Por Víctor Manuel Guadarrama Prado “El Monch”

Como señala Raquel Gutiérrez, las sociedades modernas son un “conjunto de fragmentos confrontados y antagónicos subordinados por el capital, unificados ilusoriamente en totalidades aparentes y conflictivas atravesadas por relaciones de explotación y dominación”, a través de la organización de la vida cotidiana y el manejo y contención de los conflictos internos. Sin embargo, existen momentos históricos en que “los conflictos, antagonismos y desgarramientos internos en una sociedad desbordan todo el andamiaje diseñado para su administración y encauzamiento” (2008, p.19). El rocanrol mexicano surge en el momento en que la incapacidad de la modernidad de cumplir la promesa de emancipación se vuelve evidente. La inconformidad de una generación derivó en prácticas de interrupción y resistencia que no se instalaban en ningún orden práctico ni en la tentación sintética y positiva.

A diferencia de la crítica de las izquierdas durante el movimiento jipi/teca, que desechaban el movimiento por la ausencia de un proyecto revolucionario, a través del desmadre se logró desconfigurar el orden instituido, se problematizó el progreso, la continuidad del proyecto revolucionario mexicano, las relaciones patriarcales y la legitimidad de la educación oficial. Esto permitió traspasar el umbral de las transformaciones y contestar el discurso del progreso como único camino a la utopía. El momento de autorreflexión que se vivió en la crisis del modelo desarrollista permitió una interrupción del tiempo cotidiano del capital, generando el desplazamiento de una temporalidad lineal a una temporalidad horizontal, en la cual la utopía se interpretaba como u-vía, en un presente que se extendía hasta su conclusión.

La u-vía es el lugar de la proximidad perdida, la cual fue “exorcizada” del cuerpo burgués a través de la ciencia positiva y el pudor cristiano, arrojándola al lado salvaje donde habitan los negros y las brujas, cuyos cuerpos sexuados dibujan con su ausencia los contornos de la civilización moderna. Su recuperación en las juventudes, a través de Chuck Berry y Nina Simone, llevó a experimentar con formas de democracia radical, en comunas y movimientos espirituales, en formas de vinculación erótica, cuya finalidad era intensificar la vida en experiencias colectivas que permitieran formar vínculos emotivos/solidarios. Nunca fue necesario tomar el poder, solo hacía falta, como repetía Timothy Leary: turn on, tune in, drop out.

El conocimiento, de esta forma, ya no quedaba vinculado al progreso sino a una temporalidad interrumpida en la que se daba una suspensión del orden y de los cánones. Ésta abrió la posibilidad, en el ámbito de lo local, de inventar lugares otros. Espacios heterotópicos donde el vacío daba origen a un sentido/necesidad de dirección, pero no una dirección con un objetivo, sino una insinuación de camino, una invitación al vagabundeo que trazaba geografías subversivas, dislocaba y fragmentaba el orden establecido. Un vagabundeo que encantaba lugares con su paso y permitió cartografiar un mundo más allá del panóptico. La Ciudad de México se vivió como una ciudad fronteriza en el pleno centro del país: efímera, mutante, con sus hoyos funky y sus toquines ilegales en los barrios, donde los jóvenes podían echar desmadre y compartir la experiencia del rocanrol en libertad. Sin juicios que limitaran su ser, la realidad se volvía muchos mundos posibles.

El tiempo libre era el cronotopo de una generación que en el momento de cuestionarse a sí misma y a su contexto desbarataba los supuestos sobre los que se constituía el camino a la adultez. De ahí que el gran “problema” con la juventud siempre haya sido cómo regular o apropiarse de su tiempo libre, o inclusive reprimirlo. Es en ese tiempo del vagabundeo en el que se construyen vínculos emotivos/solidarios basados en el encuentro cara-a-cara, donde se comparte y construye colectivamente el horizonte de deseo. Como señala Raquel Gutiérrez, “[s]on esas acciones generalizadas de insubordinación y desafío a la normatividad y a los tiempos de la producción del capital y del estado, las que han abierto la etapa histórica en la que vuelve a ser pertinente la reflexión sobre la emancipación social” (2008, p.46).

Estos cronotopos del vagabundeo sirvieron para generar cohesión entre los jóvenes, a la vez que permitían unificar su inconformidad contra la sociedad, los agandalles y la represión. El rocanrol enfatizaba el sentido de comunidad renovada, que era la idea subyacente al desmadre. Woodstock y Avándaro no ocupan ese espacio mítico solo por la música que se tocó, sino que son la meta- metáfora de la contracultura porque por unos días se vivió la utopía. Por unos días reinó el rock, el LSD y la marihuana, espontáneamente se dio una dinámica basada en el amor y solidaridad entre desconocidos, libertad de ser, de olvidar y de recrear. Fue un cronotopo en el cual las personas se hacían cognoscibles por su proximidad, por su apertura. Era una comunidad de fronteras abiertas y relaciones promiscuas, donde el amor y la responsabilidad por el Otro eran el vínculo que vibraba en cada nota.

De ahí que se pueda decir que el rocanrol es el resultado de una temporalidad interrumpida, un suspense producido desde el que se intensifica la voluntad y la pasión. De entre el dolor y la angustia de la posguerra, con sus tiempos subordinados al capital, la juventud encontró una temporalidad que, al desplazarse horizontalmente, escapaba a la modernidad instrumental y abría las puertas a la alegría de vivir, tal vez participando en la frenética danza de la soledad -rythm & blues- se sacudirían toda la muerte, el odio, el vacío que les habían heredado de generación en generación. El rock es incertidumbre, es presentismo, es desmadre. Es la posibilidad de olvidar, de permanecer incompleto y en constante devenir.

I don’t know what’s gonna happen, man, but I wanna have my kicks before the whole shit house goes up in flames alright (Jim Morrison, American Prayer)

Bibliografía citada:

Gutiérrez, R. (2008) Los ritmos del Pachakuti: movilización y levantamiento indígena-popular en Bolivia (2000-2005). Buenos Aires: Tinta Limón.