Por Francisco José Casado Pérez

¿Es un final feliz o un final triste?, pregunta el ictérico y calvo gordinflón. Su esposa replica: Es un final y basta. Las novelas, y seguido, películas y series, se estructuran linealmente desde la irrupción de un inicio, la deriva de su desarrollo hasta su final, giro epistémico de la propia finitud biológica: nacer, crecer, reproducirse y morir. Sin embargo, el punto medio entre el desarrollo y la descendencia ha sido objeto de variopintos cuestionamientos y reconfiguraciones desde mediados del siglo XX, por las identidades de género, preferencias sexuales, el feminismo, las maternidades/paternidades, la planeación familiar, junto a otras vicisitudes del siglo como el poder adquisitivo, los tradicionalismos, entre otros. Al ser un hecho bipartito, conocer al otro significativo se ha vuelto un proceso sin certezas ni garantías; como se dijera entonces: “La vida es una tómbola tom-tom-tom-tómbola”.[1] Poco ha cambiado de eso.

Las relaciones amorosas, más en concreto, el romance, la sub-temática más predilecta del arte a representar sobre cada formato habido y por haber, desde la antigüedad hasta el tweet. Dijo Nick Cave: “Es muy bella esa idea de que nosotros mismos creamos nuestras catástrofes personales y que son las fuerzas creativas de nuestro interior quienes las instrumentan. Todos tenemos necesidad de crear, y la tristeza es un acto creativo” (2009: 19). No obstante, en relación a su contraparte, el desamor, piedra angular de la industria creativa, las condiciones son muy igualadas, apenas por un poco de nada la balanza se inclina hacia lo segundo. Queda claro que enlistar ejemplos sería un ejercicio interminable y a pesar de ello se continúan sumando más, debido a que, en justa medida, es uno de los testimonios más a la par de la propia evolución humana.

Los avatares son casi en su mayoría el tema central de conversaciones y chismes, hecho que entonces no debería extrañarnos ver reproducido en otros formatos y el caso de Jessica J. Díaz con Happy endings (2018), publicado por Matadero Editorial, no es la excepción. En consecuencia, los arquetipos tienen utilidad para todos los bandos, se acoplan a cualquier situación y propósito; para Jessica, el príncipe azul es la figura de un hombre (a quien censuraremos con una barra negra sobre los ojos) que se alza sobre el paisaje, representando un papel volátil en lo profundo de su núcleo volcánico. Es una bomba de tiempo a escasos segundos de estallar y cubrir todo de lava, ceniza, desolación. Un final que sólo será eso y punto.

Sobre páginas atrevidamente azules —gran acierto editorial— que refuerzan la idea central del príncipe zarco, Jessica divide Happy endings en segmentos: “Ese, mi príncipe (variaciones sobre el príncipe azul)”; “El príncipe (cito)”; “Happy endings”; “El final feliz no”; “Sobre ciertos finales”; “Love” y “Epílogo”. Y unifica cada apartado con poesía mínima, prosa, referencias literarias y cinematográficas, además del recurso del inglés (Jessica es originaria de California, E.U., residente en México) para generar una atmósfera irónica sin soltar su carga sentimental porque, seamos honestos, después de la ilusión no es sano quedarse con ese resabio, es mejor expulsarlo. “Príncipe azul / (presente) // Te pienso. / Gracias por / arruinarme. / Para ti, estos poemas” (Díaz, 2018, 15). He aquí el poder de nombrar.

Si bien la estructura general de una historia amorosa comienza cuando uno conoce al otro, entre interacciones, citas y risas, hay más citas hasta que alguno da el primer paso, el primer beso, la primera relación sexual. Este último sería el Punto de no retorno, donde se abren los sentimientos hacia el inevitable punto de inflexión de preguntar: ¿qué se es?/¿qué se quiere del otro?: “Dijiste no, no quiero, yo sí, no, por qué, dame una razón, yo quiero, no quiero estar contigo, no puedo, me citaste en la librería, aquella… no estamos enamorados, pero no podría, como si hubiera algo simbólico, no tenerlo, sí, lo quiero, sí, yo sí, yo no… convénceme” (Ibíd., p. 45). Razón y motivo se entremezclan entre discurso y acción, una vez que se toma una decisión, queda en la boca un sabor tan bien conocido por muchos que lo habrán sentido antes.

hoy supo qué es el dolor, / le cortaron las uñas y entonces, igual que en una tragedia / shakesperiana o de / Eurípides revisitado lloró tanto que / le salió una lágrima, se puso amarillo, / le bajó la presión, / casi se desmaya o eso / parecía / Werther no / lo hubiera hecho igual, no, / de ninguna / manera (Ibíd., p. 78)

¿Y el final? Sólo es eso y ya. Ya en serio. Hay una cierta belleza dentro del abrupto y críptico final de Happy endings. En primer lugar, no es exactamente como se idealiza el concepto. Hay algo de felicidad en la pérdida; una sensación de alivio, otra oportunidad de dar cuenta que el mundo no termina, cualquiera, pero no entregado mansamente a la mordida del lector. El entrecruce del sismo del 2017 que afectó gran parte de la Ciudad de México es en gran medida la razón de esa extraña presencia de lo volcánico en el poemario de Jessica J. Díaz, debido a sus características tan equivalentes: son extraordinarios y, por consiguiente, inesperados, pero ello no impide el hecho de que no puedan ocurrir de nuevo: “El volcán monogenético solo hace erupción una vez. / No se apaga” (Ibíd., p. 94).

El éxito de cualquier obra, no necesariamente hablando del terreno económico, radica en la medida en que el autor no “habite” tan de frente en ella, al contrario, su ausencia agujera un photocall donde cada lector puede colocarse dentro del discurso. En la dupla amor-desamor, en este momento me referiría al rapero Tyler, The Creator, con sus trabajos discográficos Flower Boy (2017) e Igor (2019); puntualmente en el primero, con la pista Sometimes… donde al final se escucha: “What song you wanna hear?” y Tyler responde: “The one about me”. No obstante, para el caso de Happy endings habría que acercarse entre Gone, Gone / Thank you, así como I don’t love you anymore; pero la gran diferencia está en la insistencia en Are we still Friends?, en comparación con Jessica y su decisión de salir de aquella erupción y andar nuevamente el camino.

No dejará de haber expresiones artísticas sobre los principales temas humanos, que encabezan el amor y el desamor porque como se dijo antes, son tan complejos como la propia especie de su creador. En tanto ficción tiene cierta carga real, al menos hasta cierto nivel. Entiendo ambas partes en Happy endings porque en algún momento tuve mi rosto en uno y otro marco de la imagen. Hasta este momento comprendo que, por un lado, la comunicación, especialmente el autoconocimiento, son indispensables para saber qué querer con uno mismo y con el otro; por otro lado, sucede algo similar: uno debe tener en cuenta que hay también límites propios. No es fácil, lo sé de primera mano y me queda más claro después de esta obra de Jessica J. Díaz. Aprovecho para disculparme por los inconvenientes con quienes compartí la misma imagen; sin embargo, esto no cambia el estado actual de las cosas, no todo puede ser igual de fantástico que la primera secuela de Shrek o Terminator. Hasta la vista; lo que fue, fue.

Bibliografía

Díaz, Jessica J. (2018) Happy endings. Matadero Editorial.

Cave, Nick. (2009). Sobre la canción de amor. Diario de Poesía. 22(78).  https://ahira.com.ar/ejemplares/diario-de-poesia-n-78/

[1] Creación del compositor catalán Augusto Algueró Dasca (1934-2011), que fuera interpretada primero por la actriz y cantante Marisol y años más tarde por Jhonny Laboriel, Monna Bell, entre otros.