Por Arturo Waldo

Escuché la tristeza de mi padre a través del teléfono. Posiblemente fue la primera vez que lo escuché así. Me contó que le dolía respirar y que llevaba varios días encerrado en su habitación. Me dijo que no me preocupara, sin embargo, cuando nos despedimos tuve la sensación de que el «adiós» era distinto. Cuatro horas más tarde lo hospitalizaron y diez días después falleció. Ha sido extraño desapegarme de escucharlo o verlo y aunque a veces tengo miedo y tristeza, también tengo la certeza de que ahora estamos más cerca que antes.

La renuncia al cuerpo, mente y emociones es, como lo dice Swami Satyananda, una renuncia que no resta. No es una resignación, sino una valiosa suma. La fusión con el Todo.

Me doy cuenta de que el desapego no es sencillo si no se practica constantemente.

Muchas veces he estado apegado a mis virtudes y defectos. He sido generoso, amable, envidioso, orgulloso y egoísta.

Desapegarme de mi personalidad implica perder la identidad que mi mente ha diseñado para mí, y expandir mi conciencia a una visión luminosa de la realidad.

La comprensión de que la paz sigue a la renuncia del «Yo» y que ninguna de las cosas que me rodean son mías, me instalan en una fragante paz, más allá de la felicidad o infelicidad y eso me permite vivir fuera de la inercia y la inconsciencia.

Los días, envueltos en la adversidad de los tiempos me han enfrentado a la muerte de mi padre; el dolor y la incertidumbre se manifestaron también, sin embargo, la convicción de saberme capaz de abrirme al amor y a la vida me mantiene sereno porque siempre hay una luz que me invita a florecer.