Por André López García

Para Ana, por el tiempo compartido y por la novela; para la profesora Claudia Leonor, por la motivación; pero, sobre todo, a Jazmín, por tantos buenos deseos y por el cariño.

Las personas, en algún momento de su vida (y la mayoría de veces, bajo circunstancias distintas) tocan fondo; suelen vivir algo que cambia radicalmente su percepción del mundo y su participación en él. Una muerte, un abuso, el abandono constante… Existen múltiples razones por las que se cometen cantidades cuantiosas de actos. Particularmente, y es en lo que se centrará el presente ensayo, la drogadicción se ve reflejada de manera magistral en El cuaderno de Maya, novela de Isabel Allende, en donde se presenta la vida de su protagonista, Maya Vidal, quien al principio sufre el fallecimiento de su abuelo, y es a partir de entonces que su vida da vuelcos que la llevan, como ya se ha mencionado, a tocar fondo.

En cierto momento, observa un cartel que reza: «La vida sin dignidad no vale la pena». Entonces se cuestiona sobre su dignidad, y comprende de súbito que se ha vuelto una alcohólica, una drogadicta: “Supongo que me quedaba un rescoldo de dignidad enterrado entre cenizas, suficiente para sentir una turbación tan violenta como un puñetazo al pecho” (Allende, 2011, p. 285). Después, y como manifestación en el libro de otro acto de tocar fondo, le roba a una madre quien, según ella, “[…] habría empleado ese billete en comprar comida para sus hijos. Eso no tiene perdón. Sin decencia, uno se desarma, pierde la humanidad, el alma” (Allende, 2011, p. 287). Con esas dos afirmaciones es presentada la realidad aplastante del personaje: no tiene límites, ya no tiene la suficiente empatía en sus acciones (quizá sí en reflexión, como lo menciona, pero de una cosa a otra hay una distancia abismal); sin embargo, lo más importante: no tiene amor, ni propio ni externo. Sus abuelos le habían tenido toda una vida consentida y mimada. Es, por tanto, sumamente interesante el rumbo que adoptan las circunstancias cuando vive de pronto en el otro extremo: robando, trabajando para personas extrañas y vendiendo para ellas sustancias ilegales, con las cuales, para colmo, le pagaban (además de proveerle seguridad y alojamiento).

¿Cómo puede recuperarse? Después de que opta por variadas salidas, de que saborea diferentes escenarios (abstinencia obligada, prostitución, venta de sustancias ilegales en Las Vegas, estancia en un centro de rehabilitación, etcétera), termina viviendo en una isla alejada del mundo, de la tecnología y de lo moderno. En Chiloé, conoce a personajes entrañables, amigos inolvidables y una familia excepcional. Allí demuestra que la siguiente afirmación, al menos en lo que respecta a esta novela de la mano de Isabel Allende, es cierta: la rehabilitación más efectiva, la mejor contra las drogas, es la que se realiza en compañía genuina, interés y consideración humana.

Buscada por el FBI, desconectada del mundo virtual (y, por lo tanto, de la comunicación con su familia de sangre), Maya aprende a relacionarse con las personas, a establecer contacto, a conmoverse. “Hace un año, mi familia se componía de una persona muerta: mi Popo, y tres vivas: mi abuela, mi papá y Mike O´ Kelly, mientras que ahora cuento con una tribu, aunque estemos un poco dispersos […]” (Allende, 2011, p. 441). Por supuesto, no debe pretenderse que el proceso sea obligado ni de un momento a otro, como se da cuenta ella misma al vivir un tiempo en un centro de rehabilitación: el problema que existe en ellos es que dentro las personas no son personas, son pacientes, son un número más. Maya se pregunta en qué se diferencian de las prisiones. Y lo que necesita la gente adicta no son imposiciones, sino propuestas, contactos, un hombro sobre el que llorar y sentir un cálido apoyo. “La intimidad requiere un tiempo para madurar, una historia común, lágrimas derramadas, obstáculos superados, fotografías en un álbum, es una planta de crecimiento lento” (Allende, 2011, p.326).

Ante la sencillez y cercanía de los chilotes (nativos de Chiloé), Maya se desarma y pierde el cuidado. Asegura en algún momento que es difícil no amar a esa gente. Respira un aire de paz, tiene charlas en apariencia triviales con las personas, pero de gran profundidad cuando se analizan. Quien la cuida, Manuel Arias, le muestra en algún momento que la escritura le puede servir de catarsis para remontar su vida, y después, como puede, ella le paga con la misma moneda, con el mismo afecto. Ambos se hacen una a una para trascender, se demuestran que las personas que dan, reciben.

Maya tiene una relación con un turista al que le dedica desvelos y múltiples pensamientos. Le dedica tiempo, esfuerzo, se conocen mutuamente, pero cuando esta “pasión de verano” termina, Maya vuelve a vivirse desprotegida, toca nuevamente una sensación de tristeza, como si su mundo se terminara. No es comparación suficiente, como es obvio, con el duelo de su Popo (así llamaba de cariño a su abuelo), porque “[…] hay un tramo larguísimo entre lo que fue Daniel Goodrich y lo que fue Paul Ditson II en mi vida, y por supuesto que es diferente” (Allende, 2011, p. 357). Entonces, se derrumba, pero se trata de un derrumbe ínfimo, un derrumbe soportable (aunque, en sentido estricto, ambos lo fueron porque siguió a pesar de ellos). Y, no teniendo a dónde huir, como sí pudo hacerlo con su Popo, confrontó al dolor a los ojos, a esos enrojecidos y amenazantes ojos.

Pero el mérito no fue únicamente de Maya, quien volcó cosas, pateó, lanzó y lloró; el mérito fue, por supuesto, de las personas que la rodeaban. Sin ellas, posiblemente habría repetido el proceso cual si de una espiral se tratase, como si volviera una y otra vez a los mismos errores y a las mismas falsas soluciones, de la forma en que todos lo hacen cuando no sienten un respaldo. Ese es el problema con la drogadicción: el abandono. Y hay una solución aparentemente sencilla, pero de aplicación complicada, sumamente complicada: el amor. Ese tema que ronda, junto con la vida y la muerte, toda obra literaria escrita jamás.

El amor es un catalizador y un sedante, un agente que cicatriza y a la vez (re)abre heridas que parecieran haberse olvidado, para permitir sanarlas. Cabe aclarar que no se habla de un amorío de telenovela, un romance o una aventura, sino del más puro y genuino amor que existe: el familiar. Es, por tanto, propuesto en dicha novela como la solución infalible a la adicción de Maya Vidal. Y, sabiendo que muchas veces es imposible obtenerlo de nuestros seres consanguíneos, ¿por qué no intentar buscar esa misma solución en otros lugares, con otras personas? Personas que indudablemente se vuelven más cercanas y más auténticas que las que son impuestas. ¿Por qué no intentarlo? Al fin de cuentas, son sorprendentes los resultados de una familia libremente elegida.

Bibliografía:

Allende, I. (2011) El cuaderno de Maya. México: Debolsillo.