Por José Luis Raúl Esquivel Valdés

Una de las ideas más perturbadoras desde que tengo memoria es aquella que mi abuela insertó indeleblemente en mi memoria, donde me imagino bajo tierra en manos de la putrefacción. Cada segundo que pasa, cada instante, mueren miles, cientos de miles de células con cada roce, cada rasguño, incluso cada caricia de la gente que me ama. La inevitable pérdida de todo aquello que fui y que nunca recuperaré me repugna de una manera tan fundamental que me hace pensar en que no hay ninguna célula viva que conserve de mí mismo de aquellos días de primeras reflexiones. Muerto y vivo al mismo tiempo, todo el tiempo. Elegí pues, aceptar mi condición de glamurosa putrefacción constante y permanente. Llevaré a cabo el proceso imaginativo que posiblemente sucederá durante la descomposición después de mi muerte para empequeñecer el temor a lo natural e inevitable.

Paradoja bidireccional: lo permanente cifrado en lo efímero, lo transitorio reforzado en aquello que no para, no se detiene. Mis imágenes, un espejo. Mi cuerpo desnudo en una fotografía que se desgasta, se pierde a sí misma cada segundo también y al mismo tiempo genera una imagen nueva de sí misma. No es una fotografía de lo muerto, es la evidencia de lo vivo. Un cuerpo «muerto» no lo está en absoluto. Genera vida, transcurre y refuta su aparente estatus inerte en cada huella observable de transformación. El espejo se transforma y es la imagen de lo reflejado la cual determina aquella que la ha provocado. Soy yo y al instante ya no. Una célula, un tejido, órganos enteros han sido alterados irreversiblemente. Contengo muerte y vida, y eso pasa también en la fotografía intervenida.

¿Cómo puedo observar el proceso de la muerte a través de la descomposición? Si bien la carne es una materia que me es equivalente, entre ella y a mí mismo, es parte de un cuerpo, de una entidad orgánica. Joel Peter Witkin dice de su propio trabajo: «Mi propósito es de volverme consciente de mí mismo como parte de la Creación. Aun cuando yo no estoy creando nada, construyo de todo aquello que ha sido creado». Una fotografía de mí mismo, frontal, desnudo, sin filtros o alteraciones, es intervenida con esa materia de la que se espera una separación de sus elementos; una degradación que «aporta» una nueva condición a la imagen «mortuoria» de mí mismo. Es la manera en que me presento inerte, como un trozo de carne.

Utilizo una fotografía de mi torso, como un retrato pre-mortem. En este punto he querido hacer referencia a aquellas fotografías del siglo XIX en las cuales se buscaba conservar el recuerdo de una persona fallecida. Una composición que en nuestros días podríamos calificar como siniestra, entonces era capturada en una fotografía con otro punto de vista, otra sensibilidad. Se pretendía del cuerpo sin vida una postura o actitud simulando reposo o sueño. Es importante para mí el rescate de esa composición en la fotografía que tomo de mí mismo: ojos entrecerrados, mi propia cabeza reposando en una superficie plana. La intervención de la carne inicia con un proceso del que no tengo demasiado control, la otra materia viva-muerta que pongo sobre la imagen referente a mi cuerpo hace su trabajo.

El porqué de la fotografía es para observar el reflejo de mí, dejar un recuerdo, una esencia basándome en lo que dice Heidegger: “la muerte para el Dasein, el ser que esta arrojado en el mundo, el ser posibilidad”. Una toma de mi rostro es mi muerte, ya que es intransferible, nadie puede cambiar la posibilidad de la muerte, no se le puede ceder a nadie. La muerte es propia, solo se refiere a mí, creo en que más allá de la muerte no hay nada. Si acaso es un lugar, nadie puede ir ahí por mí. Al menos no en mi nombre y representación.

La experiencia estética de lo desagradable

Aun cuando la composición y el tratamiento de mis imágenes sugieren una búsqueda o una estética particular, no puede evitar hacer una reflexión o interrogante sobre la conveniencia de estos aspectos en el momento en que las realizo. Tengo que considerar la posibilidad de su belleza incluso cuando la idea de ésta parezca superflua o secundaria ante otras prioridades vinculadas con la filosofía. El mero hecho de trabajar estas imágenes pone el trabajo en una perspectiva en la que arte, filosofía, lo bello, lo siniestro incluso lo espiritual convergen.

Es muy importante para mí considerar al arte como uno de los modos en que nos representamos a nosotros mismos. Hegel habla del conocimiento de nosotros mismos y del conocimiento que el yo tiene de su propia realidad profunda. Él nos dice que “el arte solo era inferior a la filosofía por cuanto dependía de encauzar su contenido en algún medio de carácter sensible” (C. Danto Arthur, 2005, p.173).

Quiero aprovechar la idea contemporánea de un arte al que se le ha extirpado el estigma de la belleza, pero al mismo tiempo es bello independientemente de sus características como objeto-cosa. Muy aparte de lo poético o metafórico, lo conceptual hace uso de lo estético siempre y cuando forme parte de la construcción del discurso. El asco, horror, lo grotesco y la atracción morbosa que esto podría provocar pudiera ser visto como una manera de medir el “éxito” o la eficacia de la pieza ante el público. Trabajar con estos temas de fácil seducción y encanto escandaloso constituye una manera muy probada del doble de juego entre atracción y rechazo. Es una especie de fórmula que responde a una explosión de emociones ambivalentes.

¿Habrá algo más allá de la muerte? Creo yo que más allá no hay nada, dejamos de formar parte de algo vivo en este mundo, nos convertimos en simple materia, en polvo, y tan solo dejamos un recuerdo de nosotros en nuestros seres queridos que continúan vivos. Lo asqueroso o repugnante de mis imágenes considero se hace bello desde un proceso de descomposición hasta la propia muerte, mi muerte. Tan solo somos una posibilidad existente de formar algo nuevo en nuestra muerte o el simple hecho de descomponerse y desaparecer…

 

Bibliografía