Calacras

Calacras

Por Rodrigo Azueta

Título: Charrofirm
Técnica: fotografía digital de juguetes con diorama

Título: Corre
Técnica: fotografía digital de juguetes con diorama

Título: CDMD
Técnica: fotografía digital de juguetes con diorama

Vida, muerte, simultáneamente

Vida, muerte, simultáneamente

 Por José Luis Raúl Esquivel Valdés

Una de las ideas más perturbadoras desde que tengo memoria es aquella que mi abuela insertó indeleblemente en mi memoria, donde me imagino bajo tierra en manos de la putrefacción. Cada segundo que pasa, cada instante, mueren miles, cientos de miles de células con cada roce, cada rasguño, incluso cada caricia de la gente que me ama. La inevitable pérdida de todo aquello que fui y que nunca recuperaré me repugna de una manera tan fundamental que me hace pensar en que no hay ninguna célula viva que conserve de mí mismo de aquellos días de primeras reflexiones. Muerto y vivo al mismo tiempo, todo el tiempo. Elegí pues, aceptar mi condición de glamurosa putrefacción constante y permanente. Llevaré a cabo el proceso imaginativo que posiblemente sucederá durante la descomposición después de mi muerte para empequeñecer el temor a lo natural e inevitable.

Paradoja bidireccional: lo permanente cifrado en lo efímero, lo transitorio reforzado en aquello que no para, no se detiene. Mis imágenes, un espejo. Mi cuerpo desnudo en una fotografía que se desgasta, se pierde a sí misma cada segundo también y al mismo tiempo genera una imagen nueva de sí misma. No es una fotografía de lo muerto, es la evidencia de lo vivo. Un cuerpo «muerto» no lo está en absoluto. Genera vida, transcurre y refuta su aparente estatus inerte en cada huella observable de transformación. El espejo se transforma y es la imagen de lo reflejado la cual determina aquella que la ha provocado. Soy yo y al instante ya no. Una célula, un tejido, órganos enteros han sido alterados irreversiblemente. Contengo muerte y vida, y eso pasa también en la fotografía intervenida.

¿Cómo puedo observar el proceso de la muerte a través de la descomposición? Si bien la carne es una materia que me es equivalente, entre ella y a mí mismo, es parte de un cuerpo, de una entidad orgánica. Joel Peter Witkin dice de su propio trabajo: «Mi propósito es de volverme consciente de mí mismo como parte de la Creación. Aun cuando yo no estoy creando nada, construyo de todo aquello que ha sido creado». Una fotografía de mí mismo, frontal, desnudo, sin filtros o alteraciones, es intervenida con esa materia de la que se espera una separación de sus elementos; una degradación que «aporta» una nueva condición a la imagen «mortuoria» de mí mismo. Es la manera en que me presento inerte, como un trozo de carne.

Utilizo una fotografía de mi torso, como un retrato pre-mortem. En este punto he querido hacer referencia a aquellas fotografías del siglo XIX en las cuales se buscaba conservar el recuerdo de una persona fallecida. Una composición que en nuestros días podríamos calificar como siniestra, entonces era capturada en una fotografía con otro punto de vista, otra sensibilidad. Se pretendía del cuerpo sin vida una postura o actitud simulando reposo o sueño. Es importante para mí el rescate de esa composición en la fotografía que tomo de mí mismo: ojos entrecerrados, mi propia cabeza reposando en una superficie plana. La intervención de la carne inicia con un proceso del que no tengo demasiado control, la otra materia viva-muerta que pongo sobre la imagen referente a mi cuerpo hace su trabajo.

El porqué de la fotografía es para observar el reflejo de mí, dejar un recuerdo, una esencia basándome en lo que dice Heidegger: “la muerte para el Dasein, el ser que esta arrojado en el mundo, el ser posibilidad”. Una toma de mi rostro es mi muerte, ya que es intransferible, nadie puede cambiar la posibilidad de la muerte, no se le puede ceder a nadie. La muerte es propia, solo se refiere a mí, creo en que más allá de la muerte no hay nada. Si acaso es un lugar, nadie puede ir ahí por mí. Al menos no en mi nombre y representación.

La experiencia estética de lo desagradable

Aun cuando la composición y el tratamiento de mis imágenes sugieren una búsqueda o una estética particular, no puede evitar hacer una reflexión o interrogante sobre la conveniencia de estos aspectos en el momento en que las realizo. Tengo que considerar la posibilidad de su belleza incluso cuando la idea de ésta parezca superflua o secundaria ante otras prioridades vinculadas con la filosofía. El mero hecho de trabajar estas imágenes pone el trabajo en una perspectiva en la que arte, filosofía, lo bello, lo siniestro incluso lo espiritual convergen.

Es muy importante para mí considerar al arte como uno de los modos en que nos representamos a nosotros mismos. Hegel habla del conocimiento de nosotros mismos y del conocimiento que el yo tiene de su propia realidad profunda. Él nos dice que “el arte solo era inferior a la filosofía por cuanto dependía de encauzar su contenido en algún medio de carácter sensible” (C. Danto Arthur, 2005, p.173).

Quiero aprovechar la idea contemporánea de un arte al que se le ha extirpado el estigma de la belleza, pero al mismo tiempo es bello independientemente de sus características como objeto-cosa. Muy aparte de lo poético o metafórico, lo conceptual hace uso de lo estético siempre y cuando forme parte de la construcción del discurso. El asco, horror, lo grotesco y la atracción morbosa que esto podría provocar pudiera ser visto como una manera de medir el “éxito” o la eficacia de la pieza ante el público. Trabajar con estos temas de fácil seducción y encanto escandaloso constituye una manera muy probada del doble de juego entre atracción y rechazo. Es una especie de fórmula que responde a una explosión de emociones ambivalentes.

¿Habrá algo más allá de la muerte? Creo yo que más allá no hay nada, dejamos de formar parte de algo vivo en este mundo, nos convertimos en simple materia, en polvo, y tan solo dejamos un recuerdo de nosotros en nuestros seres queridos que continúan vivos. Lo asqueroso o repugnante de mis imágenes considero se hace bello desde un proceso de descomposición hasta la propia muerte, mi muerte. Tan solo somos una posibilidad existente de formar algo nuevo en nuestra muerte o el simple hecho de descomponerse y desaparecer…

 

Bibliografía

Corazón de cuervo

Corazón de cuervo

Por Dante Vázquez M 

Silencio perpetuo, definitivo,
te miro en noticieros estelares
percibiéndote en playas y glaciares
de cada amanecer radioactivo.

¿Por qué tienes que ser dolor nocivo?
¿Por qué pensarte tres o mil pesares?
¿Por qué entregarte tres o mil penares?
¿Por qué debes ser signo negativo?

Te asumo en el llanto de la inocencia.
Te sufro en la agonía de vejez.
Te pronuncio y espero con paciencia. 

Muerte. Muerte: la humana insensatez.
Muerte. Muerte: la humana indiferencia.
Muerte. Muerte: la humana estupidez.

Elvira

Elvira

Por Hugo Díaz

Esa mañana de cielo borroneado, levemente brumoso por nubes de tormenta, el hombre había decidido desayunar en lo de Elvira. Aunque vivía a pocas cuadras jamás lo había hecho vestido con el uniforme y con el arma reglamentaria. Alguna que otra vez bebió algo en un rincón apartado del lugar tratando de pegarse al anonimato. Al correr una silla y sentarse a la mesa sintió en las manos la sustancia permeable de la humedad que le impidió aferrar con seguridad la madera. Sabía que las personas como él no eran bienvenidas para ser un cliente más. Pero esperando en la parada, al medir el hambre con la ausencia del colectivo que lo acercaba a la delegación y la pronta lluvia, resolvió moverse hacia el bar. 

Nadie pareció prestarle la mínima atención en los primeros momentos, sin embargo, intuyó que el silencio era más acusador que cualquier mirada suspicaz. Elvira, la dueña, una mujer mayor con pupilas de resaca, agria, e interrogantes que construían un semblante de desconfianza, mantenía el pelo con una constante pérdida de color del teñido, siempre recogido dejando asomar arrugas que no le hacían perder cierta belleza.  Desde atrás de la barra practicó un perfil reticente cuando terminó de hablar por teléfono y dejó de escrutar al nuevo cliente. Se acercó a él una chica que nunca había visto en el barrio y encargó café con medialunas agregando, con tono de orden, que se apurara porque se le hacía tarde. 

De reojo como una escuálida figura de una pintura en movimiento vio a la chica conversar con la vieja. Hacían gestos de quienes se ponen de acuerdo. La moza volvió a la mesa sin el pedido. Se inclinó levemente y habló casi sin mover los labios, pero con la lengua rabiosa. Le reveló que doña Elvira quería saber si estaba ahí para traerle noticias de Alfredo. El cabo conocía a la persona que le nombraban, era el hijo de Elvira que se encontraba en prisión, pero fue agilizando la cara con desconcierto. En ese momento entraron dos hombres que se detuvieron cerca de su mesa y plantaron el cuerpo con disposición de salto. Casi gritando, dijo que no tenía idea de quién era ese Alfredo y que se apurara con el desayuno. La chica miró a uno de los hombres que adelantó un paso. El policía llevó la mano al arma que no pudo sacar, algo hizo que se le resbalara de los dedos. Luego el golpe en la nuca lo tumbó al piso brotado de humedad. 

Al recuperar el conocimiento sintió las manos esposadas detrás del respaldo de una silla. Una ira radial iba ganando todo el cuerpo que parecía monitoreado por el dolor en la nuca. Escuchó cuchicheos delgados que empezaban a formar frases. El lugar que miraba coincidía con un depósito en la parte trasera del bar. La vieja hablaba con los dos hombres. Uno de ellos argumentaba que el cobani que había mandado Alfredo a buscar la plata no era al que tenían esposado. Pero que seguro estaba al tanto del plan de fuga. El otro dijo que lo había visto algunas veces de civil en el bar y repitió que seguro estaba al tanto de todo. 

Los tres caminaron hasta el policía que los miraba expectante. Elvira lanzó la pregunta con voz disminuida, con remanso y respeto. Nada respondió, solo la miró fijo. El golpe en la cara que recibió de uno de los hombres hizo que brotara rápidamente sangre de una de las cejas.  El otro reformuló la pregunta. Entonces dijo que él no hablaba con cacos putos. La vieja tomó la cara sangrante entre las manos y quedó como hundida, encogida en un pensamiento afectuoso. Ordenó que lo liberaran. Los otros se negaban con tropas de palabras que la vieja no escuchó hasta que uno de ellos obedeció. El cabo se abalanzó hacia el cuerpo de la mujer y empezó a apretar el cuello. Se oyó un disparo. Elvira observó cómo la mirada de odio que siempre había visto en Alfredo iba disminuyendo, apagándose.  

A nosotras no nos llega la muerte

A nosotras no nos llega la muerte

Por Paula Giselle Zorro

¿Soy lo que es mi cuerpo o lo que percibo con él? Mi cuerpo vibra con lo que vibra y en el agujero de mi centro puedo escuchar todos los ecos del lugar. Nunca me he sentido tan inútil aquí encerrada y, a la vez, nunca había sentido vida en movimientos tan distintos. Lo que en los humanos son los sentidos para mí son mis cuerdas las que me relacionan con el entorno. Una araña camina por mi caja y se adentra en mi agujero, allí pone sus huevos y atrapa a otros insectos que también tuvieron la amabilidad de acercarse.

Recuerdo las canciones que fueron sobre mí, dedos grandes serpenteando entre mis cuerdas, de la primera a la sexta, a la cuarta, la tercera, quinta. Y un rasgado, cual caricia, poniendo fin. Este hormigueo en mis cuerdas, entre las cuales la araña empieza a telar, no se asemeja al soplo que insufló para darme vida y quitar de mi caja el aserrín de la última lijada. Recuerdo recibir el rocío de la pintura, aun cuando no tenía cuerdas y no sabía que a través de ellas podría sentir. 

Manos pequeñas y poco delicadas me tocaron por primera vez. La primera, primerísima, fue un rasgado tímido, pero con el tiempo ese rasgado se fue haciendo fuerte y energético. En mayo del 2006 perdí mi primera cuerda. Me la dejaron toteada sobre el clavijero, a veces percibo el polvo a través de esa (primera) tercera cuerda toteada. Me siento vieja, cansada, ya la pintura del mástil no está, mi cintura rota, mi puente flojo.

Me pregunto si los dedos sabrán de mí, si se acordarán del nylon sobre su yema, sacando ampollas o llenando el alma de satisfacción. Empiezo a pensar que este hormigueo, este humo en el aire, mi color gris polvo es la muerte. Pero a nosotras no nos llega la muerte, ¿cierto, caja? Los huevos empiezan a abrirse, arañas pequeñas, pero adultas salen aguzadamente a conocer el mundo. Su mundo, que por ahora soy yo. Aun a ellas les llegará la muerte y yo seguiré aquí siendo albergue viejo.

A nosotras, las cosas, no nos llega la muerte; aunque permanezcamos olvidadas en un rincón de la casa o los insectos empiecen a hacer nido en nuestros cuerpos. La muerte llegará el día —en unos años, mañana mismo— en el que reciba un golpe definitivo que convierta la madera en aserrín y el polvo en espora. Hasta que se caiga la última cuerda rota de mis clavijas y ya no quede manera de sentir el mundo.