito recuerdo. Las aves dejaron de rodear el patio de la casa y mi madre que no tenía higos negros ahora también se había quedado sin verdes. Era como si la higuera le diera un mensaje contundente a mi madre: si tú me sigues cortando yo no te volveré a dar higos y mucho menos negros. Al pasar del tiempo la higuera fue floreciendo cada vez más y se volvió costumbre verlo durante una época rebosando de grandes hojas y pequeños higos que nunca volvieron a ser comestibles más que para las aves, y durante otro periodo del año, observarlo reducido a un tallo.
El machete que mi madre pedía prestado a los vecinos cada vez debió ser más grande, pues a pesar de todas las ocasiones que el árbol había sido cortado, su tallo se había convertido en un tronco fuerte y grueso. De tal suerte que cada vez que la higuera era cortada se reponía y volvía a crecer y florecer con más fortaleza. Es tanto el poder que guarda ese árbol que si un día mi madre decidida quisiera arrancarlo de raíz se tendría que venir abajo toda la casa.
Fue alrededor de los doce años que ese árbol me dio una de las más grandes lecciones de mi vida, no importaba las veces que me viera reducido a una sustancia tan pequeña, siempre cabía la posibilidad de volver a florecer tan pronto llegara la primavera. Conforme fue pasando el tiempo, los machetazos fueron siendo cada vez más fuertes, sin embargo, y como la mayoría de ustedes queridos lectores ya lo saben, la vida no es una línea recta. Así que durante algunos años no vi flores ni hojas en mis ramas.
Uno de aquellos machetazos que logró penetrar mis raíces fue el viaje que emprendió mi padre en busca de su nirvana personal. Cuando entró al horno de cremación con encendedor en mano para fumar su último cigarrillo, lo esperé afuera viendo de frente la chimenea de donde se suponía debía salir solo humo, una sustancia inerte a lo que se reduce un árbol cuando muere. Todo lo aprendido anteriormente valía menos que basura, sin embargo, sucedió lo impensable, lo único que vi salir aquella mañana de esa chimenea fue una flota de aves, sólo eso, durante cinco minutos solo vi salir aves. En ese momento todo volvió a ser verde y el sol hasta la fecha ilumina el desierto que siempre nos rodea.
Ese día obtuve la segunda gran lección de la vida, los árboles también viven en las aves que alimentan. Y a pesar de las dificultades y machetazos que recibimos en el transcurso de la vida, nuestro tronco y raíces cada vez son más fuertes, aunque sin duda un día volaremos en forma de las aves que alimentamos. Por eso es importante siempre tener frutos disponibles.
Mi madre, la vida, sigue cortando su árbol, mientras yo me convierto en un árbol viejo y fuerte cada vez más difícil de cortar.
por Fabiola Garcia H. | Mar 15, 2021 | Marzo
Por Fabiola Hernández
Me asusta parecerme a mi padre en algo más que en la piel o en el cabello; mi piel, un disperso mapa que he llenado de cicatrices cuando la espuma de mi espejo no podía borrar el dolor; mi cabello, el contacto con las nubes que me gusta cortar por el placer de volver al suelo. Sin embargo, además de mi rostro femenino que en ocasiones repite una escena rilkeana y se queda entre mis manos, también porto, por mucho que me asuste, sangre densa que me impide hablar y me empuja hacia el subsuelo.
Ahí entonces brota mi voz: su aspereza masculina cubre de tierra mis ojos, y de pequeñas flores blancas los recuerdos de mi infancia.
Estas imágenes son la herencia de la sombra por la que estoy aquí, la sombra de mis padres. Tan luminosa como incurablemente oscura, femenina y masculina, una tumba sobre mi cuerpo vivo y una inocencia animal incansable.
Se podría decir que esta sombra no es completamente ni la presencia ni la ausencia de hechos, situaciones o vivencias en la realidad, sino quizá, parafraseando a Leonard Cohen, la materialización del mundo en la carne, es decir, en una cicatriz que llamamos ‘yo’. Y luego, una interrogación a lo invisible o la persecución eterna de una estación fantasma entre el ser y la nada.
En los últimos días he estado escuchando “Un hombre rubio” de Cristina Rosenvinge y me parece encontrarme con ella en un viaje hacia un lugar espectral y remoto, cuyo origen es la figura de nuestros padres y el destino, la renuncia a ella. El disco analiza el atavismo paternal, e incluso patriarcal, desde una visión integral, es decir, de la parte por el todo y viceversa; por ello la voz masculina y el nombre genérico del título, que me parece le dan un alcance muy profundo.
Con ello Cristina logra tocar un punto que solemos desterrar de nosotros porque quizá naturalmente tendemos hacia lo luminoso, hacia la seguridad y hacia lo concreto. Buscamos la tierra por las flores, pero no nos gusta ensuciarnos. No nos gusta saber que llegaremos a comprender a nuestros padres algún día; queremos con todo alejarnos si su presencia ha sido negativa en nuestras vidas.
Por eso digo que me asusta parecerme a mi padre en algo más que en lo físico aunque lo que tengo de él sea mucho más, cuestiones tan simples como mi inclinación hacia el silencio se han vuelto trascendentes y tan negativas como positivas. Precisamente este tránsito entre estados diferentes es lo que nos hace ser capaces de movernos y avanzar abarcando visiones distintas a la de un solo ‘yo’ y un tiempo rígido como una carretera.
Incluso la estructura del disco me hace pensar en que la propuesta de replantearse un orden distinto va mucho más allá del simple cambio de ciclos, pues crea un espacio similar al de un grabado de M.C. Escher, como una dislocación del mundo. La canción de inicio “La flor entre la vía” lo ejemplifica a la perfección, sí, un inicio desde el final, pero además desde abajo porque la flor que nace atraviesa la vía en un sentido distinto al de la naturaleza de ésta.
También creo que esa imagen es significativa por nuestra naturaleza terrenal que tiende hacia el cielo, no obstante estemos anclados al mundo por fuerzas intangibles. Mi cabello crece buscando el suelo y yo le impido alcanzarlo aunque con ello también me aleje de las nubes; afortunadamente por más que lo corte volverá a crecer y yo empezaré de cero cada vez que sea necesario.
Mi afán con todo esto es tan claro como una cortina de gasa, busco el estambre de la flor y su encuadre con el exterior; como Cristina, respeto el legado de renuncia de mi padre y sin embargo, quiero la plata de una lágrima que cae hacia arriba, tiempos y espacios circulares paralelos que atraviesen el concreto de mis tumbas y me hagan comenzar el viaje siempre, no importa cuantas veces lo repita, siendo la flor entre la vía.