Por Diego R. Hernández

                                                                “La vida es eterna en cinco minutos”
Víctor Jara

Los higos negros siempre han sido uno de los frutos preferidos de mi madre, así que cuando tuvo la oportunidad de tener una porción de tierra en su patio no dudó en sembrar una rama de higuera que le habían obsequiado. Pasó un año, lo recuerdo bien, y el árbol se asentó de maravilla llegando a medir cerca de dos metros de altura. Fue al siguiente abril cuando los frutos comenzaron a llenar el aún pequeño árbol de higos, todos en la casa estuvimos felices comiendo lo que las aves nos dejaban pues tener alas siempre es una ventaja. La única persona que no estuvo satisfecha fue mi madre; los higos, aunque de buen tamaño y en su mayoría dulces, eran verdes.

En época de cosecha, por las mañanas, mi madre salía al patio y seleccionaba un higo para cortarlo y después comerlo lentamente durante cinco minutos al sol, que siempre le da vida al desierto que nos rodea. Lo disfrutaba viéndolo con ganas de desaparecerlo, mientras comía el fruto pensaba en la manera de arrancar de tajo esa condenada higuera que no daba higos negros. Desde entonces comenzó una relación de amor y odio entre mi madre y aquel árbol.

En más de una ocasión la descubrí con machete en mano a punto de cometer su crimen, era difícil hacerle entender que los árboles crecen hacia abajo la misma distancia que lo hacen hacia arriba, por lo que cortarlo de raíz resultaba una tarea casi imposible. Después de una discusión y de mis argumentos filosóficos de la vida de los árboles y otros chorizos bizantinos, mi madre se defendía diciendo que solo le iba a cortar las ramas que ya estaban muy largas con el fin de que creciera más bonito para la siguiente temporada.

Fueron muchos años en que la higuera no floreció y cuyos frutos solo fueron un bonito recuerdo. Las aves dejaron de rodear el patio de la casa y mi madre que no tenía higos negros ahora también se había quedado sin verdes. Era como si la higuera le diera un mensaje contundente a mi madre: si tú me sigues cortando yo no te volveré a dar higos y mucho menos negros. Al pasar del tiempo la higuera fue floreciendo cada vez más y se volvió costumbre verlo durante una época rebosando de grandes hojas y pequeños higos que nunca volvieron a ser comestibles más que para las aves, y durante otro periodo del año, observarlo reducido a un tallo.

El machete que mi madre pedía prestado a los vecinos cada vez debió ser más grande, pues a pesar de todas las ocasiones que el árbol había sido cortado, su tallo se había convertido en un tronco fuerte y grueso. De tal suerte que cada vez que la higuera era cortada se reponía y volvía a crecer y florecer con más fortaleza. Es tanto el poder que guarda ese árbol que si un día mi madre decidida quisiera arrancarlo de raíz se tendría que venir abajo toda la casa.

Fue alrededor de los doce años que ese árbol me dio una de las más grandes lecciones de mi vida, no importaba las veces que me viera reducido a una sustancia tan pequeña, siempre cabía la posibilidad de volver a florecer tan pronto llegara la primavera. Conforme fue pasando el tiempo, los machetazos fueron siendo cada vez más fuertes, sin embargo, y como la mayoría de ustedes queridos lectores ya lo saben, la vida no es una línea recta. Así que durante algunos años no vi flores ni hojas en mis ramas.

Uno de aquellos machetazos que logró penetrar mis raíces fue el viaje que emprendió mi padre en busca de su nirvana personal. Cuando entró al horno de cremación con encendedor en mano para fumar su último cigarrillo, lo esperé afuera viendo de frente la chimenea de donde se suponía debía salir solo humo, una sustancia inerte a lo que se reduce un árbol cuando muere. Todo lo aprendido anteriormente valía menos que basura, sin embargo, sucedió lo impensable, lo único que vi salir aquella mañana de esa chimenea fue una flota de aves, sólo eso, durante cinco minutos solo vi salir aves. En ese momento todo volvió a ser verde y el sol hasta la fecha ilumina el desierto que siempre nos rodea.

Ese día obtuve la segunda gran lección de la vida, los árboles también viven en las aves que alimentan. Y a pesar de las dificultades y machetazos que recibimos en el transcurso de la vida, nuestro tronco y raíces cada vez son más fuertes, aunque sin duda un día volaremos en forma de las aves que alimentamos. Por eso es importante siempre tener frutos disponibles.

Mi madre, la vida, sigue cortando su árbol, mientras yo me convierto en un árbol viejo y fuerte cada vez más difícil de cortar.