Por Alejandro Díaz De Pardo

Los ojos se juntaron en un soplo amoroso bajo las emanaciones de clorofluorocarbonados de las empresas, bajo el cielo negro, sin sol, sin más que densos cúmulos enhollinados y dispuestos a escupir su ácido a la madre muerta. Los ojos se juntaron, se juntaron sus formas y sus pensamientos bajo los edificios de cristal y las torres transformadoras de energía humana. Todo se centra en aquella escena oscurecida por una niebla venenosa que trasiega como el ángel de la muerte por entre las calles luego de la antigua hecatombe, cien veces peor que Chernobyl.

—¿Sientes el paseo? —su voz en un hilillo audible a los oídos de su acompañante en la oscuridad.

—No, Audrey —otra voz suave entre murmullos y sonidos industriales en lontananza que se dejaba oír entre la tenue oscuridad.

 —Está oscuro.

 —Desde hace tanto… Audrey, ¿me amas?

Sus ojos se cerraron por dos minutos. El sol quiso iluminar la tierra ennegrecida, mas el hollín y el humo impenetrable jamás lo permitirían.

—Sí, Sue —Audrey calla y avanza entre las máscaras de oxígeno junto con Sue que, tomando  sus manos entre las suyas, le conduce a las ruinas de la antigua civilización, ya tan lejana ahora.

Las torres consumen día tras día, noche tras noche, cada gramo de energía que los campos humanos producen. Las aguas ya no se mueven en aquel estanque viscoso de pez ácida donde Sue lanza guijarros, donde observan los relámpagos verdes por el exceso de plomo en el aire, donde siente avanzar el azote de los Antiguos en forma de nube verdusca y arsenicosa que nunca deja de fluir ni de robarse las pocas vidas que pueden tomarse aquí…

Audrey le toma y le besa. Sus ojos se juntan tras el contaminar y la desolación.

—¿Por qué dudas? —Sue responde el beso, su voz se funde con el silencio.

Nada era cierto acaso entre las ruinas que daban cobijo al mundo y ahora sólo llama a las mutaciones aberrantes de ratas y palomas… La noche eterna cae sobre dos siluetas que se juntan entre las tumbas de un universo hace ya tanto tiempo destruido.

—Esto no es cierto Sue, no puede ser, no somos así —su exaltación se difumina; la sombra acaece.

—¿Por qué?  Yo lo sé pero ¿importa acaso?

Audrey calla de nuevo. Miríadas de ratas gigantes azules de seis patas marchan hacia el pueblo para sacar lo poco que no se ha echado a perder sin la respectiva higienización. Quiere correr, quiere morir, quiere escapar… No quiere nada.

—¿Me amas? —la voz suave de Sue muere en el rugido de un verdolaga relámpago.

—Sí —se levanta— pero no es nuestro, eso era antiguo…

Ve la pez, la lluvia ácida caer y a las ratas arder bajo su mojar siniestro e inenarrable. Ve todo tan holístico, tan sereno e irremediablemente absurdo que lo quiere olvidar.

—Esto no es amor… No es nada.

—Dudas, tienes miedo…

Sue se levanta y avanza. Piensa huir, piensa llorar, piensa mucho y no piensa nada… No piensa acaso bajo la lluvia sulfúrica que destroza los campos, manchándolos de un familiar tono carmín denso y sucio del que se vieron empantanadas las planicies hace siglos, cuando se peleaba por el agua y el último aire respirable… Sus ojos se juntan, se observan, se estudian y se abrazan ante lo ilógico del orbe, de la maquinización salvaje y de nuestra propia ignorancia. Se besan, se precipitan en la pez y nadan gozosos en la tiniebla eterna de un efecto invernadero perpetuo como la esperanza que tanto mal hizo a los dueños de aquellas ruinas.

—¿Importa algo más acaso?

—No…no sé, ¡NO! —Audrey se hunde en la horrenda masa líquida, en la tremenda densidad del cuerpo negro que le abraza con fuerza de ofidio extinto y con la resolución de su palabra.

Los he visto nadar en el estanque de brea, los he visto estar, juntos sus ojos y sus bocas, entre nuestras máscaras de oxígeno vitalicias para nuestro amargo sobrevivir. Chernobyl fue juego, esto es el futuro. Los he visto ser como antes éramos mientras la madre vivía y podíamos nacer, no ser cultivados. Los he visto discutir, pensar, dudar, amar, vivir, sentir, crecer… Los he visto olvidar la desolación en la que están para abandonarse en una nueva obcecación, tan arcaica como el parto y la lectura en la actualidad, en esta actualidad morbosa y asquerosa…

La máquina ha vencido desde que nació hace diez siglos, ahora sabe más para heredar lo que queda de este planeta… La máscara cae al suelo, el ser inhala profundo. Sus ojos se juntan, se estremecen, se contraen sus pupilas biónicas al ver que el humano se desploma frente a sus metálicos pies.

Sue y Audrey nunca serían los mismos robots biomecánicos después de eso.