Por Julio Villalva

Desde hace tiempo, la problemática de la representación del cuerpo dentro del arte me ha interesado especialmente, sobre todo aquella que aborda el problema identitario y su lugar dentro de la reivindicación de los cuerpos en función de sus diferencias y preferencias sexuales. De entre los artistas que aprecio por su trabajo en esta dirección se encuentran Claude Cahun, Pierre Molinier, Jürgen Klauke, Orlan, Urs Lüthi, Cindy Sherman y Yasumasa Morimura, por mencionar algunos. Cada uno de ellos ha creado un complejo sistema de representación del cuerpo, siendo en muchos casos pioneros de nuevas epistemologías y procesos de investigación en relación con lo que puede un cuerpo. No solo elogian la ambigüedad como estrategia para cuestionar el sistema binario, sino que colocan el cuerpo mismo como alteridad performativa. Cada cual, desde su propuesta creativa, ha creado narrativas donde el travestismo se torna en táctica representativa con la que cuestionan el paradigma identitario dominante y proponen nuevos modos de mirar un cuerpo.

En los años setenta y ochenta, las iniciativas artísticas desarrollaron estrategias y formas de producción en las que se enfocó el trabajo del cuerpo como soporte y documento, y se exploró la creación de nuevas subjetividades con sus esferas dicotómicas y contradictorias. Lo personal se hizo político —legado de las luchas feministas— y se abrió una vía para hablar de los sexos, de las nuevas construcciones identitarias, de su acoso, de su negación, de sus miedos y, por supuesto, de sus reivindicaciones e intereses. En los años noventa, las prácticas artísticas continuaron la exploración del cuerpo, vertebrando procesos de investigación que han contribuido a desencadenar micropolíticas de emancipación de los sujetos a través de modos no convencionales de producción. Estos procesos han propiciado formas de visibilidad y de enunciación como dispositivos de subversión y disidencia frente al aparato heteronormativo, ampliando los escenarios de debate para confrontar las particiones de la realidad sensible.

Sin embargo, no podemos perder de vista que los mecanismos de resistencia no se dan en una sola dirección. El trabajo performativo del cuerpo funciona —por un lado— como una vía de introspección existencial y de reposicionamiento político-social como táctica de liberación. Pero, por otro lado, de manera sutil y no por ello menos evidente, se entretejen prácticas de estandarización, desgaste y banalización mediática, contribuyendo a una fragmentación de los sujetos.

Los medios de comunicación de masas contribuyen considerablemente al desmantelamiento de cualquier brote de singularidad y disidencia: al darle acceso lo utilizan para reforzar prejuicios y estereotipos sexistas. La apertura es pantalla y trampa que sirve para patologizar lo distinto a la norma y enrarecerlo. La integración no es inclusión. La aceptación de la diferencia y el alegato desde la verticalidad no es sino un gesto de dejar en claro quién tiene la autoridad. Legitimar desde el sistema implica introyectar la experiencia transubjetiva en la experiencia corpórea (social y psicológica) mediante los dispositivos de control, con el objetivo de crear una heterotopía —una anomalía—, desdibujando las historias, sus relaciones y, sobre todo, las posibles alianzas. Los diferenciales dentro del sistema, al ser capitalizados y recombinados con estadios minúsculos de banalidad, tienden a la cosificación.

El caso de la artista Orlan llama la atención por ser una de las pioneras de la performance radical. De 1990 a 1995 se realizó nueve cirugías plásticas extremas, llevándolas a la pantalla como un reality show, en el que repetidamente pretendió reescribir en su cuerpo los tópicos de belleza estipulados por la cultura occidental. Incorporó a su cuerpo elementos de cuadros y esculturas considerados modelos de belleza sociales, culturales e históricos para poner en evidencia los patrones a los que se sujeta el cuerpo femenino dentro de la estructura hegemónica y patriarcal. En el año 2014 apareció en los medios Botched, un reality show de cirugías plásticas extremas. Lejos de los contenidos críticos de Orlan, en Botched se difundió la intervención del cuerpo y su modificación como espectáculo de aberraciones, donde los abusos y los timos al respecto se pretendían corregir.

La narrativa que de esto se desprende es que la transformación e intervención del cuerpo transcribe e inscribe sin pudor las expectativas del mercado con los patrones estipulados por el orden establecido. De la gente que desfiló por el programa, dos llaman la atención: Rodrigo Alves y Amanda Ahola, cuyo ideal de belleza consistía en parecerse a los muñecos Ken y Barbie, respectivamente. Sin sorpresa ni ingenuidad, lo que desde el terreno de las artes implicaba una problematización a la construcción de subjetividades identitarias inmersa en el contexto médico como dispositivo de poder, terminó por ser reabsorbida y reintegrada en el imaginario de identidades plausibles mediante la capitalización del deseo. La industria televisiva puso en marcha mecanismos que, bajo guion, hicieron de estos sujetos producto de fascinación desde el universo de lo freak, cuyas energías residuales y de resistencia se administraron para convertir las relaciones tácticas de escisión en técnicas de domesticación.

Otro ejemplo lo tenemos con el icónico Ru Paul, cuyo programa Ru Paul´s Drag Race ha sido galardonado con los Primetime Emmy por cinco años consecutivos (de 2016 a 2020) y cuyo formato ha sido exportado y globalizado a nivel mundial como franquicia, generando la ilusión de apertura e inclusión del sector trans al campo de lo real-concreto. Si la visibilización del colectivo es importante, el enfoque de los programas lo termina convirtiendo en una versión moderna de los Freak show del siglo XIX, cuestión que no sólo erosiona las luchas de reivindicación, sino que genera contextos tóxicos de desregulación del colectivo en tanto que se desdibujan las historias personalísimas de los sujetos ahí figurantes. Estamos ante un escenario complejo donde se requiere meditar sobre cómo las relaciones de poder con base en la dominación y la resistencia no pueden ser simplemente trastocadas o revertidas sin eludir los procesos de reificación y consumo.

En el terreno del arte, y en concreto en el campo de la performance, el trabajo que se hace actualmente desde el cuerpo sensible es, sin duda, deudor del trabajo teórico y práctico que le precede, pero en nuestros días el debate y la investigación en, desde y para el cuerpo en sus diversas formas, materiales y símbolos, se ha nutrido de una serie de intersecciones epistemológicas que contribuyen a la exploración y a la creación de nuevas subjetividades, disidentes y descolonizadas que establecen estados de emergencia crítica y performativa sobre los sujetos y sus realidades concretas en el ámbito social. El poder de subversión que poseen las experiencias artísticas en donde el cuerpo con sus identidades y sus deseos reposicionan a sujetos y colectivos de liberación sexual se torna ya no necesario, sino urgente porque posibilita prácticas de emancipación social e individual que inciden en la necesidad de afianzar espacios donde articular alianzas para contrarrestar material y subjetivamente narrativas hegemónicas.

Las prácticas performativas en el ámbito artístico permiten activar estrategias de relacionamiento y sensibilidad emergentes, que instauran nuevas formas de interacción desde la heterogeneidad y la singularidad de sus componentes. Sin embargo, ingenuidad a parte —insisto—, la habilidad con que el sistema de convenciones institucionalizadas ha logrado reingresar constantemente el gesto iconoclasta al inventario calculado, transmite desde hace mucho tiempo el horizonte estético de las vanguardias como clasicismo de la contemporaneidad. Desde el ámbito razonado, lo cáustico puede ser lícito, siempre y cuando sea aséptico y, por lo tanto, esta condición funcione para neutralizar el ademán irreverente reeducando el exabrupto.

 

Referencias:

Aliaga, J. V. (2004). Arte y cuestiones de género. Una travesía del siglo XX. Nerea.

Guasch, A. M. (2000). El arte último del siglo XX. Del posminimalismo a lo multicultural. Alianza.

Martínez Oliva, J. (2005). El desaliento del guerrero. Representaciones de la masculinidad en el arte de las décadas de los 80 y 90. Cendeac.

Méndez, L. (2004). Cuerpos sexuados y ficciones identitarias. Ideologías sexuales, reconstrucciones feministas y artes visuales. Instituto Andaluz de la Mujer.