Hamaca

Hamaca

Por Alejandro Jacobsen

Lucía; me acuerdo de Lucía. Me acuerdo que apoyó su hombro contra la pared, que sintió la aspereza del cemento y que no pudo evitar comenzar a caer, a deslizarse, a desmoronarse, con el hombro siempre pegado a la pared. Hasta que sus rodillas quedaron afirmadas contra el piso y su cuerpo hizo cada vez más presión contra esa pared. Me acuerdo que por la ventana sólo se veía una hamaca vacía yendo y viniendo bajo el silencio de una plaza. Eso era todo lo que quedaba en la noche. Me acuerdo que, cerca de las cinco de la tarde, Lucía había entrado a su casa, había dejado las llaves sobre la mesa del corredor y se había metido en su habitación. La noche sin sus padres en la casa era un hueco de luz por el que quería caer. Invitaría amigos. Muchos. Y la sonrisa en su rostro era el reflejo de la alegría de dios. 

Al rato ya eran más de siete en el comedor; o tal vez diez. Había amigos, compañeros, extraños y sin rostro. Sobre la mesa, las botellas. En la cocina el ruido de vasos y copas. La música enajenaba el lugar. Unos golpes de tambor se multiplicaban en un eco en espiral que rebotaba contra los espejos y volvía a empezar. Me acuerdo que Lucía no podía parar de sonreír. Ella y dios en una sonrisa. Me acuerdo que, de pronto, se sintió cansada. Tal vez fuera el alcohol que había tomado desde temprano. Entró al baño. Una amiga estaba adentro y, cuando sintió la puerta, la chica apuró el gesto, apretó los labios y metió algo en el bolsillo del pantalón. Lucía la vio. No sospechó, pero vio los ojos grandes de su amiga mostrando un secreto. Le preguntó. Su amiga siguió mostrando el secreto en el silencio. 

Me acuerdo que Lucía dudó. Que se mojó la cara y que el momento se puso incómodo. Que se arregló el pelo y que, por el espejo, vio que su amiga le mostraba la palma de su mano, donde apenas sobresalía una pequeña pastilla, diminuta, infinita, de colores muy vivos. El mundo fue ciego por un instante y solo hubo lugar para que apenas se percibiera el tenue zumbido de la hamaca de la plaza que iba y venía, sin nadie sobre la madera que hacía de asiento. Me acuerdo que apenas Lucía salió del baño la música la mareó. Me acuerdo que el comedor ya mostraba a más de quince personas, seguramente más, y que se pasaban botellas unas a otras, con vasos que iban de boca en boca, con risas que se cruzaban, con gritos de una simulada euforia que se empotraba contra las paredes de la casa. 

Me acuerdo que Lucía buscaba y a veces encontraba su sonrisa y que no encontraba ya la de dios. Cruzó unas palabras con alguien, creo que no llegó a reconocer bien con quién. Se sirvió algo en un vaso, tomó un par de sorbos y se dejó caer en un sillón. Con la vista recorrió todo el lugar, aunque no pudo mirar. Me acuerdo que ella trató de ver las paredes, los cuadros, la lámpara de pie, el portarretratos en la cómoda que mostraba un paseo familiar en la plaza, las sillas, las voces y las sombras. Me acuerdo de los parlantes impulsando la música, la mesa, el mantel, las botellas y el ruido. Me acuerdo que Lucía se olvidó dónde había puesto el vaso. Que tanteó unas botellas vacías y que había unas manchas en el mantel. 

Me acuerdo que Lucía dejó todo atrás y regresó al baño. Ahora sola. Otra vez se mojó la cara, se miró firme a sus propios ojos contra el espejo y tanteó en el bolsillo para saber si tenía algo. Solo sintió el frío de la madera que hacía de asiento en la vieja hamaca sola y volvió al comedor. Había muchas personas, más de veinte, tal vez cien. La música se mezclaba con los gritos, algunos vasos se habían caído al suelo, las botellas vacías estaban regadas por los pisos. Restos de vidrios amenazaban desde el suelo. Me acuerdo que Lucía ya no podía distinguir desde dónde llegaban las voces que la llamaban sin parar, que la aturdían. Que desconfió de su suerte, que giró en varias direcciones y que dio un par de pasos hacia atrás. Desde la ventana, la hamaca no se detenía. Iba y venía vacía y ausente. Sin dios. Me acuerdo que Lucía sintió algo áspero contra su hombro. Era la pared. Y cerró sus ojos, había mucho ruido en el lugar.

Sin olvido

Sin olvido

Por Miguel Ángel Acquesta

No es que yo pierda todos los recuerdos, 
es que recuerdo lo que a nadie le importa. 

El mundo iluminado. Ángeles Mastretta. 1998.

Buenos Aires, otoño de 2018

Era un tiempo difícil para Manuel. Hacía ya algunos años había dejado la actividad académica o tal vez la actividad académica lo había dejado a él. Con bastante tiempo libre, por primera vez en su vida, retomó un viejo amor: escribir. Llegó a publicar dos libros de cuentos, los que tal como era de esperar, no tuvieron impacto alguno en el mundo literario. Hay ya demasiados libros y poca gente para leerlos. Desde varios meses atrás intentaba escribir una novela, cuya acción situó en un periodo de oro para él, los setenta. 

En ese proyecto se le personificó algo que ya lo venía acompañando desde hacía algunos años y que prefería ignorar. Cada día le costaba más encontrarse con los recuerdos y también con las cosas. Olvidaba desde cómo se llamaba el bar donde se reunían casi todas las tardes en aquella época o el nombre de algunos de los amigos que serían los personajes de la novela, hasta dónde había dejado el dispenser para el jabón líquido o las llaves de la cochera. Las cosas aparecían en lugares inesperados. Un paquete de galletitas en el cajón de los cubiertos. Un libro en el cesto de la ropa sucia. Los nombres se evaporaban de su cerebro en el mismo instante en que los iba a poner en palabras. Sabía de quién se trataba, incluso podía visualizar el rostro, pero no había forma de poder pronunciar su nombre o apellido. La técnica de Freud de la asociación libre para recordar nombres olvidados, que alguna vez usó, ya no le era útil. 

Se iba hundiendo en una incierta nebulosa que de a poco lo cubría. Prefería pensar que perdía las cosas porque ya no veía tan bien como antes y además su cuerpo no respondía a las necesidades de la búsqueda de los objetos que, en su maldad intrínseca, se empeñaban en esconderse. Que al no tener que preparar las clases, como había hecho casi toda la vida, había dejado de entrenar su mente y ese era el resultado. Bastaría con ir a resolver crucigramas a los bares como hacían otras personas de su edad para superar la situación. En momentos de lucidez agradecía estar jubilado y no tener justamente que preparar clases, ¿cómo haría para desarrollarlas si ya no recordaba el nombre de casi ningún autor? Estar desbarrancando, cada vez a mayor velocidad, en dirección a un universo de desconocidos y olvidados le provocaba demasiada angustia como para prolongar esos momentos de lucidez. 

Hacía semanas estaba tratando de escribir un capítulo de la novela. Luchando minuto a minuto para poder sacarle sucesos y nombres a la memoria endeble o tal vez tan poderosa que se los quería quedar todos para sí. Peleaba, palabra por palabra, para rellenar lagunas cada día más extensas. El capítulo se basaba en un hecho real. Un atardecer de primavera todos los personajes se reunieron en la estación Martínez del Ferrocarril Mitre. Subieron esperanzados en el último vagón del tren que iba hacia Retiro. Ellos querían llegar al Hipódromo de Palermo, cercano a la estación, que gracias a Google recordó se llama Lisandro de la Torre. Iban a jugar un caballo en fija. El hijo del remisero cuyo nombre no recordaba, el Chino, Pachi, uno de los yeseros del que tampoco podía recordar el nombre y algún olvidado más, sostenían que no podía perder. En realidad, medio Martínez lo tenía en fija. 

El vareador de los Giovanetti, un jockey fracasado, que no había llegado a salir de la categoría de aprendiz, pero que por ser muy buena persona y leal, era el vareador oficial de los hermanos Giovanetti, no podía parar de decirle a todos que ese sábado él iba a correr uno que no podía perder. Era feliz. ¡Iba a cruzar primero el disco haciendo postura en el Hipódromo de Palermo! Ganaría por fin una carrera oficial. Reía feliz por el barrio luciendo su raleada dentadura. Todos lo querían y todos iban a hacer fuerza por él. No era necesario tal apoyo, el caballo andaba tan bien que Juan Giovanetti les había pedido a los propietarios, justo los Martínez de Hoz, que se lo dejaran correr a él, a modo de premio. Y don Alfredo había aceptado. Pero Manuel estaba trabado totalmente en la escritura, ya que el vareador oficial de los Giovanetti, el flaquito de pelo castaño lacio, el que siempre sonreía, con el que se cruzaba a cada rato en el bar por las calles del barrio o en el Hipódromo… 

Sí, el personaje del cuento era…Nomeacuerdo. Días y semanas enteras dándole vueltas al asunto y no había forma de rescatar ese nombre de la nada para seguir adelante con el relato. Google, el salvador de los desmemoriados, no era de ayuda en esta ocasión, el hecho había sucedido entre 1972 y 1974 y ni en la página del Hipódromo de Palermo había registro de carreras comunes de esa época. Y allí estaba, frente a la computadora, trabado, peleando contra las faltas, mientras se perdían cosas, recuerdos y personas. Luchando para no perderse él mismo junto al vareador, las llaves, el hijo del remisero y el nombre de ese político. 

El caballo efectivamente ganó, vino siempre sobre la carrera y, a poco de entrar al derecho, tomó a media cancha y pasó de largo. Llegó al disco tres cuerpos antes, con el vareador Nomeacuerdo mirando hacia las tribunas, con su sonrisa desdentada y el corazón que le explotaba de alegría. Flotaba la chaquetilla rosa con mangas negras del Stud Comalal. Toda la barra de Martínez festejaba gritando y abrazándose en la Tribuna Popular. Los Giovanetti lo iban a buscar a la redonda para la foto. Alfredo Martínez de Hoz no estaba en el hipódromo. Y el caballo, que después ganó cinco carreras, se llamaba Sin Olvido.

*Como no podía ser de otra manera, según investigaciones posteriores el jockey Nomeacuerdo se llamaba Barrera. 

Los juglares: del arte a la censura en la Europa medieval

Los juglares: del arte a la censura en la Europa medieval

Por Jonathan León

Las historias de hazañas, guerras y conquistas de los diferentes pueblos alrededor del mundo necesitan ser contadas y transmitidas casi como una necesidad biológica e inmanente al lenguaje mismo. La tradición oral, en este sentido, cumple con este papel primordial y ha logrado que, desde la narración verbal, no sólo se pueda contar un acontecimiento acaecido en el pasado, sino que cada uno de los hechos sea parte de la identidad cultural y, por lo tanto, una forma de reivindicación que, de no ser por ciertos personajes, caería en el inevitable olvido. Dicho esto, cada pueblo, en diferentes contextos históricos, ha tenido una figura que funge como recitador o pregonero, tal es el caso de los rapsodas y los aedos en la antigua Grecia o los juglares en la Europa de la Edad Media. De estos últimos hablaremos a continuación. 

Los juglares desempeñaron un papel muy importante en la Edad Media porque se erigen dentro del imaginario colectivo como personas diestras en la recitación pública: recorrían las plazas de los pueblos, donde demostraban todas sus dotes líricas y poéticas (Menéndez, 1957). Sin duda, las historias y obras cantadas se empezaban a difundir por todas las regiones de la Europa medieval, alimentando así la imaginación e intriga de las personas que siempre acudían a escucharlos. Precisamente, ellos dependían de la acogida que les brindaban en las plazas, pues eran una especie de artistas nómadas que viajaban de pueblo en pueblo entreteniendo al público. Los juglares eran músicos ambulantes que no sólo tocaban instrumentos y cantaban, sino que además realizaban todo tipo de actividades para divertir (chistes, magia, acrobacias). Eran de clase baja y no eran compositores, ya que se dedicaban a copiar y plagiar las canciones de los trovadores (Menezes y Carvalho, 2017).

Podemos afirmar que los juglares no eran compositores, más bien eran intérpretes, pero no se puede desmerecer el papel que desempeñaron dentro de la cultura popular del Medioevo porque eran especialistas en diferentes actividades y estaban prestos al servicio de la comunidad. Asimismo, muchos de estos personajes vivían de las limosnas que les iban entregando las personas después de sus espectáculos, algo que los trovadores consideraban una deshonra, pues estaban recitando sus composiciones poéticas (Sáiz, 2009). Esto puede entenderse como un primer antecedente del disgusto de la nobleza en contra de los juglares que, posteriormente, se va a intensificar hasta llegar a la censura.

Gracias a textos como manuscritos de carácter devocional, salterios o libros literarios e históricos como las novelas y las crónicas se forma el concepto de lo juglar, pero desde una visión subjetiva, pues la escritura en este tiempo estaba reservada netamente para la nobleza y eran ellos mismos los que podían leer. Así, la imagen de los juglares llega desde un punto de vista crítico hacia sus actividades sin considerar el valor cultural de sus interpretaciones (Pietrini, 2012). Si tomamos en cuenta que la iglesia siempre jugó un papel importante en la toma de decisiones de la sociedad medieval, las actividades juglarescas como jugar con monos o títeres, lanzar cuchillos y espadas, fingir locura, reír o llorar sin pausa, realizar movimientos que van en contra de la moralidad mientras se desvisten (Alvar, 1981), aunadas al dinero recaudado en apuestas, vino y mujeres, serían motivo de señalamientos por considerarlas obras de Satanás, por lo que también se les empezó a dar persecución a los juglares para castigarlos según la ley eclesiástica, denominándoles “Las cornamusas del diablo”.

En igual medida, a estos personajes se les prohibió el acceso a la escritura, argumentando que dicho proceso tiende a su superación como actores para transformarse en una figura diferente y nueva, la del trovador: poeta, intelectual, operador de la cultura, pero que ya no es más actor y, por ende, aparece la figura del “actor” pagano, que iba en contra de la liturgia, es por ello que a estos actos se los denomina “teatro profano”, a diferencia del teatro religioso que no tenía el tono burlón o juglaresco que se le daba a muchos de los pasajes bíblicos (Dubatti, 2008). Estas prohibiciones o censuras no sólo limitaban los actos de los juglares en las plazas de los pueblos, sino que creaban un miedo colectivo por asistir a ver cualquier representación porque la prohibición se extendió por toda Europa en el S. XIII y la figura del trovador prevalece por ser parte de la nobleza y por ser diestros en el arte de la escritura y la lectura, como se he mencionado antes.

En líneas generales, la figura del juglar que tenemos en la actualidad es la que el clero nos presenta, mas no la de la cultura popular; recordemos que la gran mayoría de personas en el Medioevo no podía leer ni escribir, por consiguiente las narraciones dependían netamente de la tradición oral. No obstante, algunas obras literarias nos permiten rescatar algunos aspectos de lo juglaresco, como el cariño que se ganaron de todos los pueblos por presentarse en las plazas para que las clases no privilegiadas pudieran conocer y apreciar las diferentes manifestaciones artísticas, tanto poéticas como teatrales o circenses, las cuales en la mayoría de los casos estaban destinadas a la nobleza, al clero o al rey. De igual forma, desde el punto de vista literario, lo denominado como juglaresco se relaciona con la aliteración de lo poético y lírico, así como de las artes circenses, dejando de lado la censura que a la que ha sido sometido desde una visión histórica. 

Referencias

Alvar, C. (1981). Poesía de trovadores, Trouvère, Minnesinger (De principios del siglo XII a finales del siglo XIII. Alianza. https://campus.fahce.unlp.edu.ar/file.php?file=%2F950%2FBIBLIOGRAFIA%2FAlvar._Trovadores_Autores_e_interpretes_La_poesia_de_los_trovadores_.pdf

Dubatti, J. (2008). Historia del actor. De la escena clásica a la presente. Ediciones Colihue. 

Menéndez, P. (1957) Poesía juglaresca y orígenes de las literaturas románicas. (6ª ed.). Biblioteca Gonzalo de Berceo, Instituto de Estudios Políticos. 

Menezes, A. y Carvalho, M. (2017). Literatura Espanhola 1. São Cristóvão SE. https://cesad.ufs.br/ORBI/public/uploadCatalago/16162426042018Literatura_Espanhola_I._Aula_01.pdf

Pietrini, S. (2012). Los juglares, cornamusas del diablo: las repercusiones iconográficas de la condena de los entretenedores. Medievalia 1(15), 295-316. https://www.raco.cat/index.php/Medievalia/article/view/268695/356282

Sáiz Ripoll, A. (2009). “Palabras y música” Juglares, trovadores, lengua y cultura en la Edad Media (ejemplos de novela histórica juvenil a través de sus textos”. Revista Cálamo, 1(54), 20-36. https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/7371751.pdf

Es memoria 

Es memoria 

Por Yessika María Rengifo Castillo

Hilos de palabras
que jugando consagran los cantos del corazón y el tiempo
en eternos momentos 
del cielo y la tierra.
Luna radiante
que entre las fases del firmamento
y las rondas de los niños 
trae el perfume de las estrellas 
irradiando la historia 
en la casa y la escuela 
cada día del sol.
Es memoria 
la melancolía y la alegría de los viejos en días de invierno 
y los sueños de las madres sin final 
que escriben en diamantes a las estaciones del tiempo
pintando la dualidad de la vida y de la muerte 
canta el ruiseñor en los rosales. 

Mañanita

Mañanita

Por Daniela Perlín Vega

Mandó a hacer una réplica en miniatura de él en la tienda de juguetes que se encontraba frente a su casa. El muñeco de tela le fue entregado a Lucía en cuanto estuvo terminado, y éste le cubrió apenas la palma de su mano. La dejó encantada. La fabricante había incluido ciertos detalles que también suelen servir para identificar a personas reales, detalles que la juguetera pudo observar en las fotos del álbum que la pequeña niña le había prestado como guía. Lucy encontró una media sonrisa parecida a la que se mostraba en las imágenes, el cabello hecho con estambre del color café exacto, ni más claro ni más oscuro, y un diminuto traje gris en imitación al original que él solía usar para ir al trabajo. 

Se aseguró de sostener bien el álbum y con la otra mano estrujó a aquel padre de juguete, a cuyo modelo no podía recordar a pesar de sus esfuerzos. Lo conocía sólo a partir de las pláticas de su madre y de los abuelos, además de las fotos tomadas cuando Lucía todavía cabía en una cuna de no tantos centímetros. La niña cruzó la calle hacia su casa acompañada por el primer objeto que compraba ella misma, sin ayuda de su madre, en sus ocho años de vida. Había reunido dinero gracias a lo que su abuela le daba en monedas cada fin de semana, ahorro que comenzó evitando la tentación de los chocolates desde que descubrió una figura coleccionable en la habitación de uno de sus primos. 

—¿Quién es él? —había dicho Lucía, señalando a la persona de plástico sobre la repisa. 

—Charles Chaplin —contestó su primo. 

—¿De qué caricatura es? —preguntó ella, sonriendo ante el gracioso sombrerito. 

—Era un hombre famoso, vivió hace mucho tiempo. Está disfrazado de su personaje, Charlot —le contestó. 

—Entonces, ¿era una persona de verdad, Cha-plin? —dijo la niña.

La respuesta afirmativa de su primo le dio la idea a Lucy, pues hasta ese momento ella había creído que sólo se fabricaban muñecos basados en personajes animados y no en gente real. Al principio, le pidió a la juguetera una copia de plástico de su padre, pero la mujer de la tienda le indicó que con el dinero que llevaba sólo le alcanzaba para uno de trapo. Aquello no la desanimó. No le importaba el material, siempre y cuando se pareciera al joven de las fotos, aquel que la había cargado hasta conseguir que cerrara los ojos cantándole “Las mañanitas” para arrullarla porque “era la única canción más o menos infantil que tu papá se sabía”, según le fue contado a Lucy por su madre. 

Llevaba a su diminuto padre para todos lados, resguardado en las bolsas de sus pantalones, vestidos y chamarras. Algunas veces lo mantenía dentro de su puño: en los días alegres como cuando la llevaban al cine o también en los ratos tristes, por ejemplo, si había tenido demasiadas taches en sus exámenes o si perdía en los juegos con su hermana Estela. Acomodándose para dormir, Lucy colocaba al muñequito sobre su almohada cerca de su oído y se ponía a imaginar que éste le traía la voz de su papá, su canción de cuna, al igual que las caracolas evocan el lejano sonido del mar. Así, la niña sentía como si su cumpleaños se repitiera más seguido que el de los demás, siendo cumpli-noches, la palabra que Lucía se había inventado. 

Una mañana, muy temprano, antes de su hora habitual para levantarse de la cama, la pequeña se despertó debido a que cuchicheaban en la sala. Tomó su muñeco y pegó la oreja a la puerta de su habitación. Aunque por lo regular todos los susurros se escuchan igual, la niña creyó distinguir una tercera voz además de la de su madre y la de su hermana mayor. Entreabrió despacio la puerta para asegurarse, cerrándola casi de inmediato, asustada. Miró en su mano para comprobar que la persona de tela seguía ahí y, en efecto, su muñequito continuaba inmóvil. El diminuto papá no había crecido hasta tamaño adulto ni cambiado la media sonrisa de hilo por ese aspecto serio que mostraba aquel hombre sentado en uno de los sillones de la casa. 

Aspirando todo el valor que pudieron recargar sus pequeños pulmones, la niña salió de la habitación con el muñeco guardado dentro del bolsillo de su camisón. En la sala, aquellas tres personas voltearon a mirarla. A pesar de ello, Lucy no se detuvo hasta estar frente a frente del señor con ropa gris. Lo observó cuidadosamente, dándose cuenta de las diferencias entre el joven de las fotos y el hombre de ahí, hallando arrugas en su cara, menos cabello sobre su cabeza, un saco gastado. Sin duda, su muñeco era una copia más fiel a su padre que aquel tipo de carne y hueso. La hermana mayor, con el ceño fruncido y los brazos cruzados, interrumpió de pronto los pensamientos de la pequeña con una voz normal, dejándose ya de cuchicheos. 

—¿No tienes nada qué decirle a Lucía? —interrogó Estela.

—Debiste esperar, Rodrigo, ¿por qué justo hoy? —agregó la madre.

—Si me hubieras dado el álbum desde el principio, esto no habría pasado —dijo el padre a la exesposa, tratando de evadir los grandes ojos de Lucía—. Necesito las fotos. Mi hija Susy quiere saber cómo me veía antes de que ella naciera y nunca sé qué hacer cuando se encapricha con algo. Es todo por lo que vine.

Estela se levantó bruscamente del sillón sin decir nada y se encerró en su cuarto, mientras que la madre fue a buscar dentro del ropero donde guardaban las cosas propias del pasado. Lucía por su parte, dejó de escudriñar a aquel extraño y, cansada de sus piernas, decidió sentarse en el lugar donde había estado antes su hermana. El hombre permaneció en silencio hasta que le fueron dadas las fotos, entonces salió de la casa rápidamente. Luego de haber dado algunos pasos en la calle, la niña fue a alcanzarlo.

—Está bien que se te haya olvidado felicitarme. Estela se enojó contigo por eso… hoy es mi cumpleaños, pero está bien. Yo tampoco te podía recordar, nueve años es mucho tiempo —le dijo Lucía y con una media sonrisa se despidió del alto, arrugado y enmudecido señor. 

Pasados los años, siendo Lucy una joven, cada que sus grandes ojos llegaban a encontrarse con los del muñeco que descansaba ya para siempre en la repisa de su habitación, pensaba en aquel cumpleaños y en la figura coleccionable de Charles Chaplin disfrazado de Charlot en el cuarto de su primo. Llegó a la conclusión de que quizá su muñeco de tela también representaba un personaje y que al igual que pasa con el resto de los juguetes, llámense de colección o no, éste se hallaría siempre en una especie de ambigüedad entre lo real y lo ficticio.