Rehabilitación chilota

Rehabilitación chilota

Por André López García

Para Ana, por el tiempo compartido y por la novela; para la profesora Claudia Leonor, por la motivación; pero, sobre todo, a Jazmín, por tantos buenos deseos y por el cariño.

Las personas, en algún momento de su vida (y la mayoría de veces, bajo circunstancias distintas) tocan fondo; suelen vivir algo que cambia radicalmente su percepción del mundo y su participación en él. Una muerte, un abuso, el abandono constante… Existen múltiples razones por las que se cometen cantidades cuantiosas de actos. Particularmente, y es en lo que se centrará el presente ensayo, la drogadicción se ve reflejada de manera magistral en El cuaderno de Maya, novela de Isabel Allende, en donde se presenta la vida de su protagonista, Maya Vidal, quien al principio sufre el fallecimiento de su abuelo, y es a partir de entonces que su vida da vuelcos que la llevan, como ya se ha mencionado, a tocar fondo.

En cierto momento, observa un cartel que reza: «La vida sin dignidad no vale la pena». Entonces se cuestiona sobre su dignidad, y comprende de súbito que se ha vuelto una alcohólica, una drogadicta: “Supongo que me quedaba un rescoldo de dignidad enterrado entre cenizas, suficiente para sentir una turbación tan violenta como un puñetazo al pecho” (Allende, 2011, p. 285). Después, y como manifestación en el libro de otro acto de tocar fondo, le roba a una madre quien, según ella, “[…] habría empleado ese billete en comprar comida para sus hijos. Eso no tiene perdón. Sin decencia, uno se desarma, pierde la humanidad, el alma” (Allende, 2011, p. 287). Con esas dos afirmaciones es presentada la realidad aplastante del personaje: no tiene límites, ya no tiene la suficiente empatía en sus acciones (quizá sí en reflexión, como lo menciona, pero de una cosa a otra hay una distancia abismal); sin embargo, lo más importante: no tiene amor, ni propio ni externo. Sus abuelos le habían tenido toda una vida consentida y mimada. Es, por tanto, sumamente interesante el rumbo que adoptan las circunstancias cuando vive de pronto en el otro extremo: robando, trabajando para personas extrañas y vendiendo para ellas sustancias ilegales, con las cuales, para colmo, le pagaban (además de proveerle seguridad y alojamiento).

¿Cómo puede recuperarse? Después de que opta por variadas salidas, de que saborea diferentes escenarios (abstinencia obligada, prostitución, venta de sustancias ilegales en Las Vegas, estancia en un centro de rehabilitación, etcétera), termina viviendo en una isla alejada del mundo, de la tecnología y de lo moderno. En Chiloé, conoce a personajes entrañables, amigos inolvidables y una familia excepcional. Allí demuestra que la siguiente afirmación, al menos en lo que respecta a esta novela de la mano de Isabel Allende, es cierta: la rehabilitación más efectiva, la mejor contra las drogas, es la que se realiza en compañía genuina, interés y consideración humana.

Buscada por el FBI, desconectada del mundo virtual (y, por lo tanto, de la comunicación con su familia de sangre), Maya aprende a relacionarse con las personas, a establecer contacto, a conmoverse. “Hace un año, mi familia se componía de una persona muerta: mi Popo, y tres vivas: mi abuela, mi papá y Mike O´ Kelly, mientras que ahora cuento con una tribu, aunque estemos un poco dispersos […]” (Allende, 2011, p. 441). Por supuesto, no debe pretenderse que el proceso sea obligado ni de un momento a otro, como se da cuenta ella misma al vivir un tiempo en un centro de rehabilitación: el problema que existe en ellos es que dentro las personas no son personas, son pacientes, son un número más. Maya se pregunta en qué se diferencian de las prisiones. Y lo que necesita la gente adicta no son imposiciones, sino propuestas, contactos, un hombro sobre el que llorar y sentir un cálido apoyo. “La intimidad requiere un tiempo para madurar, una historia común, lágrimas derramadas, obstáculos superados, fotografías en un álbum, es una planta de crecimiento lento” (Allende, 2011, p.326).

Ante la sencillez y cercanía de los chilotes (nativos de Chiloé), Maya se desarma y pierde el cuidado. Asegura en algún momento que es difícil no amar a esa gente. Respira un aire de paz, tiene charlas en apariencia triviales con las personas, pero de gran profundidad cuando se analizan. Quien la cuida, Manuel Arias, le muestra en algún momento que la escritura le puede servir de catarsis para remontar su vida, y después, como puede, ella le paga con la misma moneda, con el mismo afecto. Ambos se hacen una a una para trascender, se demuestran que las personas que dan, reciben.

Maya tiene una relación con un turista al que le dedica desvelos y múltiples pensamientos. Le dedica tiempo, esfuerzo, se conocen mutuamente, pero cuando esta “pasión de verano” termina, Maya vuelve a vivirse desprotegida, toca nuevamente una sensación de tristeza, como si su mundo se terminara. No es comparación suficiente, como es obvio, con el duelo de su Popo (así llamaba de cariño a su abuelo), porque “[…] hay un tramo larguísimo entre lo que fue Daniel Goodrich y lo que fue Paul Ditson II en mi vida, y por supuesto que es diferente” (Allende, 2011, p. 357). Entonces, se derrumba, pero se trata de un derrumbe ínfimo, un derrumbe soportable (aunque, en sentido estricto, ambos lo fueron porque siguió a pesar de ellos). Y, no teniendo a dónde huir, como sí pudo hacerlo con su Popo, confrontó al dolor a los ojos, a esos enrojecidos y amenazantes ojos.

Pero el mérito no fue únicamente de Maya, quien volcó cosas, pateó, lanzó y lloró; el mérito fue, por supuesto, de las personas que la rodeaban. Sin ellas, posiblemente habría repetido el proceso cual si de una espiral se tratase, como si volviera una y otra vez a los mismos errores y a las mismas falsas soluciones, de la forma en que todos lo hacen cuando no sienten un respaldo. Ese es el problema con la drogadicción: el abandono. Y hay una solución aparentemente sencilla, pero de aplicación complicada, sumamente complicada: el amor. Ese tema que ronda, junto con la vida y la muerte, toda obra literaria escrita jamás.

El amor es un catalizador y un sedante, un agente que cicatriza y a la vez (re)abre heridas que parecieran haberse olvidado, para permitir sanarlas. Cabe aclarar que no se habla de un amorío de telenovela, un romance o una aventura, sino del más puro y genuino amor que existe: el familiar. Es, por tanto, propuesto en dicha novela como la solución infalible a la adicción de Maya Vidal. Y, sabiendo que muchas veces es imposible obtenerlo de nuestros seres consanguíneos, ¿por qué no intentar buscar esa misma solución en otros lugares, con otras personas? Personas que indudablemente se vuelven más cercanas y más auténticas que las que son impuestas. ¿Por qué no intentarlo? Al fin de cuentas, son sorprendentes los resultados de una familia libremente elegida.

Bibliografía:

Allende, I. (2011) El cuaderno de Maya. México: Debolsillo.

El amor es contacto y en este momento está proscrito

El amor es contacto y en este momento está proscrito

Por Julio Manzanares Brecht

Como principio o fin, el amor es contacto, sin embargo, en el momento que vivimos el contacto está proscrito. El confinamiento, en un sentido, es promotor de la distancia y la deshumanización. Otra interpretación proyecta la pérdida del contacto humano como un hecho ético, un acto casi heroico del esfuerzo racional que se identifica con el amor. Aún más, la distancia entre personas se visualiza como un llamado a la prudencia, un asunto de salud pública, incluso como un hecho de supervivencia. En el contexto de la pandemia, la distancia es amor.

En los últimos días —de los más tristes de mi vida—, he revisado la importancia de las formas del amor en un contexto como el que vivimos, pero sobre todo en el propio: el del aislamiento, enfermedad y muerte. Si antes, jamás hubiera dudado del valor de un abrazo, ahora noto que jamás reparé en su importancia profunda. No es en sí la añoranza de un abrazo como proyección de una carencia o la racionalización de lo cursi, sino como un acto de amor cómplice o condescendiente que nos empata con el otro. 

El abrazo, muchas veces es una manifestación física de lo que no se puede decir con palabras y, por supuesto, también es contacto físico susceptible de diversas interpretaciones. En el contexto que describo, el contacto que se encuentra en un abrazo implica la empatía profunda que uno busca entre tinieblas. El abrazo auténtico es una complicidad emocional sin condición, entrega de voluntades, pero también una confesión de necesidad profunda. Ante el ruido de las tragedias, una voz discreta, casi muda, grita: abrázame. Es verdad que describo un contexto extremo y que deriva de una experiencia propia, pero ese mismo hecho es el que me permite dimensionar la necesidad inmensa de obtener esa complicidad, mitad física y mitad emocional que es el abrazo, o el beso, o la caricia.

Dos de mis seres más amados y yo, enfermamos de Covid, el confinamiento entonces fue más estricto. Los contagiados nos convertimos en un peligro para nosotros mismos y para los no contagiados. El aislamiento se llevó a cabo en la medida que la distribución de la casa lo permitió. Considerando los cuidados para mí y los otros, ayudé en cuanto pude. El amor es un generador potente de acciones incondicionales: sentí preocupación por ellos y casi olvidé preocuparme por mí. El impulso de servirles me hizo olvidar el temor, aunque la probabilidad de enfrentar consecuencias era alta. 

Un regalo de vida quizá, es que fui asintomático, entonces pude estar activo, cuidándome y cuidando a los otros. Mi contacto emocional con ellos fue constante: ánimos, atención y complicidad, y mi contacto físico fue estrictamente limitado, hasta que la hospitalización de uno de ellos fue inminente y la distancia disminuyó. Esa noche me senté en la cama, a su lado, no dejé de acariciarle el hombro y masajear su espalda para darle calma y confianza, para transmitirle con esa simple acción mi amor y sentir el suyo. 

Para muchos, mi acto no fue de amor, sino de irresponsabilidad. En ese momento yo lo temía, por ello no besé su cabeza, no abracé su ser y nunca abandoné el cubrebocas, el gel antibacterial, el alcohol o el jabón. Hubo que trasladarnos, hallar hospital fue una experiencia desesperante, el trato que nos dieron en algunos casos fue inhumano. Íbamos en el carro y yo le acariciaba el hombro. Luego corrí de un lado a otro, bajo un frío inclemente. Abracé su cuerpo para darle soporte y conducirnos, necesitaba ayuda (el Covid debilita). Después de un rato descubrí lo agitado que yo estaba, la cantidad de aire que demandaba mi cuerpo. “¿Qué hago aquí? Yo también estoy contagiado y debería estar confinado”, pensé. 

Me cuidé en extremo, también a los que me rodeaban. Mi compañía y mis brazos no le faltaron hasta que ingresó a la sala de aislamiento. Ya en casa, me di cuenta del encarcelamiento y de mi impotencia. Esperar los reportes médicos, uno cada día, eran un suplicio en la mazmorra, sólo me acompañaba todo el día el estrés. Por mi necesidad extrema, la fe era invitada constantemente a mi templo para expulsar de él la angustia, por medio de oraciones y decretos. “¿A quién abrazo?, lo necesito”, pensaba. 

Los reportes de los primeros días fueron alentadores, el cuarto día desalentador. Entonces me enviaron una canción al móvil, recuerdo un fragmento: “Debes amar el tiempo de los intentos / Debes amar la hora que nunca brilla / y si no, no pretendas tocar lo cierto / sólo el amor engendra la maravilla / sólo el amor consigue encender lo muerto”, (Rodríguez, 1986). El quinto y sexto día no hubo novedad. El séptimo, un pequeño avance, alentador. El noveno falleció cuando todo indicaba que la recuperación era una alta probabilidad. 

Al recibir la noticia en el hospital me agarré el rostro como abrazándome a mí mismo, no me permití abrazar a quienes me dieron la noticia. A los pocos segundos ya estaba en los brazos de dos familiares sanos. Más tarde llegaron otros, todos me abrazaron y yo me negaba a veces. Aunque no estamos en la Edad Media, hay quienes le hacen saber a uno que es el apestado, el foco de infección, o el vehículo infernal que diezma al pueblo de Dios. Pero aún, sabiéndome un riesgo, no resistí la necesidad y abracé (sin respirar y sin pegar los rostros) a aquellos que querían estrecharme. 

Descubrí entonces que abrazarnos era amarnos, expresar un millón de emociones sin palabras, intentar en equipo la proeza de disminuir, en lo posible, el dolor que emerge de la muerte. Más tarde comenzaron las llamadas: “Estoy con ustedes, aún en la distancia”. Sólo aquellos que no estuvieron en el lugar ni el momento externaron la convicción de que la distancia era también una manifestación de amor. Y llegó el debate interior a mí: ¿Por qué tengo esa necesidad imperante de ser abrazado? ¿Acaso soy un egoísta al desear a mi lado a los que amo? ¿Por qué esta sensación de desolación pese a estar acompañado?

En las últimas décadas se han revisado críticamente las concepciones tradicionales de amor. Las nociones de entrega y pasión se sustituyeron por las que aluden a la negociación, por ello, especialistas y farsantes nos han propuesto teorías, métodos y técnicas que pretenden dignificar todo lo referente al amor. Nada que esté asociado al sufrimiento se acepta. Aquel que padece o se pone en peligro por amor, resulta un ignorante en términos emocionales e intelectuales. Las tendencias ideológicas en el siglo XXI, plantean que si en el amor no se va en favor de sí mismo, el proceder es erróneo. ¿Pero cuántas veces se gana en el amor? ¿Acaso visualizar al amor como el hecho irrefutable donde se gana, no se parece más al pensamiento mercantil que a lo que brota del interior humano? 

Recuerdo entonces a Ayn Rand, defensora del capitalismo y promotora del egoísmo racional, quien declaró: “Juro por mi vida y por mi amor por ella, que nunca viviré por el bien de otro […], ni pediré a otro que viva por el mío”, (Reisel y Mattew, 1999). Sus propuestas son la anulación de lo que se conoce como amor altruista, ese que se identifica con el alma y el espíritu, y que desemboca en la compasión y colaboración, (Dawkins, 1989). En cambio, encumbra el individualismo, la concepción del amor que antepone el Yo a todo. 

El amor ideal y trascendente, o el “bien amar’, como se nos plantea, es no comprometer al Yo, a menos que haya un buen trabajo de negociación, fundamental también para el éxito de las relaciones mercantiles. Por eso, chamanes y gurús del amor nos han hecho aprender que soy: “primero Yo y luego Yo”. Es verdad que la cultura nos enseña a padecer o hacer padecer el amor, y que el cambio de concepción es impostergable, en términos de pareja, familia y amistad. Sin embargo, el amor que surge de la profundidad humana no requiere cálculos ni admite indecisiones. Cuando el amor está ahí, salta al campo para regar los brotes, aún cuando el pastizal, en tiempos de pandemia, se esté incendiando. 

Ni los escenarios más extremos han podido erradicar las formas del amor por medio del contacto. El amor del que yo hablo es entrega y cómo tal, por momentos fue en contra de mí mismo. Racionalicé y tomé precauciones, pero al mismo tiempo me arrojé sin reservas al cuidado de mis amados enfermos. Por amor me jugué la vida quizá, y es que de verdad no sabía yo que estaba ante la muerte, pero de haberlo sabido, aún así hubiera elegido el contacto. Ahora reviso el origen e importancia del abrazo, venimos de uno que duró nueve meses y fue dado por el vientre de nuestra madre. Luego del parto nos pusieron en sus brazos (Francia, s/f). Es entonces el abrazo y los brazos los que nos permiten fusionarnos con el otro, sentirnos amparados por él. Descubro entonces el porqué de mi añoranza de contacto en el contexto de aislamiento, enfermedad y muerte que describo. No es casualidad que en el momento en que el sentimiento de desolación me carcomía, la dadora de mi abrazo de nueve meses, estaba peleando por su vida.

Bibliografía

Dawkins, Richard. (1989). El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta.  Salvat. 

Fernández, Francia, s/f. “Historia del abrazo. El afecto en tiempos de pandemia” en Acción. www.accion.coop 

Reisel Glastein, Mimí y Mattew, Chris. (1999). Feminist interpretations of Ayn Rand. Pensilvania University.

Rodríguez, Silvio. (1986). “Sólo el amor”, en Causas y azares. Matanzas productora.

Movimiento y amor

Movimiento y amor

Por Fabiola Hernández

Uno de mis ritos personales es volver a ver ciertas películas en las que me siento como en casa. Nunca he estado en Hong Kong y no conozco más de lo que mi cotidianidad ha dejado pasar desde ese país ajeno, pero me sé de memoria las calles, los locales, las casas y los sonidos de una idea que revive siempre en sitios distintos. En mí y en la pantalla, porque cuando vuelvo a ver Chunking express, confirmo la frase de Wong Kar-Wai: “ni estas películas son las mismas ni nosotros lo somos como público”.

Veo Chunking express y la velocidad, las imágenes borrosas, la voz en off y los personajes me hacen pensar que enamorarse es ese movimiento incesante en el que enfocamos lo desconocido, el coqueteo con conceptos y figuras extranjeros, acciones con sentidos más mágicos que simbólicos, escenas proyectadas para espectadores que no son nunca lo mismo. 

En Chunking express una cara del amor es la imagen de una camisa de azafata que vuela con el viento mientras atraviesa el cielo un avión. También es el reclamo cariñoso de un policía a un trapito viejo y roto que escurre agua porque se ha descuidado a sí mismo. Es “California dreamin” sonando a todo volumen y unas gafas de sol en un ambiente nocturno.

Dice Gaston Bachelard que imaginar es deformar imágenes, siempre un movimiento desplazado; así construimos un lenguaje vivo hecho de metáforas, cuyo sentido va más allá de la realidad física. La experiencia del cine es para mí completamente una metáfora y mi ritual de repetir historias es una manera de leerla y traerla a la vida. 

Quizás el movimiento no sea en lo primero que pensemos al hablar del amor, pero involucra la capacidad de hacer más grande el mundo, de crear y de trasmitir una imagen viva y autónoma con posibilidades infinitas de ser. El tiempo, los rituales, los objetos y los espacios son en Chunking express testimonios de ese movimiento deformador y creador; son, en suma, metáforas del amor. 

Llevo a cabo este rito de volver a ver películas cuando necesito estrellarme contra la pantalla y volver a casa con algo nuevo. 

Tiempos wildeanos

Tiempos wildeanos

Por Teolinca Velázquez

Hoy podemos escuchar cómo se comparan nuestros tiempos con los descritos por George Orwell porque es fácil escuchar a alguien hablar de Rebelión en la Granja o referirse a la actualidad como los tiempos orwellianos; también es común que hablemos de vivir en el mundo feliz de Aldous Huxley. Pero un autor vislumbró al individuo actual de una manera profética y escribió sobre un hombre obsesionado con la juventud. Ese personaje huía de la reflexión o del remordimiento, era un hombre que sólo quería correr y burlar al tiempo sin pensar en el ayer.

Me has llenado de un frenético deseo de saber todo de la vida(Wilde,1984, p. 30) le dice Dorian a Lord Henry Wotton y yo considero ese momento literario como un guiño a la modernidad líquida de Bauman porque, al desear Dorian que fuese el cuadro quien llevara la cuenta de los años y la carga de sus pecados, alude a aquello que caracteriza la vida líquida del hombre: esa compulsión a experimentar y adquirir destreza en un intento por evitar tanto el compromiso, como el establecer raíces. Ambas cosas son parte de un proceso que se asocia con la llegada de la vejez y es con esa situación que Bauman comienza el primer capítulo de su libro Amor líquido.[1]

Cuando Wilde hace decir a uno de sus personajes en el libro mencionado (1984) que “la juventud es lo único que vale la pena poseer(p. 15), ahí no solamente hace una crítica a su sociedad, sino que describe nuestra situación actual en donde predomina esa preocupación por mantener la juventud a toda costa con acciones desde teñirse el pelo para cubrir las canas, hasta procedimientos quirúrgicos que prometen aplazar el envejecimiento de nuestro cuerpo; Wilde lo resumió en la oración: “Para volver a ser joven no tiene uno más que empezar otra vez sus locuras(p. 26). Podemos concebir las acciones actuales reflejadas en frases como “la juventud se lleva en el corazón” o “los cuarenta son los nuevos treinta” y podríamos decir que son desesperados intentos de aferrarnos a la etapa más efímera de la vida en la que erróneamente tendemos a creer que el mundo “nos pertenece por un tiempo” (Wilde, 1984, p. 15).

En estos tiempos wildeanos, el individuo define qué quiere en esta vida; nosotros decidimos qué queremos o qué no queremos y qué elementos podemos aceptar para que nuestro nuevo concepto de vida conserve su armonía. Entre esos elementos están también las personas que nos rodean, las cuales ya no son personas sino instrumentos que, en cuanto rompan la armonía de nuestro amado entorno, nos encargaremos de desaparecer.

En El retrato de Dorian Gray, el protagonista accidentalmente descubre lo que señalé en el párrafo anterior cuando Sibila Vane hace una mala representación en teatro porque se rompió la ilusión que tenía Dorian por apoyar a una gran actriz que el mundo habría de adorar algún día; herido le exclama: “¡Querría no haberte conocido nunca… has destrozado la novela de mi vida!(p. 53). Automáticamente pasa del supuesto amor al desdén porque “…siempre hay algo ridículo en las emociones de las personas que se ha dejado de querer. Sibila Vane le parecía absurdamente melodramática” (p. 53). Dorian se siente herido por ella y su reacción es de alguien que no permitirá a los demás traspasar esas leyes que él poco a poco ha establecido para su nueva vida.

Cuando Zygmunt Bauman escribió sobre las leyes de la jungla, hizo referencia a la situación en la que vivimos con miedo a que el otro nos haga daño y señaló que así se puede perder la humanidad que nos caracteriza y, por lo tanto, nuestra dignidad (Bauman, 2003); en el momento en el que los otros adquieren un papel instrumental y fugaz en nuestras vidas, se pierde esa costumbre de respetar la dignidad humana.[2]

Bauman propone que la pérdida o el olvido de la dignidad humana es consecuencia del Holocausto, sin embargo, Oscar Wilde lo propone como una pérdida subjetiva porque relata la deshumanización de Dorian Gray desde que inició ese proceso interno al desprenderse emocionalmente de su entorno.

Bauman también consideró que: “el amor a uno mismo está edificado sobre el amor que nos ofrecen los demás(Bauman, 2003, p. 108), también lo señaló Wilde cuando la carga del cielo y del infierno fue demasiado pesada para que Dorian la llevara; él mismo sintió en algún momento la necesidad de rectificarse, de empezar a hacer el Bien después de tanto tiempo hacer el Mal.[3]

Dorian Gray es un individuo en sociedad que está sometido a leyes ajenas a él, aunque en un principio él estableció sus propias leyes, éstas no son más importantes que aquellas que ha forjado la sociedad londinense. Al final, en el siglo XIX, había un Bien y un Mal generalizado ante los cuales, tanto Dorian como todos los que habitaban en ese tiempo tenían que responder; por lo tanto él al final de la historia se da cuenta de que obrar como lo había hecho hasta el momento: “era la muerte en vida de su propia alma(Wilde, 1984, p. 132) porque había alejado del amor y admiración de aquellos a quienes él apreciaba.

En esta modernidad líquida se nos permite creer que podríamos sobrevivir por nuestra propia mano, que basta con el aislamiento imaginario para dejar atrás nuestra condición humana pero es cierto que esta condición no desaparece; existen elementos externos a los que estamos sometidos y en algún momento habrán de alcanzarnos. Wilde nos demuestra con su novela que éstos nos pueden alcanzar de una forma mucho más inocente: en forma de deseo, del deseo de ser mejor; en palabras de Dorian: Quiero ser mejor. Voy a ser mejor…(p. 126). En ese punto de la historia, él se da cuenta de que hasta el momento había sido egoísta porque había olvidado la dignidad humana de él y de los demás que le amaban.

Ese momento en el que la realidad nos alcanza, nos permite descubrir que nuestro mundo sin amor lo hemos creado en nuestra mente y es imaginario; es el momento en el que lo líquido de nuestras vidas ya no puede fluir más, en que la sociedad de la imagen y del espectáculo no puede engañarnos más porque, en palabras de Bauman, aprenderemos a amar y aceptar la dignidad humana si reconocemos al otro como sujeto y humano (Bauman, 2003), no como un instrumento fugaz.

Trabajos citados

Bauman, Z. (2003). Amor Líquido: Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos. Fondo de Cultura Económica.

Wilde, O. (1984). El Retrato de Dorian Gray. Porrúa.

[1] El proceso de individualización ha sido abordado desde diferentes perspectivas, desde la económica hasta la cultural y en el mundo del arte Oscar Wilde escribió por allá de 1890, en la que fue su única novela, acerca de un personaje que decide desafiar su época y aislarse de su entorno social para buscar la satisfacción personal, algo que lo llevó a la autodestrucción. Si bien El Retrato de Dorian Gray es en realidad un retrato del individuo actual, lo cierto es que en toda la obra de Wilde me parece encontrar elementos de lo que hoy el sociólogo Zygmunt Bauman denomina como la modernidad líquida.

[2] La dignidad humana, en palabras de Bauman, consiste en respetar el carácter único de cada uno, el valor de nuestras diferencias que enriquecen el mundo que todos habitamos y que lo convierten en un lugar más fascinante y placentero (Bauman, 2003, p. 112).

[3] Aunque en un principio él decidió que el bien sería hacer su voluntad y probar las más exquisitas cosas de este mundo y que el mal sería perderse toda experiencia mundana.