por Redacción | Feb 23, 2021 | Febrero
Por Alberto Estrada
Nunca había entendido a Alberto, siempre que trataba de hablarle y explicarle algo, sólo me decía: «bichito, bichito», me rascaba con enjundia la espalda y la panza, y después de un momento se iba. Nunca sabía el porqué de mis maullidos hacia él y eso me desesperaba. Poco a poco me iba cansando de gritar «miaus» sin respuesta.
Él no estaba la mayor parte del tiempo en casa, según él salía a trabajar, o algo similar, y cuando no lo hacía paseaba con su novia o se iba de fiesta con sus amigos. De manera personal, debo decir que me gusta cuando se ausenta, pues toda la casa es para mí. ¿Y cómo no? Si yo siempre he sido el rey de este pequeño lugar.
Un día me encontraba jugando muy contento en el balcón de la casa, mi bola de estambre era fantástica para entretenerse por largo tiempo, de manera súbita escuché mucho ruido que provenía de una de las habitaciones de a lado, di un salto y me asomé. Vi una criatura hecha por los mismos dioses gatunos, era una hermosa British Shorthair, sin pensarlo demasiado le dije: «hola», pero ella me ignoró, así que regresé a jugar con mi bola de estambre, igual de entretenido como en un principio, sólo que con menos ánimo.
Los días pasaron, y desde que la conocí no hubo tarde donde no saliera a saludarla. Ella me contestó finalmente, y todo se amoldó de manera veloz, que cuando menos se dio cuenta ya era mi novia. Se llamaba Samanta, y después de conocerla de manera profunda llegué a la conclusión de que era muy divertida. La comencé a invitar a mi casa, pasábamos mucho tiempo juntos. Cierto día llegó mi incómodo roomie, y vio cuando me abrazaba de ella, se puso como loco y el muy infeliz la corrió a gritos, me molesté tanto que le lancé varios arañazos en sus flacas piernas y sólo después de eso se calmó.
No entiendo por qué se puso así, varios días atrás le había comentado que estaba en una romántica relación con la vecina y que planeaba invitarla a casa para jugar con mi bola de estambre, pero como acostumbraba, él no me hacía caso, sólo rascaba mi espalda o mi pancita.
No sé qué es lo que hará cuando se entere que voy a ser papá, y que Samanta y yo hemos planeado vivir aquí, pues al parecer su acompañante es peor que el mío, sólo espero que no haga lo de siempre, rascar mi estomaguito.
por Redacción | Feb 23, 2021 | Febrero
Por Aquiles Cuervo
Son de Madeira
revoltijos,
son acertijos falsos.
Sombras no chinas en la noche,
habladurías de cabaré.
Se busca en el amor:
Amanecer en el valle del Sinú
pero son falsas entregas.
Errabundas,
tremebundas
palabras.
Vienen de la trastienda del almacén, viejo almacén,
último refugio de tangos desiertos.
Pensaba en un son prestado, desatado hacia vos.
La sensación de deambular en tu cuerpo:
Amores ciegos,
perversiones de amanecer.
Letras gastadas no resuenan,
los estribillos se traspapelan.
Y se suspira en vano.
por Redacción | Feb 23, 2021 | Febrero
Por Alejandro Niz
por Redacción | Feb 22, 2021 | Febrero
Por Juan Martin Paris
A último momento casi me cancelás la cita, pero final y felizmente, pudimos encontrarnos; tal como habíamos acordado, un martes por la noche, en la esquina convenida y a la hora exacta. En el medio de mi sueño…
Cuando te vi esperando a lo lejos, querida María, sonreí y me devolviste la sonrisa. Estabas hermosa, fresca. No sé por qué razón te recriminé que no llevaras barbijo. Podría en cambio haberte elogiado el nuevo vestido o tu corte de pelo. Pero no…
Al acercarme advertí un gesto de preocupación en tu rostro. Cuando te iba a besar me hiciste señas de que guardara silencio.
—¡Cállate! Si haces ruido nos descubren— me dijiste susurrando—. Ya sabes que nadie nos puede ver juntos… y mucho menos tu esposa. Sería muy, muy difícil explicarle lo nuestro… y mucho más difícil que lo entendiera.
La misma advertencia de siempre. Abrazándote te di un beso. Fue en ese momento que te dije lo del barbijo. De inmediato me di cuenta de lo estúpido de mi comentario, pero no me prestaste demasiada atención, continuaste con tu discurso.
—Prometéme que si nos descubren te despertás— continuaste hablando nerviosa en voz baja—. Me lo tenés que prometer. Por ningún motivo deben vernos a los dos juntos. ¡Te despertás!
— Pero… con lo que me costó encontrarte. Años buscándote…
De muy mal humor me desperté para ir al baño. Maldita vejiga. Cosas de viejo.
A mi lado durmiendo estaba María. Idéntica a la de mi sueño, idéntico el cuerpo, idéntico rostro, ninguna diferencia exterior, salvo que era real. La verdadera, de carne y hueso. ¿Realmente la verdadera? Sí, con más de veinte años de matrimonio, con sacrificios, historias y recuerdos de todo tipo. Y acostumbrada a lidiar con mis mañas.
Sin embargo, la mente es caprichosa y no siempre agradecida con quien debiera, y mientras caminaba hacia el baño, pensaba que la idea de María era aún más seductora que María misma.
En definitiva, una mujer real no es competencia para un ideal, que construimos a imagen y semejanza de nuestros deseos, con pequeños trozos de sueños.
por Damian Damian | Feb 22, 2021 | Febrero
Por Damián Damián
Conocerte, Magali, fue maravilloso. Nuestro encuentro fue tan simple: el rocío sobre una flor. Fenómeno vital en el que tú, por supuesto, eras mi girasol, aunque preferías las rosas rojas. Y entonces tenía que regresar casi corriendo a la florería, cambiar los girasoles y pedir rosas. Morena, resplandeciente al calor de mi cuerpo. Cabello rojizo y negro, cálido a la luz del día. Y esos ojitos marrón, que al encuentro de los míos eran el reflejo del sol en la inmensidad del mar a medio atardecer.
Me gusta el heavy metal y, como buen metalero, romántico empedernido. Ella, ante su naturaleza de ave, domesticada por llevar una vida ruda y rústica entre los barrotes de su propio pensamiento, gusta de la música latina, como si se tratase de una condición de clase, que no es tan descabellado pensarlo. Esa música es de la nueva moda, donde las palabras, pedestres sólo se limitan a la cosificación del cuerpo. Y no pienso que un género musical esté sobre otro, como si se tratara de grados académicos o escalones. Pero la crudeza del rock en realidad es un cósmico e intelectual romance que pocos pueden apreciar por su estruendo que, para muchos, es difícil soportar. Y sobra imaginar nuestros outfit. Yo a oscuras, por la noche y ella claro de luna al amanecer. Sí, muy diferentes, los colores y las mentes. Pues las brechas idílicas, el ramerío de ideas, por supuesto, entre nosotros, eran abismales. Algo había que, el amor supongo, por nuestra naturaleza encrucijada, nos mantenía juntos.
Y es que definir, precisar o esclarecer al amor es complejo. Por mucho tiempo nadie ha podido darle conjetura a su entrañable abstracción. No hay ciencia o materia que domine la latencia humana entre dos seres que, a carne viva, se aman. Y en ese punto es en donde comenzó mi pequeña reflexión, por decirlo así, entre mis hábitos y sus descuidos que conservaron ese pequeño momento que sospechaba, por nuestra naturaleza, repito, terminaría.
Considero fuertemente que las claves para un amor duradero son una inversión equitativa (como en la economía) de honestidad, confianza, respeto y aceptación. Conceptos que comúnmente se siguen en el canon tradicional del amor en pareja, pero que confundimos, y yo no los consideré tampoco. Se olvidan con la turbulenta pasión romántica. Sin embargo, señores lectores, de los errores uno aprende, no a solucionarlos exactamente, pero sí a no repetirlos.
Las personas tenemos muchos conflictos por llevar a cabo tan sencillas claves, como decía. Primero, porque dada la naturaleza egoísta del ser humano de satisfacer primero su bienestar ante la presencia del otro, olvidamos que una relación de pareja es de dos. Y Magali y yo no entendimos nuestras direcciones opuestas. Sin pensarlas, no las consensuamos. Ella no pensaba en dos y yo lo hacía en exceso. Por ejemplo, yo tomo café con crema y sin azúcar, ella lo toma con tres o cuatro cucharadas de azúcar, dependiendo de con qué pie se levantara en la mañana. Yo le reprochaba que sabía horrible el café azucarado. Ella lo mismo, decía que sin azúcar le era muy amargo, muy triste. Y en ese vaivén del café mañanero o nochiciense se daba honestidad, pero no una aceptación. No entendimos que en gustos se rompe el género. Y que de una diferencia tan simple, como es que en realidad lo son todas, nace un acuerdo. Pues no es lo amargo ni lo dulce, no son los extremos, sino siempre llegar a un acuerdo constructivo, que pocas veces se dio.
Siempre le pedí lo que según yo le ofrecía, siempre le pedí honestidad. Sin embargo, su manera tan engreída de autoprotección emocional (al que muchos llaman orgullo) y su inestabilidad ante la resolución de problemas le dificultaba comunicarse conmigo con claridad. Mentía y yo lo sabía. Y el primer canal para tener una buena honestidad es una comunicación clara. Porque es entendible que, si bien las huellas malas de experiencias pasadas hieren el corazón, la honestidad entre dos personas permite acariciar en muchos casos a la razón, darle mayor sensatez al criterio y poder elegir con el corazón. Claramente tampoco lo entendimos. Yo era poco paciente y le reprochaba en cada momento su impuntualidad al pensamiento. Y ella no estaba dispuesta a cambiar algo que, pienso a veces, consideraba una imposición mía. Yo no entendía y no aceptaba que esa era su naturaleza y mi deber no era transformarla: era comprenderla. Si de su parte hizo algo, no lo sentí más que en la forma en que nuestros labios se entrelazaban para gestar con ello la latencia de nuestro amor. Y eso me daba endereza para seguir con ella.
Siempre le pedí confianza. Le decía: si necesitas algo pídeme ayuda. Si necesitas decirme algo, hazlo. No importa cuánto duela. Si en alguien tienes que recargarte para lograr tus objetivos, metas y demás eufemismos, soy yo el bueno. Pero eso en realidad no era confianza, ni tan de cerca. Eso era apoyo. Y la seguridad que en cada uno debió fortalecer nuestra relación y cobijarnos con confianza no se dio. La hubo, pero efímera, en un principio. Y es que entre decirnos y no decirnos hubo omisiones, que es mucho peor que quedarse callado. Ella, por una parte, aterrorizada por un exesposo incapaz de dejarla tranquila, manipulador, chantajista y voluble, desconfiaba de la firmeza que mi mano y la suya, abrazadas al caminar, podían soportar. Y yo, como es de esperarse, recriminaba la distancia que entre los dos se daba por sus miedos e inseguridades. Ella por esconderme y yo por no comprender el amor que me tenía en aquel momento, porque a pesar de todo, estábamos ahí.
Siempre le pedí respeto. Y me refería estrictamente al respeto de los cuerpos y sus actos. Porque esta novatada del open mine es una irreverencia, un pendejismo al pensamiento dentro de los modos tradicionales de las relaciones. Y llega un punto en que la relación necesita estabilidad emocional. De cama en cama no se llega a Roma, pero sí de mano en mano, de pie en pie. El respeto da no sólo fidelidad. Da lealtad, que es aún más importante. Porque juntos, ella y yo, éramos uno mismo, el mismo ojo, la misma boca, una extremidad de su cuerpo naciendo entre mi pecho y viceversa. El respeto forma parte de una aceptación que, en comparación con la tolerancia, sólo evidencia las diferencias que marcan las personas con sus hábitos. Desde el levantarse por la mañana con el mal aliento por cigarrillos, hasta no llevarse por el deseo y la libido por otro cuerpo ajeno a la relación.
El respeto no es tolerante, es comprender y aceptar las decisiones del otro sin obligación de soportar irresponsabilidades porque, de antemano, hay honestidad y confianza. Y Magali y yo tampoco atendimos este eje. La promiscuidad en nuestros actos envenenó toda nuestra relación. Cada vez que nos dábamos la espalda nos apuñalábamos con omisiones de nuestro pasado que, si bien no son mentiras, repito, son negligencias que fracturaron poco a poco la confianza, la honestidad y la entereza del apoyo que pudimos tenernos. No necesitas acostarte con otra u otro para engañar a alguien. El engaño es a uno mismo cuando no hay claridad en lo que se quiere y se ofrece al otro.
Siempre le pedí aceptación. Pero incluso yo mismo confundía el término. Ambos, ella y yo, en nuestro encuentro de dos mundos que sencillamente, por carecer de aceptación, colisionaron. Discutíamos constantemente por cuándo vivir juntos y cuándo no hacerlo. Planeamos una vida juntos que, en realidad, fue una fantasía que me terminó rajando en dos, puesto que nuestras necesidades nunca fueron aceptadas entre ambos. La aceptación es la voluntad de entender las diferencias entre una y otra persona sin cuestionarlas, pero que con un reflexivo acto de conciencia podemos apoyarlas permisiblemente.
Aceptar al otro es comprender que no podemos mantenerlos a lado nuestro, cortarles las alas o las aletas. Y, así mismo, al final de nuestra relación yo entendí que Magali tenía el deseo de conservar a su familia. Me decía que su exesposo había cambiado, que ya era otro. Yo por mi parte sólo me entristecía al saber que se sostenía de ilusiones recreadas por el amor que le tenía al padre de su hija, a pesar de ser un guiñapo, un pobre diablo. Además, también importante, quería darle el placer a su hija de tener una familia normal. Y a pesar de que sus intenciones no eran malas, no son, a parecer mío, más que una arbitrariedad, una falta de elocuencia. Esto es, regresar con alguien que le jodió la vida para reanimar su pequeña familia. Los relojes no caminan con piezas viejas, se hacen más lentos. Es casi imposible hacer crecer flores en una tierra que con el tiempo murió: infértil, inerte. Empero, los amaba, sobre mí. Y yo tuve que aceptarlo. Porque a la fuerza nadie, ni los zapatos, como todo, pero con necedad menos.
Parte de aceptar a la otra persona implica acceder a lo que dicte su corazón y su razón, aun cuando sea muy dolorosa su decisión. Y entendí que si realmente la amaba, tendría que dejarla ir, porque en realidad siempre fue libre y es de sabios aceptar que el amor, en cualquier momento, puede escabullirse de nuestras manos a la menor provocación. Aceptar es que, a pesar de que ya no estará conmigo, estará ahí. Aceptar es luchar por alguien a pesar de uno mismo. Y la confianza, el respeto y la honestidad son herramientas que, si bien se emplean en una relación de pareja, la pueden mantener feliz y a flote.
Sin embargo, no todo fue un tormento y aironazos secos y calurosos. Zarpamos, como todos, en marea baja y con el tiempo nos adentramos en mareas altas que, con todo y nuestro revolcón entre las olas, puedo decir que fui el hombre más feliz del mundo. Y nada borrará de mi corazón aquellos besos entregados que ahora mi alma, fisurada por el salitre de la mar, comenzó a picarnos las pisadas, para terminar naufragando, a cada quién, a ella y a mí, en el extremo de una misma isla.
Me viene a la mente el recuerdo de una estrofa de una nueva agrupación metalera de veteranos, Adventus, que en su primer trabajo descansan las siguientes palabras:
«Si creyera que es cuestión de tiempo te daría mil siglos enteros. No me digas que este es el final.
Puedo despertarme sin tu amor, destrozado de dolor
y regalarte una sonrisa. Puedo acariciarte el corazón y después pedir perdón por haber querido ser parte de tu vida.
Si hubiera que pedir perdón, no dudaría. Si no supiera perdonar, no sería yo. Si quieres volver a jugar, yo me juego la vida. Es todo lo que puedo dar, tan sólo mi vida.»
(Parte de tu vida, 2021)
Te amaré los días que me sobren de vida, Dulce Magali. Y si en algo puedo tener esperanza es en que aprendamos de los errores juntos y continuemos este sueño.
Estimado público, nunca se cansen de amar, vívanlo, respírenlo, aliméntense de él, porque como decía Pablo Neruda: “Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida”.
por Redacción | Feb 22, 2021 | Febrero
Por André López García
Para Ana, por el tiempo compartido y por la novela; para la profesora Claudia Leonor, por la motivación; pero, sobre todo, a Jazmín, por tantos buenos deseos y por el cariño.
Las personas, en algún momento de su vida (y la mayoría de veces, bajo circunstancias distintas) tocan fondo; suelen vivir algo que cambia radicalmente su percepción del mundo y su participación en él. Una muerte, un abuso, el abandono constante… Existen múltiples razones por las que se cometen cantidades cuantiosas de actos. Particularmente, y es en lo que se centrará el presente ensayo, la drogadicción se ve reflejada de manera magistral en El cuaderno de Maya, novela de Isabel Allende, en donde se presenta la vida de su protagonista, Maya Vidal, quien al principio sufre el fallecimiento de su abuelo, y es a partir de entonces que su vida da vuelcos que la llevan, como ya se ha mencionado, a tocar fondo.
En cierto momento, observa un cartel que reza: «La vida sin dignidad no vale la pena». Entonces se cuestiona sobre su dignidad, y comprende de súbito que se ha vuelto una alcohólica, una drogadicta: “Supongo que me quedaba un rescoldo de dignidad enterrado entre cenizas, suficiente para sentir una turbación tan violenta como un puñetazo al pecho” (Allende, 2011, p. 285). Después, y como manifestación en el libro de otro acto de tocar fondo, le roba a una madre quien, según ella, “[…] habría empleado ese billete en comprar comida para sus hijos. Eso no tiene perdón. Sin decencia, uno se desarma, pierde la humanidad, el alma” (Allende, 2011, p. 287). Con esas dos afirmaciones es presentada la realidad aplastante del personaje: no tiene límites, ya no tiene la suficiente empatía en sus acciones (quizá sí en reflexión, como lo menciona, pero de una cosa a otra hay una distancia abismal); sin embargo, lo más importante: no tiene amor, ni propio ni externo. Sus abuelos le habían tenido toda una vida consentida y mimada. Es, por tanto, sumamente interesante el rumbo que adoptan las circunstancias cuando vive de pronto en el otro extremo: robando, trabajando para personas extrañas y vendiendo para ellas sustancias ilegales, con las cuales, para colmo, le pagaban (además de proveerle seguridad y alojamiento).
¿Cómo puede recuperarse? Después de que opta por variadas salidas, de que saborea diferentes escenarios (abstinencia obligada, prostitución, venta de sustancias ilegales en Las Vegas, estancia en un centro de rehabilitación, etcétera), termina viviendo en una isla alejada del mundo, de la tecnología y de lo moderno. En Chiloé, conoce a personajes entrañables, amigos inolvidables y una familia excepcional. Allí demuestra que la siguiente afirmación, al menos en lo que respecta a esta novela de la mano de Isabel Allende, es cierta: la rehabilitación más efectiva, la mejor contra las drogas, es la que se realiza en compañía genuina, interés y consideración humana.
Buscada por el FBI, desconectada del mundo virtual (y, por lo tanto, de la comunicación con su familia de sangre), Maya aprende a relacionarse con las personas, a establecer contacto, a conmoverse. “Hace un año, mi familia se componía de una persona muerta: mi Popo, y tres vivas: mi abuela, mi papá y Mike O´ Kelly, mientras que ahora cuento con una tribu, aunque estemos un poco dispersos […]” (Allende, 2011, p. 441). Por supuesto, no debe pretenderse que el proceso sea obligado ni de un momento a otro, como se da cuenta ella misma al vivir un tiempo en un centro de rehabilitación: el problema que existe en ellos es que dentro las personas no son personas, son pacientes, son un número más. Maya se pregunta en qué se diferencian de las prisiones. Y lo que necesita la gente adicta no son imposiciones, sino propuestas, contactos, un hombro sobre el que llorar y sentir un cálido apoyo. “La intimidad requiere un tiempo para madurar, una historia común, lágrimas derramadas, obstáculos superados, fotografías en un álbum, es una planta de crecimiento lento” (Allende, 2011, p.326).
Ante la sencillez y cercanía de los chilotes (nativos de Chiloé), Maya se desarma y pierde el cuidado. Asegura en algún momento que es difícil no amar a esa gente. Respira un aire de paz, tiene charlas en apariencia triviales con las personas, pero de gran profundidad cuando se analizan. Quien la cuida, Manuel Arias, le muestra en algún momento que la escritura le puede servir de catarsis para remontar su vida, y después, como puede, ella le paga con la misma moneda, con el mismo afecto. Ambos se hacen una a una para trascender, se demuestran que las personas que dan, reciben.
Maya tiene una relación con un turista al que le dedica desvelos y múltiples pensamientos. Le dedica tiempo, esfuerzo, se conocen mutuamente, pero cuando esta “pasión de verano” termina, Maya vuelve a vivirse desprotegida, toca nuevamente una sensación de tristeza, como si su mundo se terminara. No es comparación suficiente, como es obvio, con el duelo de su Popo (así llamaba de cariño a su abuelo), porque “[…] hay un tramo larguísimo entre lo que fue Daniel Goodrich y lo que fue Paul Ditson II en mi vida, y por supuesto que es diferente” (Allende, 2011, p. 357). Entonces, se derrumba, pero se trata de un derrumbe ínfimo, un derrumbe soportable (aunque, en sentido estricto, ambos lo fueron porque siguió a pesar de ellos). Y, no teniendo a dónde huir, como sí pudo hacerlo con su Popo, confrontó al dolor a los ojos, a esos enrojecidos y amenazantes ojos.
Pero el mérito no fue únicamente de Maya, quien volcó cosas, pateó, lanzó y lloró; el mérito fue, por supuesto, de las personas que la rodeaban. Sin ellas, posiblemente habría repetido el proceso cual si de una espiral se tratase, como si volviera una y otra vez a los mismos errores y a las mismas falsas soluciones, de la forma en que todos lo hacen cuando no sienten un respaldo. Ese es el problema con la drogadicción: el abandono. Y hay una solución aparentemente sencilla, pero de aplicación complicada, sumamente complicada: el amor. Ese tema que ronda, junto con la vida y la muerte, toda obra literaria escrita jamás.
El amor es un catalizador y un sedante, un agente que cicatriza y a la vez (re)abre heridas que parecieran haberse olvidado, para permitir sanarlas. Cabe aclarar que no se habla de un amorío de telenovela, un romance o una aventura, sino del más puro y genuino amor que existe: el familiar. Es, por tanto, propuesto en dicha novela como la solución infalible a la adicción de Maya Vidal. Y, sabiendo que muchas veces es imposible obtenerlo de nuestros seres consanguíneos, ¿por qué no intentar buscar esa misma solución en otros lugares, con otras personas? Personas que indudablemente se vuelven más cercanas y más auténticas que las que son impuestas. ¿Por qué no intentarlo? Al fin de cuentas, son sorprendentes los resultados de una familia libremente elegida.
Bibliografía:
Allende, I. (2011) El cuaderno de Maya. México: Debolsillo.