Por Armando Vera Pizaña

En algunas comunidades originarias se acostumbraba incinerar las pertenencias del difunto, los objetos que usaban cotidianamente, las prendas que vestían y, en ciertos casos, los espacios en los que moraban en vida. Entre los Wari’ del amazonas brasileño esta práctica de eliminación de las pertenencias era complementaria a un acto de canibalismo mortuorio, sujeto a varias interdicciones consanguíneas: cortaban el cuerpo en pedazos, sus órganos internos eran envueltos, la carne cocinada y luego los restos eran consumidos por parientes extendidos y otros miembros de la comunidad (Conklin, 2001). Se trataba de un acto de compasión y convicción; en esencia, una obligación moral que debía llevarse a cabo tan pronto fuera posible, a pesar del asco que provocaba en los participantes, pues estaba motivado, en última instancia, en la creencia de que dejar algún resto del difunto implicaría dejar en libertad una serie de fuerzas y poderes amenazantes deambulando sin control.

Fuertemente arraigado en la creencia de que cualquier resto del difunto implicaría su retorno aungustiante, tanto para los miembros de la comunidad como para el mismo muerto, todo rastro era aniquilado por completo. Para una mirada moldeada en la perspectiva occidental, este acto ritual puede parecer extraño e incluso problemático —más allá de los medios empleados para ello—, debido a esas aparentes ansias por olvidarse del difunto, hacerlo desaparecer por completo y a la brevedad. A diferencia de aquellas comunidades donde prima un sentido de colectividad por el que suele obviarse la idea del individuo (o este aparece parcialmente despersonalizado de sí mismo), las sociedades contemporáneas priman por la individualidad y por preservarla incluso más allá del deceso, tanto el propio como el de los otros.

Los muertos dejan tras de sí una serie de objetos diversos: prendas, artefactos, fotografías, registros sonoros, documentos de todo tipo, propiedades; por su parte los vivos resguardaran para sí parte de estos materiales debido al valor emocional con el que los han imantado. Los objetos preservan la memoria del muerto, le dan vida, ayudan a evocarlo, patentan su existencia como seres individuales que llegaron a existir. Así, por ejemplo, el uso tardío de la fotografía postmortem en estos tiempos, en lugar de presentarse como una práctica rodeada de morbo, constituye un soporte para el proceso del duelo: si bien se trata de un recordatorio doloroso del difunto, también patenta la defunción, perseverancia de la realidad de la muerte y la pérdida del otro; a pesar del poder del vínculo, perdura la desaparición física. Estas fotos —como otros objetos afectivamente valiosos— no dejan de evocar la figura del otro, afianzan su memoria y el retorno a su figura, al decir de Morcate (2013, p. 35): “el valor de reliquia que obtiene este documento no reside necesariamente en ser observado sino en ser atesorado. Adquiere un valor emocional”.

En gran medida ese carácter de reliquia está dado por el acontecimiento que supone su existencia como objeto atesorable, “elisión en el tiempo” como advierte Baudrillar al comparar los objetos antiguos con los objetos funcionales diseñados en la década de 1960: “El objeto funcional es eficaz, el objeto mitológico es consumado. Ese acontecimiento consumado al cual significa es el nacimiento […] El objeto antiguo se nos da como mito de origen” (1969, p. 86). Mientras los objetos convencionales que adornan el interior de los hogares se encuentran dotados de un carácter práctico, éste suele agotarse en su misma practicidad, “aseguran, dice el autor, más o menos bien el entorno en el espacio, no aseguran el entorno en el tiempo” (Baudrillar, 1969, p. 86). El objeto con valor de reliquia remite y evoca ese momento en la historia grupal o en la biografía personal, sustenta un hecho y permite la posibilidad de retornar a él; en este sentido, documentos, registros, fotografías, muebles, juguetes, cuadros, regalos pueden resguardar en sí mismos un carácter temporal cuyo significado no deja, sin embargo, de ser volátil.

Si bien atesorables, habría que cuestionarse sobre su fragilidad no sólo en un sentido material, sino también, y sobretodo, en la forma en que evocan los recuerdos o, mejor dicho, en la forma en que nosotros mismos retornamos a ellos. Ya en La poética de la ensoñación Bachelard advertía:

[…] el pasado no es estable, no vuelve a la memoria ni con los mismos rasgos ni con la misma luz. No bien captamos el pasado dentro de una red de valores humanos, en los valores de intimidad de un ser que no olvida, aparece con el doble poder del espíritu que recuerda y del alma que se alimenta de su fidelidad. Alma y espíritu no tienen la misma memoria (1982, p. 158).

Con referencia a la memoria, el fenomenológo señala la capacidad de la poética para hacer revivir el pasado, recrearlo. No hay, pues, en este proceso de ensoñación una memoria única; la percepción de un mismo acontecimiento no se ve determinada por siempre, en cambio “imaginación y memoria rivalizan para darnos las imágenes que tienen de nuestra vida” (Bachelard, 1982, p. 159).

Los objetos que resguardan la memoria pueden resultar dañados, cambiar y desgastarse, pueden perderse por años y luego retornar a las manos de sus propietarios y no por ello dejan de ser portadores de recuerdos e historias. En este sentido, no dejan de estar vinculados a ellos. Sin embargo, la fragilidad radica en torno a la forma en que el sujeto se relaciona con el objeto, cómo cambia su perspectiva afectiva en torno a él si los recuerdos que evoca cambian de sentido debido a una metamorfosis sufrida por el sujeto, y es posible que estos mismos objetos sufran una metamorfosis en su simbolismo: los recuerdos portados y almacenados por el objeto pueden verse modificados por las movilizaciones afectivas del sujeto.

En cuanto a la memoria colectiva, en primera instancia podría parecer más estática por estar sujeta a una serie de procesos de transmisión grupal y de reproducción constante de los intercambios sociales que permiten que imágenes, representaciones, ideas, conceptos y recuerdos se resguarden el tiempo, sin embargo, ésta se encuentra supeditada a una serie de tensiones sociales interiores o exteriores al colectivo que la sostiene, a cambios sociales que la modifican o erradican parte de ella. En la década de 1960 el gobierno de Brasil, apoyado por un grupo de misioneros evangelistas, entró al territorio de los Wari’ con el fin de convertirlos al cristianismo. Consecuencia de este contacto fue la transmisión de una serie de enfermedades entre la población originaria: la malaria, la influenza y el sarampión devastaron a la población local, al punto de que tres de cada cinco perecieron. Para sobrevivir y obtener alimentos y medicamentos por parte del gobierno brasileño, los Wari’ se vieron obligados a abandonar sus prácticas funerarias muy a pesar de sus propias creencias y expectativas respecto a la muerte (Conklin, 2001). La pérdida del rito colectivo supone un cortociruito simbólico, una carencia en los modos de accionar, de asumir y de entender el mundo.

Si bien imateriales, este tipo de pérdidas patrimoniales se presentan como un problema cada vez mayor en la actualidad. El trabajo de documentación de estos rituales, de las prácticas culturales y del propio lenguaje de una sociedad permite la preservación de la memoria de comunidades como las de los Wari’, es decir, a través de la materialización de la cultura por medio de objetos diversos como registros sonoros, medios audiovisuales, archivos fotográficos, entre muchos otros. Sin embargo, esta labor sería infructífera si por un lado, como ocurrió en el amazonas, instituciones y gobiernos activamente buscan suprimir esas prácticas y si, por otra parte, no hay una implicación de las poblaciones indígenas en este proceso de resguardo de la memoria colectiva, tal como advierten Rodríguez Reséndiz, Ríos Ortega, Augusto Ramírez y Marchand (2016) al respecto de la importancia de la digitalización de la herencia sonora y audiovisual de los pueblos como el de los raramuris en México.

Referencias 

Bachelard, G. (1982). La poética de la ensoñación. Fondo de Cultura Económica.

Baudrillard, J. (1969). El sistema de los objetos. Siglo XX.

Conklin, B. A. (2001). Consuming Grief. Compassionate Cannibalism in an Amazonian Society. University of Texas Press.

Morcate, M. (2013). “Duelo y fotografía post-mortem. Contradicciones de una práctica vigente en el siglo XXI». En Ander Gondra Aguirre y Gorka López de Munain, Imagen y muerte. Barcelona: Sans Soleil, pp. 25- 45.

Rodríguez Reséndiz, P., Ríos Ortega J., Augusto Ramírez C. y Marchand S. (2016). Born digital records of mexican indigenous people: A proposal to preserve sound and audiovisual documents of Raramuri´s culture.