Mamá, papá: ¡soy heterosexual!

Mamá, papá: ¡soy heterosexual!

Por Emmanuel Medina

Era una tarde de verano de 2011, con apenas 17 años, mi cuerpo se sentía extraño, con un vacío en el estomago y la adrenalina al mil. Por fin me decidía a expresarle a mi mamá mis ideas y preferencias. Llegué a mi casa, con una voz temerosa, pero convencido, invité a mi mamá a sentarse en el comedor y mis palabras fueron las siguientes: Mamá, en el mundo hay mucha diversidad de personas, he tenido la oportunidad de conocerlas y he tomado una decisión, por lo cual es de gran importancia tu apoyo. Me gustan las personas de mi mismo sexo, y me gustaría formar una relación estable y duradera con alguien

Mi madre se quedó callada y sólo escuchaba atenta. Le pregunté sobre su punto de vista y me respondió: Yo te apoyo hijo porque sé que la sociedad es muy dura con ustedes.

En ese momento no comprendí la frase que ella dijo, no fue hasta que entré a mi primer trabajo en el cual me presenté como lo hace cualquier persona: Hola, mi nombre es Emmanuel Medina, tengo 19 años y es un gusto entrar a trabajar con ustedes

De entre el murmullo sale una voz:

¿Eres gay?

Me quedé pasmado ante esa pregunta pues no es algo que te esperes. 

¡No, no lo soy! les contesté.

Ahí fue donde comenzó a tomar sentido la frase que mi madre dijo: «Yo te apoyo porque la sociedad es muy dura con ustedes.»

Con el tiempo conocí a más personas con las mismas preferencias y siempre les preguntaba: ¿Cómo reaccionas ante este tipo de preguntas? 

Siempre encontré respuestas variadas, pero todas llegaban a la misma conclusión: a la sociedad mexicana le gusta el morbo, y no sólo en este tipo de temas sino en cualquier tema y de cualquier índole. 

Sin embargo, es una problemática que se debería atender, no podemos ir por la vida poniendo etiquetas, clasificando y discriminando a quienes son diferentes. Nos queda claro que puedes preguntar, pero te invito a repensar tu cuestionamiento: ¿Por qué lo pregunto? ¿Qué quiero saber? 

Sin duda, la clave de una buena comunicación y el buen entendimiento estará en el cómo me dirijo a los demás 

No llegas un día a tu casa y dices: «Mamá, papá: ¡soy heterosexual!»

Antípoda

Antípoda

Por Grizel Delgado

Antípoda

Me alimentas tú, Antípoda,
tábanos mis ojos solazados.

Me alimentas tú, Antípoda,
los cocuyos de los tuyos me inspeccionan.

Y en mi vientre fecundas
-indecisa- secretas palabras
a decirse.

Los marfiles de tu cuello erizado
susurran los segundos de un tiempo inasequible.

Hirsuto en un ovillo está el deseo
recostado en resquemores femeninos.

Tiéndete tú con tus gotitas de rocío
y ásete bien de mis pupilas,
mientras la luz esperpéntica
se extingue.

Sigilosas se acurrucan nuestras sombras,
nimias figuras quebradizas.

Respírame tú, mujer reflejo,
porque mis palmas ciegas no te encuentran
y regresan vacías a mi cuerpo.

Aliméntame tú, Antípoda,
mis tobillos se enraízan en la tierra,
víctimas conscientes de tu trampa.

Presa
tuya en tus jardines.

 

Caracola 

Déjame dormir, mujer
sobre tu pecho.

No me preguntes nada.
No me digas nada.

Sólo déjame cerrar los ojos.
Allá afuera hace frío
y no quiero salir.

Como si no te lastimara,
como si no hubiese cambiado nada.

Sobre tu pecho no has de notar
que sigo rota, quebrada, partida.

Que traigo la cabeza anudada a los pies
y las tripas de fuera.

Que por mis orejas pasean las olas del mar
y que de mis manos penden sílabas inconexas.

Que me retraigo, caracola sin casa.
Huérfana, hueca, trashumante.

Déjame habitarte
un instante. Un momento.

Arañas 

Seguíamos abriendo heridas
en el cuerpo de la otra,
en la mente de la otra,
en las frases que hilvanaba
la otra en una conversa cualquiera.

Seguíamos tendiéndonos trampas
con las manos atadas por detrás
y por delante dos sonrisas inocentes.

Nuestras sombras seguían acariciándose
y nuestros pasos continuaban
estorbándose.

Estábamos allí cual arañas,
ambas caminando cuidadosas,
alertas de las vibraciones,
pendientes de la presa.

Seguíamos allí, avanzando
en círculos concéntricos
con las patas aferradas
a los anillos de tela.

Seguíamos allí, cuidando
que la otra no cayera,
defendiéndole al andar
de su salida
sin darnos cuenta
que nuestras finas patas
formaban una elipsis ya.

Ruta 79

Ruta 79

Por Jorge Alberto Vázquez Rodríguez

Salgo de mi casa con tiempo suficiente para dedicarlo a cualquier entretenimiento, como observar al polluelo recién eclosionado en el nido que una paloma torcaz construyó en la palmera de mi patio, también disfruto las sorpresas que distraen. Camino hasta la esquina donde aguardo el transporte público, ese lugar se ha convertido en sala de espera al aire libre. Puedo darme el lujo de elegir la combi de mi agrado para hacerle la parada y subirme. Dejé pasar dos, el tres es número primo, impar o non, quizá simplemente porque la tercera es la vencida. Hice una seña al conductor. En el asiento que está de espaldas a él había un lugar entre la puerta y una persona a la cual le pedí recorrerse un poco; mis muletas justifican mi solicitud. El pasajero hizo un espacio para que cupiera, me senté, la puerta se cerró y todos avanzamos.

Con casi dos meses de retraso, la primavera ha llegado a las calles, hoy floridas y perfumadas. Desde temprano mucha gente las invade: hombres y mujeres que van, vienen, pasan o se quedan un poco más.

De pronto, uno de mis compañeros de asiento se halló apretado y decidió buscar un lugar cómodo. Imaginé que, si fuéramos microscópicos, esto sería un desorden molecular. La entropía me obligó a percibirme dentro del vehículo. El ambiente ya no era fresco, ahora el sol me llegaba filtrado por un vidrio, inclusive mi olfato había reaccionado porque ya no olía fresco. En cuanto vi al pasajero, ignoto hasta ahora, abandonando el sillón que compartíamos sin vernos, comprendí por qué su gran cuerpo estaba presionado.

Lo seguía con la mirada, pero me detuvo un rojo que estaba en la calle. Desde que recuerdo, en estos días las banquetas se ven con montones de rosas rojas y girasoles, flores aún, pero muertas desde hace tiempo. Es curioso que se demuestre amor con un espejismo, con algo sin vida.

El mancebo que se cambió de lugar quedó frente a mí y pude verlo con descaro imperceptible, gracias a mis lentes oscuros. De pronto, abrió la mochila que descansaba en sus piernas y sacó un libro; en ese momento mi apreciación fue diferente, ahora empezó a resultarme atractivo e intrigarme la curiosidad de conocer el título de su lectura. No dejaba de verlo sabiendo segura mi imprudente mirada tras estas gafas de sol. Automáticamente me recordé hace más de veinte años.

Las expresiones en su rostro cambiaban en sincronía al texto, al igual que el movimiento de los ojos, a veces veloz y otras más lento, también la celeridad de la boca; el clima de esta estación y el brincoteo de la camioneta hacía más seguido el acomodo de gafas, un movimiento casi mecánico. Su complexión era gruesa, no obesa, el cuello anunciaba una piel de textura tersa y suave, bronceada por el sol del caribe; imaginé el olor en su entrepierna y esos labios siendo avasallados por mi… No soy el único con imaginación lúbrica, ese otro par de anteojos polarizados y esa apenas perceptible erección lo confirman. De repente, el efebo levantó la vista, gritó al conductor mientras guardaba el libro, tomó sus muletas y bajó veloz de la combi. No supe el nombre.