por Damian Damian | Feb 2, 2022 | Febrero 2022, Narrativa
Por Damián Damián
Pude decirle adiós de muchas maneras: canciones, poemas, fotografías, cuentos, obsequios, cartas, chats, manualidades, sexo, lágrimas, risas, caricias y etcétera, si olvidé otras más.
Si lo tomó como un buen gesto —de despedida— ya quedará en ella. De mi parte solo fueron “adiós de amor”. Me lo dijo y se lo dije y así fue, pues, en todo caso, verdad o no, fueron sus palabras.
Me fui de su vida, porque así me lo pidió.
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Están de más las circunstancias: muchas buenas y otras malas, pero vaya que no es fácil. Son de las despedidas más dolorosas a las que el ser humano, a pesar de estar acostumbrado siempre diciéndole a todo el mundo: adiós, hasta pronto, hasta luego, cuídate, nos vemos, me voy, estamos en contacto o solo dejarlas en visto en las redes sociales.
Pero ¿por qué es difícil? Simple.
Hay amor. O cualquier otro sentimiento de pertenecer que ya no va existir. Ese sentimiento que creó sueños, ilusiones e incluso planes de vida ahora serán serán serán y nada a su debido tiempo.
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Siempre hay que tener un especial cuidado al despedirnos de los seres que amamos porque, para bien o para mal, algún día puede que ya no estén a nuestro lado. Clásico.
Esto es, entonces, disfrutar solo el momento, pues nadie tiene el mañana asegurado. Clásico: vintage.
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Sin embargo, entre ella y yo, estoy seguro, nos despedimos amándonos. Es mucho mejor que decirse adiós de dientes para afuera, como dicen, o a la mala, como es que sucede en algunos casos.
Si en algún momento ella lee estas palabras me gustaría a mí que pudiéramos volvernos a ver y aclarar todos los inconvenientes que en estos momentos nos separaron. Pues no está demás, como hombres, ver nuestros errores reflejados en los ojos de una mujer, así
Como nuestros aciertos, porque uno siempre se despide dejando cuentas pendientes, asuntos sin resolver y demás contratiempos.
Curioso es que para cuando se publique esta misiva hubiésemos cumplido un año de relación, pendiente al que nos faltaba solo un mes.
Por consiguiente, mis sentimientos de pérdida son frescos, pululan tristeza todavía, y a pesar de la resignación a la que estoy sumamente amordazado, el vacío ya me pudre.
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El aroma de mis besos apesta. La esencia de mis sueños ciega. No se ve nada, todo me sabe a simple. Vuelo al olvido y aterrizo en el recuerdo de un madero en forma de banquillo de ningún lugar. Huelo a plantas marchitas a las orillas de un cajón.
Comprendo que estoy lleno de ti, y eso casi derrama lástima. Soy un hombre en la memoria y la memoria de un cuerpo. Y si la imaginación tiene colores y puntos guías ¿dónde están los trazos?
La emoción habita en los sentidos y la enjundia del corazón es huésped, otra vez, otra más. Pero por qué seremos tan insensatos: los sentidos, el sentimiento y el sentir son cosas tan diferentes y nos aferramos a meterlas a una pequeña botellita de cristal y agitarlas.
Esto escrito es dolor de partida con los puntos necesarios para entenderlo.
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Cuando aún vivía en aquellos tiempos, fui a ver cómo trabajaba. Su departamento era muy pequeño considerando el tamaño de sus ideas. La recámara donde trabajaba era blanca, con una puerta pequeña y sin ventanas. La mujer era muda y desconcentrada, sumisa, fría, con fugas entre las pestañas.
Su tintero, un lagrimal raro, se parecía a un puño. Y cada palabra o frase que escribía se soltaba al llanto colérico e incontenible de tener o no, de sentir o no, el peso de los dedos.
Cuando terminaba el verso se sentaba a platicarme sus penas, con sus sucios dientes y mí apestosa boca. Y así nos besábamos, siempre entre whisky y mediodía. Entre: seco, caluroso y, sobre todo, de módico precio.
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Cuando murió, lo primero que hice fue darle el pésame a su máquina de escribir. Ahí estaba. Y qué por alguna extraña razón ya tenía poco menos de la mitad de las teclas.
Cuando me presenté al velorio y me asomé al ataúd, observé en ese hermoso y siempre pálido rostro, algunas de las teclas dentro de la boca. No comprendí aquella extraña situación, pero supuse que ella tenía que reclamarle pendientes a la muerte. Y como en el purgatorio, se pierde la voz temporalmente, porque solo se gime angustia, dolor y placer, ella le iba a escupir las teclas, letra por letra, en la cara.
Lo comprensible de estar en una casa sin nadie es sentir el espacio entre el interior. Hasta se siente alejado uno del ruido que se escucha susurrar a los entrepaños contando nuestra propia historia.
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Llevo varios días sin dormir. Al cerrar los ojos, perturbado, una melancolía recorre mi cuerpo. No he logrado descansar. Su impresentable me abruma.
Cuando aún vivía yo también, y su mujer de paso, lo peor del asunto, el sufrimiento que me causaron: yo contaba su historia. La hacía mía y no viento, que es de quien se supone es.
Y con todo respeto, que a esta nostalgia se la lleve la chingada.
por Damian Damian | Ene 3, 2022 | Enero 2022
Por Mr. Saddy | Damián Damián
Hace un par de días, buscando entre mis lecturas habituales un desahogo emocional que me provocó la partida de una mujer que, como dicen, de cuyo nombre no quiero acordarme por la tristeza absorta que recrudece mis días, encontré en un libro de microrrelatos, una narración que va muy ad hoc con la temática del mes: Trastornos. En el siguiente relato que les proporcionaré (porque es elemental conocer el fruto mismo) para su deleite como lectores pertinaces, se evidencia la sutileza de una realidad distorsionada y frágil ante la supuesta normalidad con la que viven, a percepción común, las personas con algún tipo de trastorno, que si bien tomo un ejemplo de muchos, estos padecimientos los acompañan toda su vida a contravoluntad y los hacen navegar de una realidad a otra como si de aguas se tratara, pues a la menor provocación pasan de un temple cotidiano a maremotos inexplicables para cualquiera que desconozca estas patologías.
En Conversaciones con mi hermano, Rogelio Guedea nos narra una de sus reflexiones cotidianas a modo de diálogo, tintada filosófica, pero sin dejar de ser tan humana que, sin duda, nadie está exento de padecer un trastorno de algún tipo, pues su surgimiento es respuesta de un daño con diferentes orígenes, pero sin secuelas notorias que embrionan y explotan como volcán al movimiento de las entrañas de nuestro ser bajo circunstancias que afligen al cuerpo y la mente. Esta pequeña narración, con la que empaticé mi sentir, remarca que vivir con un trastorno, más que un problema corpus mentis, es una alternativa muy amplia del manejo de la vida, tanto así como carecer de un pie, un ojo, una mano, tener un corazón doliente, etcétera, haciendo hincapié en el hecho de que, por más obstáculos que nos presenta la vida, caminos hay, sobran, pero voluntades faltan, carecen, sin darnos cuenta que están ahí.
La otra noche hablaba con mi hermano sobre una crisis que tuve de ansiedad, pues padezco desde niño el trastorno obsesivo-compulsivo, aunque a mí me gusta más llamarlo trastorno de la sensibilidad, porque es de la sensibilidad de lo que se trata este asunto. Le contaba, en términos generales, cómo empiezan las crisis cómo se desarrollan y cómo terminan, periodo durante el cual se mastican piedras y se come escombro, aunque también se ama más al mundo, a la gente que lo habita y a sus alrededores. El común de la gente no sabe lo que es una crisis real de ansiedad, mucho menos una obsesiva-compulsiva. La gente normal suele creer que una crisis de ansiedad es sentirse muy preocupado durante un periodo considerable de tiempo y ser obsesivo-compulsivo es una cosa que se puede ir presumiendo por la vida, diciendo con orgullo: yo soy obsesivo-compulsivo, por eso no me estoy quieto nunca, hago esto y lo otro y, cuando me propongo algo, me obsesiono y lo consigo, porque soy un obsesivo-compulsivo. El que se jacta de ser un obsesivo-compulsivo y no ha sentido que pierde la cabeza, y que se le va la realidad de las manos, y que incluso se siente ajeno a sí mismo, con angustias de muerte que lo dejan pasmado y con lo ojos desorbitados en mitad de la calle, entonces no padece el trastorno. Mal hago en explicarlo porque nadie podría entenderlo si no lo ha vivido, esa es la verdad. No se puede doler uno con el dolor de otro, nunca, ni experimentarlo de oídas. El que realmente lo padece, sin embargo, sabrá de lo que estoy hablando y seguramente me escribirá para decirme que le ha ayudado mucho esto que he escrito, sobre todo porque lo he padecido desde niño, y si estoy vivo quiere decir que esas ideas de inminente muerte o locura son señales falsas que nos manda la cabeza, aunque en cada nueva crisis uno crea en realidad que será la definitiva. Esto le explicaba a mí hermano poco antes de que el me diera, refiriéndose al trastorno, un ejemplo que me gustó. Me comparó con un automóvil de Fórmula 1, de esos que uno ve en la carreras de anchas autopistas dando una y otra vuelta a gran velocidad. Los que somos obsesivos-compulsivos damos esa impresión: que somos automóviles Fórmula 1 im-parables, que hacemos grandes recorridos (trabajamos o escribimos, como es mi caso) con una fuerza indoblegable y que, sobre todo, no nos cansamos nunca. Sin embargo, me decía mi hermano, aún cuando tengas esa potente máquina, llega un momento en que tendrás que detenerte cambiar llantas, revisar pistones, aceitar válvulas, etcétera, porque de otra manera reventaría. Incluso —seguía mi hermano— el chófer (o yo) necesita de un copiloto para avanzar sin el temor del perder el rumbo o volcarse a ras de carretera. El ejemplo de mi hermano me gustó porque, efectivamente, los obsesivos-compulsivos somos automóviles Fórmula 1; el problema es que aunque sabemos —estamos conscientes— que no somos invulnerables, y que incluso necesitamos un copiloto, mecánicos especialistas, etcétera, nunca podemos parar hasta que la máquina truena, y ya cualquier señal previa (si la hubo) se hace inútil. Esa es la única diferencia con los automóviles Fórmula 1: que ellos tienen sistemas de alerta (rojo para combustible, naranja para frenos, blanco para llantas), mientras que los obsesivos-compulsivos no. Nuestro tablero es austero, tan austero que no nos muestra la velocidad a la que vamos, de ahí que siempre terminemos —como ha sido mi caso— estampados en el muro de contención.
Siendo el caso anterior, y como decía al principio, husmeando y buscando entre la lectura como ratón sin salida ante la inminente sensación de muerte un desahogo emocional ocasionado por una mujer, ahora sí, de cuyo nombre hoy más que nunca debo acordarme, concluyó que, vivir con algún tipo de trastorno, sea cual fuere, lejos de ser un problema, es una forma un tanto irreconocible de valerse, más no imposible. El autor de Historias Familiares, nos da una panorámica de aquellos que sufrimos de estas condiciones anímicas, teniendo que adecuarnos a contener dichas fricciones entre realidades que, mientras nos perturban, nos alumbran una nueva dinámica e interpretación de ver la vida. Estas patologías nos otorgan y viceversa capacidades del pensamiento, para quienes lo vemos así, una profunda respuesta ante la incomprensible sociedad que, podría asegurar, vive enferma, de un trastorno inalterable y evolutivo llamado: transición (cuando menos, para no generalizar, en nuestro país) cultural. Sin más preámbulos, les aclaro que esto no es una promoción de dicho escritor, pero considero esto es una invitación a leerle, pues es basta y llena de criterio su lectura.
Les deseo a todos un excelente comienzo de año, que todos sus sueños, fantasías e ilusiones sean, lejos de una realidad a largo plazo un tanto inalcanzables, un cúmulo de expresiones cortas que nunca nos permitan detenernos.