Por Khatia García

Durante mi estadía he visto ir y venir a mucha gente, los he visto de distintos tamaños y edades, de género no hablo porque me limito a verlos como personas; varios aparentan tener la misma cara, o al menos eso me parece por los mismos rasgos, no sé si todos sean familia o tal vez sea cierto que existen razas. Todos ellos se van. Suben a los vagones de carga, escondidos entre la maquinaria para que nadie los vea, pero todos lo hacen, yo lo hago siempre.

Se dice que no hay nada más que la patria, la casa, no obstante, cuando ya no te ofrece nada, no queda otra cosa que marcharse. Sinceramente, no lo entiendo del todo porque yo no tengo una patria como ellos, aunque soy parte de muchas y cruzo el límite de la mayoría, no pertenezco a ninguna.

Me limito a cumplir mi tarea como su acompañante, pero prefiero no llegar al final de la ruta, no porque no pueda, sino porque es difícil. A veces lo hago por aquellos que no pudieron conseguirlo, no me queda otra cosa que observar a los pocos sobrevivientes (o supervivientes), ver lo que pocos han logrado: no haberse detenido por buena o mala fortuna, por su suerte o la de otros; algunos con manos limpias, otros olvidadas o manchadas. Definitivamente siempre son menos que al comienzo ¿no se supone que así son las cosas? (No deberían). No tengo favoritos ni me encariño con nadie, no memorizo fechas ni nombres porque así es más sencillo, sin embargo, no significa que aquellos olvidados nunca existieron.

Ellos se alejan, se quejan, pero sobre todo se dejan: ya no son ellos, ni lo serán cuando lleguen (si es que llegan). Tal vez serán los que nunca fueron o siempre quisieron ser, no los mismos, se llaman como quieren, como en su vida pasada o en la nueva, pero ¿quién soy yo para saberlo?