por Dorian Huitron | Sep 3, 2023 | Agosto 2023, Ensayo
Por Dorian Huitrón Álvarez
Desde hace ya varios días, un pequeño mensaje en mi celular no deja de acosarme: “Tu teléfono no cuenta con respaldo. Renueva el espacio en tu nube para no perder tus recuerdos”. La idea del mensaje me parece, cuando menos, digno de un relato best seller de ciencia ficción: “Crónicas de los hacedores de recuerdos” o “El sindicato de los recuerdos perdidos” son sólo algunos de los títulos que vienen a mi mente al asociar las palabras con la idea de que la memoria hoy en día se ha vuelto también un objeto de consumo.
Preocupado y curioso, como supongo que a muchos les ha pasado, ingreso a ver mis opciones. No me han condicionado a nada, pero hay mucho que perder en la amenaza lanzada por un teléfono móvil. Sin siquiera levantar mi dedo de la pantalla, los precios me parecen risibles, pero no tanto como la idea de que nuestros recuerdos están, primero, condicionados al crédito y, segundo, endosados por no decir secuestrados.
¿El despojo de nuestra memoria es una estrategia de marketing o una carga de la que parecemos felices de renunciar? Mientras lo medito, reviso en mi celular y en mi nube una manera de economizar el espacio náufrago de mi memoria.
Revivo viejos videos y fotografías de conciertos a los que ya ni siquiera recuerdo haber asistido o no logro identificar: el cuadro difuso por la oscuridad, la distancia, un zoom ansioso y un pulso débil víctima del cansancio y los arrejuntes de otras manos inquietas como la mía terminan por crear imágenes apenas perceptibles, pero con un increíble entusiasmo por el ruido (no puedo distinguir nada más que gritos). Al igual que muchos que graban en conciertos, me he vuelto un camarógrafo del fallo, un espectador de la imagen difuminada que terminamos por reconocer gracias a los flashbacks efímeros de nuestro disco duro biológico: “¡Ah! Ya me acordé”, “Sí, fue cuando cantó esa”, “¿Te acuerdas que estábamos muy adelante?”. Al igual que con las fotografías de ovnis o fantasmas, mis videos y fotografías de conciertos son las pruebas fehacientes de que algo parecido a una mancha de luz es una señal de vida.
Vuelvo a poner mi dedo sobre la pantalla, ese frío contacto que me regresa al acto contemporáneo de recordar. Entre memes guardados y capturas de pantalla, encuentro fotos de fiestas familiares que me recuerdan cuántos kilos puedo llegar a acumular con el pasar de los años. Me resulta nostálgico que incluso mi familia esté al borde del olvido condicionado por el capricho capitalista de mi celular. Ahora veo con algo de recelo el álbum familiar que no requiere de actualizaciones cada cierto tiempo para albergar sin problema las fotografías de mi infancia.
Con todo y su discreto diseño, el álbum familiar cumple el papel de la versión análoga de la nube o de los mismos muros de las redes sociales. Incluso cuenta con una idea de armonía basada en recortes circulares para aprovechar los espacios de la hoja, cualidad equiparable a la manera en que retocamos nuestras imágenes antes de presumir una nueva foto de perfil. No es que el álbum familiar del anaquel esté exento del olvido, pero al menos es una remembranza táctil y concreta de lo que fuimos y que regularmente viene acompañada de un relato comunal de las diferentes perspectivas familiares. No faltará el tío que desde su nublada focalización apenas recuerda el inicio de la velada, o el testimonio de la mamá como narradora omnisciente que cuenta, con lujo de detalle, cómo nos sentíamos todos en todo momento. Quizá el álbum con su frágil existencia sea un mejor remedio para albergar las escenas infraordinarias, aquellas alejadas de la pose, el filtro o la admiración y que muestran el estado natural de quienes fuimos y somos. No hay una intención de agradar, sino solamente de ayudar a nuestra memoria a recordar esos pequeños resquicios encriptados dentro de nosotros.
Hoy en día es más común depender de las redes sociales para albergar estos recuerdos, pero cuando comenzaron, uno debía conformarse con breves mensajes que apenas daban una impresión de vivencia. Como pinturas rupestres, estos mensajes funcionaron para mostrar la urgencia por capitalizar el deseo de mostrarse en un punto y en un momento. Cuando las palabras no fueron suficientes y se volvieron obsoletas, la imagen llegó para reemplazar al relato. El futuro será visual, dicen los entusiastas mercadólogos y diseñadores que reniegan de la gran horma de las palabras que no logran calzar. Por desgracia, la imagen en las pantallas siempre será apenas un destello de información que fluye en el río de nuestros muros de inicio junto con las imágenes de nuestras amistades.
Tal vez la aversión moderna por las palabras y los grandes relatos sea la estrategia para desprendernos de nuestra memoria. La Ilíada y La Odisea son el claro ejemplo de cómo los grandes relatos pueden superar el olvido. Nuestra nueva práctica de recordar deja de lado este aspecto de los mensajes sustituyéndolos por una imagen diluida que nos esforzamos por retocar hasta que desaparezca lo que no toleramos de nosotros. Para incomodidad de los gurús de la innovación, la lengua revela eso que queremos ocultar, pero también despierta lo que dejamos a merced del olvido en imágenes cada vez más fugaces.
Quizá lo más triste de esto es que algún día los servidores digitales que albergan nuestros recuerdos dejarán de funcionar de un momento a otro arrastrando hacia lo obsoleto las vivencias que dejamos a su merced. Dentro de poco trataré de recuperar mis archivos de la nube, sólo hace falta que recuerde la contraseña.
por Dorian Huitron | Ene 10, 2023 | Enero 2023, Ensayo
Por Dorian Huitrón Álvarez
Siempre es un buen momento para admirar la capacidad de algunas personas para citar versos o ideas en cualquier conversación. Ya sea por erudición, perspicacia o simple ingenio, poder presumir de un amplio repertorio de afirmaciones llenas de sabiduría es algo que, cuando menos, merecería un premio o un concurso para medir la habilidad de los conspicuos involucrados.
La verdad nunca he tenido el valor de comprobar en qué capítulo, apartado u hoja exacta de tal o cual obra se encuentran las citas que estas admirables personas tuvieron la elegancia de compartirme. Si me citan el elogio de Chesterton por la cerveza les creo; si declaman la estrofa de Gilberto Owen, que mañosamente Mario Santiago Papasquiaro se robó años más tarde, también les creo. Obviamente no pondré aquí las citas exactas, porque, como es evidente, yo no soy de esas personas.
Puedo considerar mi memoria como una enciclopedia de ideas banales. Como buen hijo de mi generación, mi cabeza está llena frases famosas de series televisadas, jingles de juguetes y de cientos y cientos de escenas de caricaturas. Comúnmente podría decir que, comparado con la habilidad de las citas literarias, éstas parecerían más enfocadas a la burla, al tono jocoso de una plática y, aunque hay algo de razón en ello, también podrían sorprendernos los chispazos de ingenio que son inseparables en la comedia.
Algo así encuentro en algunos diálogos de Los Simpson. Pareciera increíble la cantidad de frases que pueden y se han extraído del programa para la vida diaria. Dice Chesterton que la clave del humor, entendido en su término moderno, es el poder transformador de la simpleza y la incongruencia. A lo que hace bien al recordarnos una de las primeras bromas registradas en la historia de la literatura occidental: Ulises nombrándose como Nadie al encontrarse con el cíclope.
Así pues, ¿cómo sería posible tender el puente entre el Nadie de Ulises con “a la grande le puse Cuca” de Homero Simpson? Creo que la respuesta estaría en la simpleza que resuelve las escenas: mientras que el cíclope se lamenta por ser derrotado por algo tan común como el sustantivo Nadie (“Nadie me está golpeando”), Homero apacigua a Marge señalando el ingenio para ponerle un nombre chistoso a una mamá zarigüeya que duerme donde debería estar el extintor de un monorriel.
Nada puede “malir sal” al recurrir a la sabiduría Simpson, dirían algunos eruditos en el tema. Sin embargo, citar a Los Simpson pareciera más una cualidad de ingenio cercana al refrán o al dicho popular. Esta carga de sabiduría cotidiana es útil por dos cualidades simples: lo concreto de su lección y lo identificados que podemos llegar a sentirnos al escucharlos. ¿No es precisamente el refrán popular lo que nos hizo preguntarnos en qué nos parecemos a las macetas? He ahí el punto central del humor: el absurdo que deviene en lección, algo que también acerca al chiste y a la cita a su verdadero origen literario.
Pero aunque se busque la amenidad de la plática, el remate que rompa la solemnidad de cualquier tema, no podemos dejar de notar que hoy en día este tipo de recursos divertidos atraviesan una crisis. Basta con preguntarnos cuándo fue la última vez que escuchamos un chiste o la última que escuchamos un refrán. ¿Será acaso la señal de que se acerca el final del humor o simplemente es un cambio generacional en las maneras en que pensamos la comedia?
Hoy podríamos terminar una conversación o una jornada laboral con un contundente “¡Vete al demonio, Krabappel!”, pero no con una elucubrada aventura de Pepito. Incluso es más fácil bautizar nuestro ocio repitiendo “Voy al rato, voy al rato, voy al rato” en voz de Homero Simpson y no con un refrán cuyas enunciaciones parecen estar contadas.
¿Es esta una prueba de que la fugacidad y condensación de nuestros días llegaron también a prescindir de la carga poética en nuestro imaginario cotidiano? La narrativa de las peripecias de Pepito o la métrica y ritmo de los refranes y dichos hoy parecen un recurso anacrónico destinado al olvido. No hay tiempo para las lecciones, poco a poco han sido reemplazadas por el chiste ingenioso, el fugaz intento por terminar un diálogo con un remate para mirar directamente a los ojos de nuestros interlocutores y decir: “¿Qué les pareció eso, barbones piojosos?”
La Ilíada y la Odisea fueron obras originalmente concebidas para la tradición oral, al igual que todas las disertaciones de Sócrates. La memoria y la oralidad como gran biblioteca hoy parece un proyecto que sólo pocos son capaces de llevar a cabo y salir bien librados. Entonces, no debería parecernos extraño que dentro de poco debamos recopilar todos los chistes, dichos y refranes mexicanos en un antológico libro para evitar el olvido de esa sabiduría.
Tal vez las frases Simpson son el nuevo chiste generacional, aunque incluso ellas entrarían a juicio sobre su vigencia. Pero no quiero provocar el aburrimiento de tan amables lectores, sólo quiero evitar pensar en lo que hace distinta la memoria de quienes citan a Goethe de la que apura un final gritando: “¡Ya cómete la maldita naranja!”.
por Dorian Huitron | Ene 15, 2021 | Enero
Por Dorian Huitrón Álvarez
Casi todos los mexicanos apoyan a un equipo de futbol diferente. Cuando es el mejor de los casos, todos apoyan al mismo: a la propia selección. Bien lo dijo Carlos Monsiváis, el mexicano celebra una victoria porque es colectiva. El ruido del aficionado apaga los demás: “puede que nos ganen en educación (cuando se le gana a una potencia en todos los niveles, como Alemania), pero hoy nos los chingamos en la cancha”. Pero eso no quiere decir que el mexicano futbolero no sea de memoria corta: una victoria puede sostener años y años de “ya merito” (también en todos los niveles).
Si hay algo que el mexicano extrañe más durante la pandemia es el ruido de la batucada, los cánticos de apoyo y los rugidos desde fuera del estadio. Dicen los que saben que un estadio impone por el canto y no por la vitrina. Aunque a veces olvidemos que desde siempre cantamos una que se sepan todos. Ahí tenemos a dos de las porras más viejas del futbol mexicano: la del Toluca y la del Atlante, las que, de vez en vez, suelen lanzar su lírica que recuerda más a un cumpleaños que a un partido a muerte: “¡Chiquitibum-bombita, chiquitibum-bombita, Toluca, Toluca, ay, qué bonito!”. Pero también hay rimas de paternidad: “Les cuadre o no les cuadre, el Atlante es su padre”.
Tal vez ahí radique la diferencia de las barras argentinas y las porras mexicanas. El sentido de la porra es alentar a su equipo, mientras que el de la barra es intimidar al rival. Sin embargo, los ritos son claros. La porra desborda inocencia, la barra popularidad. Basta con prestar oído a uno de los cánticos más famosos dentro de las porras modernas del futbol mexicano para escuchar al “Negro José” que vaticinó la Sonora Dinamita:
En un pueblo olvidado no sé por qué
y su danza de moreno lo hace mover
en el pueblo lo llamaban “Negro José”
amigo “Negro José”.
Porra de Pumas:
Dale, dale, dale, Pumas,
vamos a ganar,
que esta barra,
no te deja de apoyar.
Yo te sigo a todas partes a donde vas.
Cada día te quiero más
y más y más…
Entonces, las porras se identifican, llaman a su equipo y lo alientan al ritmo de lo popular. Pero también, las porras y las barras se apoderan del silencio. Es fácil encontrar la solitaria voz que reclama su lugar y se impone ante las demás: “Ahorita que están callados: ¡chinguen a su madre!”. Un grito de guerrero nómada, vagabundo, pero con la potencia necesaria para volverse un comandante: rechiflas que se unen a él, risas que lo aprueban y, sobre todo, la contestaria oleada de enemigos que le exigen retractarse de su afrenta: “¡Chingas a tu madre!” y el coro enemigo alista de nuevo las armas al son de la cumbia que mejor se les acomode.
Pero como en este rito es necesario reclamar espacios y silencios, también es necesario apoderarse del otro. Para el portero visitante es necesario revestirse dos veces de héroe (y enemigo a la vez), pues en un descuido, el coro enemigo lo vuelve “una puta de cabaret”:
Que lo vengan a ver
que lo vengan a ver.
Ese no es un portero
es una puta de cabaret.
El poder de la porra es tal que no sólo intimida, sino que juzga, transforma y se apropia del enemigo. Por más contorsiones y atajadas que haga el portero, sus hazañas están destinadas a volverse eróticas bajo la mirada local, mientras que las del portero de casa son dignas de cualquier superhéroe. Y es que en el coliseo pambolero no hay espacio para lo erótico, lo que se oculta y poco a poco se devela, sino que para el hincha futbolero todo debe ser claro, si no es un robo o un engaño.
Engañar al espectador resulta caro. Ninguno de los 22 jugadores tiene permitido ser otra cosa más que un hombre (a menos que la porra diga lo contrario). “Es juego de hombres”. El aficionado es inclemente y apela a la miseria y debilidad de su contrario: “échenle un bolillo”, “se cae de hambre”.
Pero la verdadera naturaleza del aficionado se nota al grito de gol. Ninguna falla es permitida, sin importar si es local o visitante. Menos aún cuando es desde los 11 pasos. En un instante, el ídolo del equipo puede convertirse en el peor enemigo y ser desconocido por su porra. En cambio, el grito de un gol anotado es liberador. Ese momento catártico marca un instante en que todo está permitido: gritar, correr, empujar, lanzar cerveza y encararse con los contrarios.
Hasta que el árbitro pita el final, el aficionado puede respirar en paz. El ritual ha concluido. Ganado o perdido, nadie le quita lo bailado y el viaje de regreso a casa da tiempo para el análisis, lo que pudo o no pudo ser. Pero eso queda en el olvido cuando entra al transporte público. Después del fin de semana comienza otro clásico.