Por Diego R. Hernández
“El ser humano es un ser diferente porque no piensa”
Mr. pig
Es entendible que existan múltiples maneras de interpretar la modernidad cuando nos enfrentamos a definiciones como la proporcionada por la RAE: “cualidad de moderno”. Entonces rastreamos distintas significaciones desde las superficiales hasta las que demandan una mayor profundidad. Se le considera moderna a la persona o cosa cuya existencia en la vida social tiene poco tiempo, de manera que un adolescente se considera más moderno que un abuelo, al igual que el reggaetón frente al blues, pues bajo esta concepción la modernidad se contrapone a lo antiguo.
También se le percibe como un sinónimo de actualidad, por ejemplo, los muchachos aficionados a un grupo o género de música en específico o a la política respaldada por algún ismo donde el valor como individuos lo obtienen de la colectividad, entrarían en la definición de lo moderno, aunque lo que representen sea más bien antiguo con la posibilidad siempre eficaz de ampararse con la herencia de la resignificación.
Además de la antigüedad, también hay una oposición con lo clásico y lo establecido, sin embargo, como el hielo que al sol se vuelve agua también queda la posibilidad de solidificarse de nueva cuenta, es decir, si la humanidad occidental o del atlántico norte dejaron de centralizar sus creencias en un dios para trasladar su pensamiento al paradigma racional, si hubo un traslado de particularidades culturales, sociales y económicas hacia una globalización, también es posible argumentar que la universalización del pensamiento y quehacer humano se ha convertido en lo establecido.
Para Alain Touraine, la modernidad no puede ser concebida sin tener en cuenta dos elementos fundamentales para el desarrollo social de lo que hasta nuestros tiempos consideramos humano, me refiero a la racionalidad y a la capacidad de que los individuos se consoliden como sujetos. Por su parte, la razón ha sido la corona en el pensamiento colectivo, la luz que les da seguridad a quienes tienen miedo de levantarse por las noches al baño, la misma que deslumbra las retinas cuando miran hacia arriba y creen a ciegas que existe un cielo.
Mientras tanto los individuos que inclinan su vida hacia la proyección de un sujeto, aunque en menor cantidad, siempre han combatido la homogeneización del comportamiento animal razonado, desde las sombras y a menudo señalados como monstruos, pues lucen jorobados porque cargan el mundo a sus espaldas, sin importarles que la colina por donde andan resulte una cuesta casi imposible de superar.
Desde el romanticismo de las oscuras y dolorosas profundidades del individuo, más que de los chocolates y las canciones de amor, hasta el dada y por ahí otros intentos más dispersos, ocultos o disfrazados como el esperpento, se ha establecido una resistencia frente a la universalización pretendida de la razón, más impura que pura, más hija de puta que astuta, más antihumana que humana, en fin, más caduca que moderna.
La base moralista que impide disfrutar del mejor manjar sobre la tierra: la carne humana, o poder fornicar con madres, padres, hermanos o hermanas, esa misma que cuelga de las sotanas de padres y jueces cuando se vienen sobre la niñez, base que Pico de la Mirandola, Tomás Moro y compañía limitaron como humanismo es también un lastre para que el homo sapiens sapiens por fin se ponga a pensar, es decir, que subjetive el mundo y no solo se estrelle en el escroto viejo y arrugado de nuestra realidad. Quizás entonces tendría más sentido hablar de modernidad.