Por Juan González Repiso

Hay un anciano, míseramente jubilado, que tiene la costumbre de ir al Liberty State Park para fumarse un puro, de esos pequeñitos, a escondidas y, de camino, meditar sobre la inconsistencia de las cosas y otras nimiedades por el estilo. Eso sí, no soporta que su banco habitual esté ocupado; cosas de jubilado y de la edad —está claro—, porque se inspira mejor en sus digresiones si se siente en su sitio, como si cada uno tuviéramos un lugar predestinado para filosofar a nuestro antojo.

Y se pone a observar, entre calada y calada, la silueta verdosa de la Estatua de la Libertad. ¡Qué carajo! —piensa—, ¡qué más da si la que sirvió de modelo para la efigie fue la madre de Bartholdi, el escultor, o Isabella Boyer, su presunta amante y, por cierto, heredera del industrial Singer, el de las máquinas de coser. ¡No pega nada! —razona—, ¿una duquesa, una potentada para tan libérrimo símbolo? Aunque, eso sí, tiene claro que en cualquier caso tenía que ser una mujer, aunque no sepa exactamente por qué; una intuición. En el fondo, aún le cuesta reconocer que es un irreverente iconoclasta.

Más tarde, se va calentando y, confuso, se pregunta si aquel Imperio en el que vive —sobrevive sería el término más exacto— no oculta con tantos emblemas, insignias, distintivos y banderas la obscenidad de tanta guerra absurda, la indecencia de apoyar las dictaduras más sanguinarias, aquellas dos bombas criminales y el escándalo de imponer el sistema más injusto, tanto a los partidarios como a los empadronados en la utopía contraria.  

Pero, qué carajo, si el de libertad es un concepto complejo, ininteligible, inacabado, tal vez —piensa apurando el puro con tristeza—. Sí, sí… facultad de hacer o de obrar, dejar de hacer si te da la gana, no ser esclavo, no estar subordinado a un imbécil, no estar preso, estar exento de deberes y regalado de derechos. En esa amalgama de ideas se entretiene apoltronado en el banco con los labios fruncidos. Y niega con la cabeza cuando se acuerda de que un presidente, ese que se ha inventado una América Boreal a su imagen y semejanza, alentó el asalto al mismísimo Capitolio. ¡Ahí queda eso! —se dice en un soliloquio con la única persona del mundo que lo entiende, y más enfadado aún, si cabe—.  

Entonces tira la colilla, la pisa con rabia y suspira derrotado. Ya son muchas semanas de venir y ponerse a pensar en lo mismo. Que si el tiempo que estuvo sin trabajo, sin seguro médico, el que tardó en ver una nómina con más de tres cifras. ¡Libertad!, ¡qué carajo! —masculla—. ¿La libertad de la supervivencia de millones frente a la insolente opulencia de unos cuantos mentecatos? ¿La libertad de que te manejen los medios de comunicación como a perritos amaestrados? ¡Esa sí que es buena, señores!; votantes en manada, que viven puerta a puerta con el apuro y la necesidad, dan su voto a los que matan por eternizar el desequilibrio tan común en nuestras ciudades. Y se va calentando cada vez más, a punto de encender otro purito, pero se arrepiente a tiempo; otra promesa incumplida la de dejar el tabaco. Ya es hora de volver al metro, de regresar a casa, de abrir el buzón y encontrar facturas y esa propaganda que nos entontece cada día más sin darnos apenas cuenta. ¡Hay que joderse!

¡Libertad, dicen! Si casi tenemos que pedir permiso para colocarnos en algún sitio nada más nacer. Que todo está cogido, ocupado, comprado. A esas alturas las pulsaciones le van por encima de noventa, y eso no es nada bueno para la hipertensión; todo el mundo lo sabe. Por eso, porque se conoce, hoy tomó descafeinado en el desayuno.

Cuando llega a ese punto es cuando se pone a recordar, ya casi histérico, las cosas que le dicen por el barrio y por su casa sobre su ácido radicalismo y su larga ingenuidad. ¡A la mierda! —espeta—. Yo sí puedo ver con claridad cómo nos han metido a todos, con un calzador bien grandote, en este capitalismo de caverna que es el timo del milenio. Y me dicen distópico y neurótico, joder, y otras tonterías por el estilo —indignado, escucha en su cabeza golpes de los latidos de las mil preguntas que se hace y responde como para confirmar que nada falla en su diagnóstico—. Que libertad, sí, faltaría más, pero siempre de la mano de la justicia y la ecuanimidad. Que no hay nada más insoportable que una balanza desequilibrada, ¿o no? Así que no cambiaré de idea porque muchos estén políticamente ciegos, ni pensarlo. Estoy contra la miseria, contra el vivir atemorizado, contra la injusticia, las hipotecas a largo plazo, las jaulas invisibles y de una libertad, qué carajo, que está diseñada a la medida de unos cuantos.

Así, algo más desahogado, termina su mañana en el parque, su escapada semanal y vuelve por calles repletas de gente que no saben lo que él ha estado pensando. Al llegar al portal saluda con un amable buenos días al vecino del tercero, que observa curioso esa risilla inexplicable con la que acompaña su salutación cada vez que te cruzas con él. Su mujer, al verlo entrar le pregunta: ¿Qué tal hoy la Estatua de la Libertad? Él contesta irónico y aparentemente indolente: ¡Hueca!