Por Eduardo Paredes Ocampo

“Living is easy with eyes closed…
The Beatles, Strawberry Fields Forever

Antes de salir, abrió la caja y extrajo por última vez el objeto. Este –debido a sus cualidades metálicas y tocado por el sol herido del atardecer– reflejó el fulgor de los rayos por toda la habitación que hacía dos días (cuando había encontrado la camioneta) usaba de guarida. El prisma cromático emanado desde la pieza circular se regó desde sus manos hasta las fotografías colgadas en las paredes de esa sala: los remanentes de otra vida que, como la suya, había sido arrebatada seis meses antes.  

La rapidez del destrozo todavía lo hacía soñar con los hechos de un mundo latente, templado en su tan reciente tumba: su trabajo en la radiofónica, su esposa rozándole los nudillos con sus dedos, los pies helándosele al entrar al mar. Sueños que parecían hechos solo para sorprenderlo al despertarse en una casa desconocida, tiritando de frío y abrazándose a lo único que aún llevaba la marca del ayer: la caja y, adentro, el objeto circular, reluciente. 

Los demás resabios del pasado eran inmateriales. Con la repetición, su memoria consagraba aquellos tiempos en los que todavía no tenía que escapar por su vida o buscar desesperadamente por una mísera lata de conservas después de días sin comer. Si no era en sueños, durante sus vigilias y prolongados insomnios le venían a la mente conversaciones con amigos, promesas incumplidas a su esposa, moralejas añejas de sus padres y, entre una y otra remembranza, las melodías de tantas tonadas que, cada tarde y por el transcurso de tres horas, elegía para los radioescuchas del 88.1 de FM. Una canción era más recurrente. Cuando surgía le dibujaba una mueca en la boca, le raspaba el paladar en su paso hacia el exterior y, ya en forma de palabras y a punto de emerger, se le estrellaba en el reverso de los dientes –que se mantenían firmemente cerrados, aprisionando el “Strawberry Fields Forever” para no revelarse ante los Hambrientos. 

La melodía aparecía solo como murmullo entre los labios, arraigándola a los decibeles suficientes para oírse y no ser oído y así sentirse (por momentos y cerrando los ojos) exento del rumbo errado que el destino de la tierra tomó. Concentrándose en ese resabio de voz, se evadía del ahora, viajando hacia lo que más lo consolaba: su perdida cotidianeidad. Ese cuasi-tarareo de un John Lennon diminuto, empequeñecido tras la mordida, era el soundtrack para remembranzas como cuando su esposa, sorprendida de que no conociera la nemotecnia, le había enseñado a distinguir entre los meses de treinta y los de treintaiún días pasándole los dedos por los nudillos y los huecos adyacentes mientras le preguntaba ¿junio? ¿julio? ¿agosto?… Verla así, tratándolo con la mezcla de impaciencia y ternura con la que se trata a un niño, le había provocado una alteración visceral que solo al cabo de días de reflexión pudo traducir en una invitación a cenar, un ramo de rosas y unas cuantas palabras: “Diana, cambié de opinión… creo que sí quiero tener hijos”. Pero cuando su recuerdo llegaba a reconstruir lo que había seguido a sus palabras –la sonrisa de su esposa y el repentino brillo de sus ojos– paraba, en su mente, la pista en seco (“Let me take you dow…”), antes de que un dolor insufrible le robara la última voluntad por sobrevivir.                     

Tales nostalgias –y lo que de ellas iba olvidando para completar con mentiras– lo dejaban físicamente exhausto. A veces pasaban días enteros en los que no podía salir del escondrijo escogido esa temporada (depresión la llamaban antes). Aun así, sabía que no podía deshacerse de ellas. Eran, con la caja y el objeto dentro, su única ruta de regreso a cuando la sinrazón significaba unos cuantos pobres, guerras, el calentamiento global y no hombres devorándose los unos a los otros.   

También estaba la otra cara de la moneda: no había día en el que no considerara acabarlo todo. Y, en esa ambigua balanza, conforme pasaban las semanas, iba pesando más la opción del suicidio. Tanta hostilidad acechante lo había obligado a acompañarse de un arma –la cual, debido a su habilidad para escabullirse y ocultarse, había tenido que usar sólo una vez. Aun cuando la pistola era la herramienta idónea para dar el salto a ciegas –y, si es que acertaba y existía un “más allá”, volver a ver a Diana–, se reusaba a hacerlo así. Lo repugnaba la imagen que de tal salida se había hecho: la de sus sesos esparcidos en una sala ajena, el correlato físico de su sagrada memoria lentamente escurriéndose a lo largo de una pared blanquísima. 

En vez, entre una y otra cavilación, había logrado idear una forma más digna y simbólica de irse. Desde que tal escenario le había venido a la mente, sus prioridades cambiaron y paradójicamente su supervivencia se subordinó a la compleción de su antítesis. Por ello, pasaba las horas del día en pos de una única meta: encontrar un automóvil con reproductor de CDs. Hubiera bastado cualquier reproductor de CDs (o, en todo caso, cualquier reproductor de música) pero parte del descalabro del mundo había surgido como consecuencia de un apagón generalizado de la corriente eléctrica. Como consecuencia, sus opciones se reducían a aquellos reproductores que tuvieran una fuente de energía autónoma a la de la corriente común –y, en ese escenario, sólo los autos cumplían tal requerimiento.  A los pocos días de iniciar su búsqueda, se había percatado de que existían varios impedimentos que se le interponían para completar el plan, algunos de los cuales eran: 1. en el momento del cataclismo, pocos autos se manufacturaban todavía con reproductores de CDs; 2. muchos de los que todavía contaban con tal función habían dejado de tener batería, después de más de seis meses sin arrancar; 3. a menudo era imposible abrir el switch para accionar el reproductor por la simple razón de que las llaves se habían perdido, etc. etc.   

Pese a estos y otros varios obstáculos, una tarde, después de dos meses de búsqueda, logró abrir una vieja camioneta (cuyas llaves estaba encima de una de las llantas). Después de varios intentos logró hacerla funcionar. Cada paso del proceso lo realizó con suma cautela: hizo un escaneo exhaustivo de la zona, se cercioró de que nadie volvería por el coche y, sobre todo fue lo más silencioso posible. Después de ver que su plan podría cumplirse pronto, decidió refugiarse en una casa frente al coche para custodiar su hallazgo, descansar durante dos días y prepararse mentalmente para lo que vendría.   

El objeto dejó de arrojar su relumbre por los rincones de la habitación: el ocaso avanzaba afuera, dejando la casa en penumbra. Era hora –y esa luz moribunda se lo indicaba. Objeto en mano, abrió la puerta para salir a un exterior dorado por un sol casi extinto. Sigilosamente caminó hacia la camioneta, la abrió y se subió al asiento del conductor. Tomó un largo aliento, el fin estaba cerca. Prendió el switch y luego la radio (solo estática surgía de las bocinas). Presionó el botón de la función de reproductor de CDs y acercó el objeto a la ranura correspondiente. Una vez inserto, escogió el track 8. Subió el volumen casi al máximo mientras los primeros acordes de “Strawberry Fields Forever” sonaban. A lo lejos, por la calle, vio un par de hambrientos acercándose, atraídos por la música –pronto, cuando el coro estallara, vendrían más. Entonces cerró los ojos y se dejó escapar, mientras pasaba las yemas de los dedos nudillo a nudillo.