Por Armando Gómez Rivas

La luna se asomó de a poquito mientras subía el cerro. Había caminado horas bajo el rayo del sol. Me ardía la piel de la cara y las manos se sentían ampolladas. Pero, al ver que salía ese círculo amarillento para saludarme, sentí que podría abrazar a papá. Fue entonces que las fuerzas me regresaron. Sin derramar una lágrima, empecé a sollozar y seguí caminando.

El camino había sido duro. Ni siquiera pude recordar todo lo que había pasado; lo mucho que había tenido que andar desde que salí. Mi memoria nunca ha sido buena. Por eso, en mi morralito traía un cuaderno con las notas de lo que debo y de lo que no puedo decir. Eso me lo recomendó el compadre de papá que ya había estado en Arizona. A la mitad del cuaderno había una hoja doblada para separar las dos partes. Enfrente, en la cubierta de cartón decía mi nombre, Miguel Ángel, y Español, Cuarto Grado. Pero no es cierto, la verdad es que lo utilicé para todas las clases. Lo traje para hacer notas y, además, para poder decirle a los de la migra que tenía clases o que venía de con la maestra Lupita. Como sea, le quité las hojas usadas para que me sirviera para el viaje. Como dijo mamá, se necesitaba para tener apuntadas cosas importantes: las ciudades por las que tenía que pasar, el nombre del tren al que tenía que subirme al llegar a México, con quién tenía que hablar si conseguía pasar a los Estados Unidos…

No era malo escribiendo. Aunque me tardé mucho, mi letra se podía entender bien. Cuando pasé la primera frontera, en lancha, intenté memorizar las líneas con las que empieza el himno mexicano. Estaban en la sección de lo que sí podía decir. La gente murmuraba, en voz suavecita, cosas a la virgen para llegar pronto al otro lado. Yo repetía «un soldado en cada hijo te dio», mientras imaginaba que el país al que estaba llegando podría tener guerrillas como las que habían acabado con muchos de mis tíos. Para ese momento ya había caminado varios días, solito. Me había terminado las tortillas que me había puesto mamá y no sabía cuánto camino faltaba para llegar. No me dio miedo porque mucha gente llevaba la misma dirección; se dirigían a tomar «La bestia», el tren del norte.

Cuando sentí que estaba cerca de la orilla de México salté, sin más. Tenía mucho calor y el agua me llamó para refrescarme. Fue poquito tiempo, pero al salir parecía como si fuera parte de un grupo de niños que chapoteaban en el río. Los militares de la frontera, la migra, les pegaron a los señores que venían en la lancha y a varias de las mujeres las arrastraron de los pelos; las subieron a un camión agarrándoles las nalgas. Uno de los militares se rio cuando escuchó que dije «mexicanos al grito de guerra…» y los demás niños se unieron a cantar conmigo el himno mexicano. Yo nada más me sabía la letra, porque nunca había oído la música.

Seguí la vía del tren, hasta que pasamos una ciudad terrosa. A ratitos, para descansar, sacaba un carrito de plástico que encontré tirado. La vía empezó a vibrar. No sé de dónde, cientos de personas aparecieron de entre los arbustos. Al igual que los demás, salté para subir al tren. Los hombres se peleaban por llegar al techo. Yo me acomodé sin problema en un huequito de la escalera y poco después el tren caminó sin parar.

En la noche, con el frío y el miedo de caer, me comí todos los dulces para el viaje. Pero no me dormí. De pronto ya había amanecido, el tren se detuvo y la gente empezó a bajar. Sin pensarlo dos veces, salté para seguirlos. No podía caminar tan rápido y sus huellas desaparecieron. Seguí. El desierto era muy bonito. El sol era tan fuerte y tan brillante que los colores parecían más vivos que nunca. Quizá por eso le decían mexicano al rosa. Era como si el cielo se hubiera enojado, de repente se ponía tristón y después morado de coraje. Sí, el cielo aguantando la respiración para cambiar de color.

Al comparar el desierto con los árboles de mi pueblo, pensé que estaba en otro planeta, ni siquiera en otro país. Nunca había visto nada parecido. En casa me agarraba de los troncos para subir con las piernas y arrancar los mangos. Aunque tenía hambre y mucha sed, no me atreví a trepar a esos palos verdes con brazos cortitos que solo parecían dar espinas. Cuando la luz de la luna me acompañó, descansé un poco, dibujé algunas de mis aventuras en el cuaderno y, antes de dormir, repasé, una vez más, las palabras que me gustaría decirle a papá en el momento que nos viéramos.