Por Carlos Valencia

Habitar un lugar es, en buena medida, planear una manera de marcharse
Andrés Neuman

Expósito: palabra extraña y con sonoridad exasperante que había encontrado en un libro del registro civil en la caja Nº 2, tomo I, folio 4 del año 1803 en la Notaría Segunda de Pasto, un libro grande cubierto de cuero y roído por las ratas.

Ámbar me había presentado ante Mónica, quien se desempeñaba como docente investigativa en el área de historia, vestía un abrigo negro hasta las rodillas y unas botas de charol como de equitación, sus labios pintados de un rojo obscuro le imprimían una leve seriedad a su rostro.

–Mi nuevo auxiliar investigativo –me dijo.
–Ansioso de trabajar con usted –le respondí, balbuceando y emocionado.

Con elocuencia le mencioné que estudiaba letras, asiduo lector de crónica literaria, y al final le extendí la mano para sellar el pacto laboral diciendo:

–Infinitas gracias.

Casi tres meses sin trabajo y las palabras “auxiliar investigativo” iban más acordes a la profesión que estudiaba o al menos así lo sentía, pensé en cuán directa era su propuesta sin rodeos ni explicaciones, pero claro, Ámbar le habría contado la precariedad de mi situación y sin duda no podía vacilar en mi respuesta. Mis tareas consistían en ir a visitar notarías y el archivo histórico de la ciudad, adentrarme en sus hojas amarillas escritas con pluma, revisar fechas cronológicamente, tomarles fotografías e ir organizando las referencias.

Llevaba 44 tardes sin intermitencia fotografiando folios –exceptuando fines de semana–, mi trabajo no era precisamente leerlos, pero la curiosidad me obligaba a ojearlos; al inicio las palabras eran extrañas, la caligrafía de esos escasos letrados del 1803 se asemejaba a garabatos de un niño, su ortografía muy distinta a la de este siglo. La jornada laboral comenzaba a las 2 p. m. Mónica había dirigido una carta a la Notaría Segunda firmada por ella con el sello de la universidad, durante una semana al ingresar presenté ese documento, transcurrido el tiempo todos distinguían mi rostro y ya no era necesario. La profe Moni, como le decía de cariño, tenía asignado su propio cubículo de estudio en la Biblioteca Leopoldo López Álvarez, dedicaba sus tardes a leer y escribir su tesis doctoral. Al salir de la biblioteca a las 6 p. m. En ocasiones me llamaba al celular para invitarme a tomar café o si era el caso a cenar, cosa que agradecía, por tal razón cuando salía de la notaría esperaba su llamada hasta las 6:30, de lo contrario caminaba hasta el paradero del bus, fumaba y regresaba a casa. En las tardes de café la profe me daba cátedra sobre La hybris del punto cero, luego le hablaba de Los suicidas del fin del mundo.

Mónica tenía 36 años y había pasado cuatro en España estudiando Historia de América Latina Mundos indígenas en la universidad Pablo de Olavide de Sevilla, se había memorizado una cita de Néstor Canclini que expresaba: “Repensar qué significa hoy ser latinoamericano, es interpretar la persistencia y los cambios de una historia conjunta que se niega”. En su estancia compartió con un español que la llevó en yate por el Mediterráneo y le propuso matrimonio. “Me quería condicionar” decía; pero ella lo rechazó, decidió retornar a su ciudad para seguir revisando folios antiguos, sumida en su cubículo y con su cabeza repleta de historias. Vivía en una zona campestre a 40 minutos de la ciudad, se movilizaba en bus y siempre conservaba su estética de luto.

Dada la ocupación de tiempo vespertino, había abandonado mis propias lecturas y perdido el parcial de La paz de Aristófanes de literatura grecorromana. Por aquellos días también había dejado las noches de fiesta y a Ámbar solo la veía en la universidad; su compañía que antes era inexorable, por aquel tiempo me era prescindible.

La profe extenuada de los viajes en bus desde su residencia rural había comprado un apartamento en el centro de la ciudad; antes de trasladarse me encargó que buscara un albañil para pintar el nuevo lugar, sin dudarlo me ofrecí a hacerlo aseverando que ya lo había hecho antes, le expliqué los tipos de pintura 1, 2, 3 y cómo luego se podía lavar las paredes sin necesidad de volver a pintar. Para tan épica tarea Ámbar se sumó y decidió ayudarme; comenzamos un sábado a las 8 de la mañana, colocamos plástico y cartones en el piso para no mancharlo, utilizamos brochas y rodillos de felpa. Esparcimos la pintura a la par que nos besábamos, a la vez dibujábamos siluetas en la pared, símbolos y signos que se asemejaban a un cuadro de Basquiat; en un gesto tierno pinté de blanco hueso los pómulos de Ámbar, ella hizo lo mismo en mi rostro. “¡Para! nos vamos a estropear la ropa”, envuelto en esa atmosfera y con el olor de la pintura le respondí con un beso. Nos cubrimos la espalda y el pecho de pintura, antes de que se secara en la piel nos metimos al baño y nos duchamos. Al anochecer el apartamento estaba completamente pintado.

‘Expósito’ proviene del latín expositus que significa expuesto, pero en el contexto histórico de las notarías hace referencia al recién nacido arrojado al abismo del abandono, una práctica muy recurrente en la vida colonial y republicana. En la casa del burgués, el dueño y señor abusaba sexualmente de su “sirvienta”, “india” o “esclava” y luego la obligaba a deshacerse de ese hijo para no ser presa del escarnio público y la vergüenza de relaciones extramatrimoniales, los niños se dejaban abandonados en las fachadas de las casas de familias pudientes y muchos de ellos terminaban viviendo con su padre legítimo.

La mañana que Mónica volvía a España fui hasta su apartamento, el cual había pintado con Ámbar; ella iba a defender su tesis y yo había egresado sin graduarme de la universidad, estaba realmente sujeto al dolor de abandonar un fragmento de días apacibles, en mi lugar debía regresar al pueblo, a la aldea, a la villa. Ámbar me había cuidado, ella era la ciudad con sus calles enredadas en mi sombra. Revisé con calma una caja llena de libros que la profe me había obsequiado: La ciudad letrada, Las palabras y las cosas y Fuego en el altar de Gonzalo Arango.