Por Oswaldo Hernández

Para mi tío “Pollo”

Mi pistolero tomaba mis piernas como cabalgata hacia su pequeña aventura cuando conducía aún el Volkswagen Brasilia. Eran tiempos hermosos. Sus diminutos dedos se rosaban con mis manos al ponerlas al volante, dábamos la vuelta y después sonreía y aplaudía. Hacía esos sonidos con los que los bebés están acostumbrados a hablar y tú tratas de darles un significado que no existe.

El apodo se me ocurrió porque así crecimos todos en mi casa. Siempre relacionamos cosas que se parecen a las personas y dejamos que el tiempo las añeje para que después sean conocidas así por el barrio. El pequeño pistolero es hijo de mi sobrino, el brillo de la casa y también del vecindario. Él y su mujer viven conmigo y mi señora. Si les parece extraño que le tenga tanto cariño, es que bueno, son niños. María Luisa y yo nunca tuvimos. Fue como si su útero estuviera lleno de arcilla inservible, pues nunca pudimos concebir. Yo le dije que era castigo de Dios por cómo ella trataba a veces a sus empleados, a la gente cercana, a su familia y demás, y siempre me tachó de testarudo.

La vida nos trató bien a María Luisa y a mí, y aunque siempre quisimos hijos, a la larga entendimos que no se podría y que llegaba a ser culpa de ambos. Nuestra familia fue grande siempre, vimos niñas y niños venir e ir. Los abrazamos, cambiamos pañales, jugamos con ellos y demás, pero desde que Perico, mi sobrino, empezó a trabajar con nosotros y nos dio la noticia de que su mujer estaba embarazada, fuimos los más felices del mundo. Un hijo nacido bajo mi techo fue como si naciera del vientre de María Luisa. Fuimos los primeros en comprarle todo lo que iba necesitando.

El negocio marchaba excelente y eso nos dio la oportunidad de apoyarlos. Nuestros empleados conducen camiones urbanos rojos. De ahí que no tuviera la preocupación de seguirlo manejando, porque fui chófer durante mucho tiempo de lo mío. El trabajo fluía como agua, no había que buscar comida por donde fuese. María Luisa servía los platos, acomodaba la mesa, y tanto ella como Perico, su mujer y yo, disfrutábamos de un buen platillo. A Perico yo le di trabajo; desde niño quiso mostrar el colmillo afilado que tenía por trabajar. Salió de su casa con quince y se vino pa’cá . Vaya pleito que me eché con mi hermano, su padre, por dejarlo trabajar y vivir enteramente conmigo.

El tiempo no se cansó de caminar, y a cuestas de que las cosas van bien, uno no visualiza cuándo saldrán mal. Es como si la delgada línea del horizonte te llegara en un segundo a los ojos y cuando parpadeas estás frente a ella, todo pavoroso porque queda aún un paso que dar. El negocio siguió igual, pero los pleitos con María Luisa aumentaron. Mi salud empezó a cobrar factura de todo y no hubo más que contratar otros choferes, confianza que puse enteramente en Perico. 

Dios me trató bien, pero la vida siempre deja el sabor de que algo te puede quedar a deber. Esa arcilla inservible que pareciera que María Luisa tenía en las entrañas pasó toda a mi cuerpo, hasta parecía como si fuera brujería, en específico a mis pulmones ennegrecidos por el cigarro. El doctor hablaba de un “sin marcha atrás”. Bien dicen que uno no sabe para quién trabaja.

Ya entrados los meses me fue más difícil respirar e incluso estar de pie. María Luisa tenía muchas desatenciones conmigo, tuve que pedirle a la mujer de Perico que siquiera me pasara el pato para orinar, con toda la vergüenza del mundo. Ella fue mi enfermera esos días negros; yo la quería mucho, la apreciaba como si fuera mi nuera y a mi pistolero como si fuera mi hijo. Dudé mucho de la actitud de María Luisa esos días, inclusive, me perdone Dios, deseé nunca haberme casado con ella. Sólo mientras le di techo, comida y le serví, después se terminaba el amor.

Parecía que venían mejores días. La mujer de Perico estaba embarazada del segundo varoncito de la casa y mi pequeño pistolero cumplía un año de edad. Fue una fiesta con pocos invitados, pero con mucha familia. Mis hermanos que no veía hace tiempo, gente de Guadalajara y demás personas que siempre tuvieron mi aprecio; un pastel y otras cosas que se ponen en las fiestas de niños. Mi cáncer estaba más grave, pero estaba feliz de verlos a todos reunidos. Mi hermosa nuera se me acercó con el pistolero y me lo puso en el regazo para una foto. No pude evitar volver a acordarme de cuando lo sacaba a pasear en el Brasilia a dar la vuelta al centro y él se emocionaba por ir manejando el volante conmigo. La foto, dijo María Luisa, la pondría en la sala pero ya no alcancé a verlo. Mi cuerpo se hizo débil como quien soporta la carga de la vida como el peso más grande del mundo y volvió a la tierra de donde salimos todos, por allá en diciembre.